Cambiar Mi Apariecia

La noche era fría, hermosa, viva. Los grillos entonaban su melodía mientras el viento soplaba suavemente hacia el sur. Genzō, en el cuerpo de Robin Ludenword III, estaba sentado en el balcón de su habitación, contemplando las tierras y la ciudad de la que ahora era responsable.

La escena era digna de un romance: el cielo estrellado, el aire puro, el silencio lleno de paz.

—Maldita sea... odio este mundo de porquería —murmuró Genzō, interrumpiendo el encanto del momento.

Aunque el paisaje era hermoso, lo único que él sentía era fastidio. Todo en ese mundo parecía hecho para que otros vivieran dulces historias de amor. ¿Y él? En su vida pasada, solo había conocido el amor una vez.

—Recuerdo cuando le confesé mis sentimientos a la presidenta del consejo estudiantil... fue bonito… hasta que me rechazó diciendo que era feo —dijo con un tono melancólico.

Un hombre que llegó a ser el yakuza más temido de su época… incapaz de conquistar a una mujer por su apariencia. A los 39 años, tuvo una relación estable. Pero terminó en divorcio cuando descubrió que su esposa lo engañaba. Ese día, cegado por la ira, hizo desaparecer tanto a ella como a su amante. Sabía que lo que hizo estuvo mal, pero esas palabras lo habían marcado:

"¿Amarlo? Más bien me da asco..."

Así le había respondido Suika, su esposa, cuando le preguntaron si aún lo amaba.

Desde entonces, Genzō no volvió a creer en el amor verdadero.

Perdido en sus pensamientos, no se dio cuenta de que la luna había cambiado a un color azul resplandeciente, un azul tan brillante que lo hizo cerrar los ojos… y quedarse dormido.

Despertó en un lugar oscuro, como si la luz no existiera.

Un parpadeo después, estaba en un palacio, rodeado de personas vestidas con trajes de gala. Y entre ellos, lo vio: Robin.

—¿Elena?... ¿Dónde estás?... ¡Elena! —gritaba Robin desesperadamente.

Genzō lo siguió, intrigado. Reconocía ese nombre. Elena… la protagonista del mundo en el que ahora vivía. La misma que, como personaje, detestaba profundamente.

Escondido tras un arbusto, lo vio: Robin, de pie, con rostro pálido y lágrimas en los ojos, contemplando una escena dolorosa. Elena, radiante y gentil, besaba a otro hombre. Carlos, el supuesto “héroe”, con esa voz de noble y esa imagen perfecta.

Genzō no se sorprendió. Le fastidiaba.

Pero lo que sí lo sacudió fue ver a Robin romperse, llorar, y salir corriendo.

Después de observar varios recuerdos de Robin, el enojo creció tanto en Genzō que su mente gritó:

—¡Maldito inútil! ¿Por eso dejaste que te arrebataran tus tierras? ¿Por una mujer que no te correspondía? ¿Así de frágil eras?

En ese momento, despertó.

—Ya no soy Kurokawa Genzō… ahora soy Robin Ludenword III —dijo con decisión—. Y no seré como tú. Yo aprovecharé esta vida que tanto despreciaste. Alcanzaré la paz… y comenzaré cambiando este físico patético.

Se vistió con ropas negras de entrenamiento y tomó una espada. Raimond, su sirviente más leal, lo vio pasar.

—¿Joven maestro, a dónde va? —preguntó, preocupado.

—A cambiar mi destino.

Ambos caminaron hacia la parte trasera de la mansión Ludenword, hasta llegar a un campo de entrenamiento. Allí, un caballero los recibió con extrañeza.

—Qué raro verlo por aquí, joven maestro.

—Muéstrame el método tradicional de entrenamiento de los caballeros del Imperio —ordenó Robin.

El caballero obedeció, mostrándole flexiones, golpes de espada, ejercicios de resistencia. Robin observó… y luego, simplemente dijo:

—Detente.

Se cruzó de brazos, y con una mirada tranquila, comenzó a hablar.

—Curioso… Este ha sido el pilar del entrenamiento caballeresco por siglos: espadas, flexiones, resistencia. Pero sólo rasca la superficie.

El caballero lo miró, confundido.

—¿Sabes qué distingue a los verdaderamente fuertes de los que sólo parecen fuertes? La comprensión total. Cualquiera puede golpear más fuerte si entrena lo suficiente. Pero saber por qué, cuándo y dónde golpear… eso es otra cosa.

Se acercó con paso firme.

—La fuerza sin control es ruido. La técnica sin propósito es decoración. Y el cuerpo sin mente… es sólo carne.

—¿Entonces qué se supone que debemos hacer…? —preguntó el caballero.

—Los verdaderos guerreros no sólo entrenan el cuerpo. Estudian el flujo del maná, la respiración que potencia los reflejos, el equilibrio entre cuerpo, mente y espíritu. Se afinan como un instrumento perfecto.

Miró al cielo con una ligera sonrisa.

—No estoy aquí para convertirme en uno más. Estoy aquí para superar los límites del guerrero común. El que se conforme con lo básico jamás será leyenda.

Miró al caballero con determinación.

—Yo, Robin Ludenword III, formaré caballeros capaces de proteger estas tierras. Así que dime tu nombre.

—C-Curtis… joven maestro —respondió, nervioso.

Robin sonrió.

—Bien. Ven conmigo, Curtis. Convertiremos a los caballeros de nuestras tierras en verdaderas armas letales. Raimond, tú también vienes. Vamos a hacer historia.

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Próximo capítulo: El Renacer del León

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