El Renacer del León

Mi nombre es Curtis, y soy un caballero de la familia Ludenword. También soy… el único que queda de los 500 caballeros que una vez juraron lealtad a estas tierras.

Desde niño soñé con convertirme en un caballero respetado en mi reino. Años después, logré servir como el caballero personal del Barón Ludenword, y con esfuerzo y sangre, ascendí al rango de comandante. Pero todo cambió aquel fatídico día...

El barón murió por una enfermedad incurable. Sin su liderazgo, los caballeros empezaron a desertar. Todos pensaban que Robin, el joven heredero, jamás estaría a la altura de su padre. Incluso yo… llegué a creer que no podría gobernar. Hasta hoy.

Ese recuerdo me golpeó como una ráfaga de nostalgia mientras observaba a Robin en el campo, mostrándome su nueva técnica con la espada.

—¿Plashh...? —

El impacto de su arma resonó con una potencia brutal, vibrando en mis oídos como un trueno. La esgrima que presenciaba... era un arte desconocido. Un estilo tan extraño como letal. El filo de su espada danzaba como una lanza, girando con gracia mortal entre sus dedos. Parecía que jugaba con ella.

Me lancé al ataque, tratando de golpearlo. Pero Robin se agachó con agilidad felina y se impulsó hacia adelante, dándome un golpe certero que me obligó a retroceder. Sentí escalofríos… la forma en que se movía, la precisión de sus ataques. Estaba presenciando algo más allá del entrenamiento… algo temible.

—Pussh… —

El sonido del impacto marcó el final del entrenamiento.

Robin respiraba con dificultad. Yo, que he peleado contra verdaderos guerreros en el campo de batalla, sentí miedo. Un miedo que me envolvió, me oprimió… y me obligó a abrazarme a mí mismo.

—No tengas miedo —dijo Robin con voz firme—. El miedo no debe dominarte. Úsalo. El miedo es parte de nosotros, y si lo aceptas, te hará más fuerte que nadie. Si alguien te dijo que el miedo te vuelve débil… te mintió. El miedo te fortalece, tanto mental como físicamente.

Esas palabras me marcaron. En ese instante, empecé a admirarlo.

—Oye, han pasado cuatro meses... He cambiado mucho, ¿verdad?

El cuerpo de Robin había cambiado. Ya no era ese joven flaco y de mirada apagada. Frente a mí estaba un hombre forjado con la voluntad del acero. Su espalda ancha, su postura firme, su cuerpo tallado por la disciplina. Cada músculo era el resultado de una promesa… de un propósito.

Sus brazos sostenían el peso del mundo. Su pecho, como un escudo, resistía la duda. Sus piernas, fuertes como pilares, lo anclaban a la tierra como un guerrero que jamás retrocede.

Robin no buscaba fuerza por vanidad. Cada gota de sudor tenía sentido. Cada cicatriz era una historia. Sus ojos... ya no eran los de un muchacho roto. Eran los de un lobo que sobrevivió al invierno.

—¡Escuchen, nuevos cadetes!

El grito de Robin sacudió el campo de entrenamiento, haciendo que todos —jóvenes de 18 a hombres de 30 años— se pusieran en pie de inmediato.

—Sé que nuestras tierras están al borde de ser invadidas. Las familias vecinas: Treintl, Gorfort y Caelius, planean arrebatarnos lo que es nuestro. Y no los culpo... nos ven débiles, porque yo me encerré y los abandoné. Pero eso se acabó.

Un joven se adelantó.

—Entonces, ¿qué haremos? Esto es culpa suya. Se escondió, nos dejó sin dirección. ¿Cómo vamos a confiar en usted?

Los murmullos se esparcieron como fuego. Miradas de desprecio, decepción… pero Robin no vaciló.

—No quiero que confíen en mí. Yo no les pido fe ciega. Yo soy su señor, sí. Pero más que eso… soy uno de ustedes. Piensen en sus madres, en sus esposas, en sus hijos. Piensen en lo que perderán si nos rendimos. Mi padre protegió estas tierras hasta su último aliento. Ahora es mi turno. De los 400 hombres que están aquí, haré una fuerza que hará temblar al imperio.

—¡Pero somos solo 400! ¡Ellos tienen 10.000!

—Y aún así, venceremos. Usaremos la estrategia, la fuerza bruta, el terreno. Los atacaremos por la espalda si hace falta.

Eso causó cierta conmoción.

—Mi señor… eso va contra las normas de un caballero. Atacar por la espalda no da honor. ¿Qué será de nuestra reputación?

Robin se mantuvo firme.

—¿Honor? Las normas de los caballeros son una ilusión romántica. ¿De qué sirve tu honor si mueres sin proteger a tu familia? Yo no pelearé por honor. Pelearé por el futuro. Y si eso significa atacar por la espalda… entonces lo haré sin dudar.

—Yo… Robin Ludenword III, juro que todos ustedes conocerán el verdadero significado de la victoria. ¡Nosotros traeremos de vuelta la gloria a estas tierras!

Los gritos de duda se convirtieron en vítores. En sus ojos ya no había resentimiento. Solo confianza.

Robin sabía lo que venía. Según la información que tenía, los nobles atacarían en 21 meses. El reloj corría… y la preparación comenzó.

Entrenamiento.

Rutinas brutales. Ejercicios para cada músculo: abdomen, brazos, piernas, pecho. Diez series, mil repeticiones. Tres minutos de descanso. Luego, barro helado, obstáculos, y un trote de 30 kilómetros por terreno montañoso.

Dos días después: entrenamiento de carga. Troncos de 75 kilos entre cuatro, piedras de 80 kilos entre dos.

Nadie se rindió. Nadie. Porque si lo hacían, sus familias quedarían indefensas.

Luego, más trotes de 30 km. Robin los alentaba con frases motivadoras… y también con insultos. Cada palabra, una chispa que avivaba la llama en sus corazones.

Después vino:

Entrenamiento de escape.

Técnicas de artes marciales.

Captura, supervivencia extrema, natación en mar abierto.

Y finalmente, el arte de la espada: Hyoho Niten Ichi-Ryu, estilo de un legendario espadachín que incluso Genzō veneraba.

Dieciocho meses de sangre, barro y fuego.

Los hombres que una vez fueron granjeros, herreros y pescadores... ahora eran la fuerza más letal del reino.

Pero Robin no celebraba.

Faltaban dos meses para la guerra.

Una noche, bajo la luna, Robin se encontraba solo. Su madre se acercó con una sonrisa cálida.

—Hijo… durante estos meses, Raimond ha seguido tus planes. Los huertos prosperan. La gente está feliz. Los aldeanos agradecen todo lo que hiciste.

Robin sonrió levemente, pero su rostro mostraba preocupación.

—Mamá… si algún día me vuelvo a encerrar, si pierdo el rumbo… quiero que te vayas. Que salgas de estas tierras. No quiero que corras peligro por mi culpa.

—¿Tú crees que no te amo? —le respondió ella con dulzura—. Nunca me iré. Tú eres mi hijo… lo más precioso que tengo. Jamás me pidas que me aleje.

Robin, aunque no fuera realmente el hijo de esa mujer, la amaba. Y ella lo amaba como a su verdadero hijo. La abrazó con fuerza. En silencio, se hizo una promesa:

"Esta vez, nadie me arrebatará lo que amo."

Próximo capítulo: Espada de Guerra