La mañana era clara. El cielo, tranquilo.
Jin Muheon no corrió para despedirse.
No gritó el nombre de Seiren.
No extendió la mano.
Solo la miró.
Ella, sobre el carruaje flotante del Clan Tian, le lanzó una última sonrisa.
Y él… solo asintió.
No estaba triste.
No estaba enojado.
Estaba en paz.
Sabía que la volvería a ver.
No porque lo esperara el destino.
Sino porque él haría que ocurriera.
Horas después, en su dormitorio del Monte Yunxiao, Jin empacaba lentamente.
La carta de Seiren estaba plegada dentro de su túnica, al lado del corazón.
La reliquia ocular de alto nivel reposaba sobre la mesa.
No la había tocado aún.
No era el momento.
Fue directamente al despacho del director del Monte.
Cuando entró, el anciano alzó una ceja.
—¿Qué deseas, pequeño dragón?
—Permiso para ir a casa.
—¿Por cuánto tiempo?
—Un año.
El director lo observó, en silencio, durante varios segundos.
—¿Por qué?
—Porque necesito reconstruirme.
—¿Después de todo lo que hiciste… aún no te sientes completo?
—No se trata de completarme —dijo Jin—.
Se trata de prepararme para romperme de nuevo.
Y hacerlo bien esta vez.
El anciano sonrió.
—Forja, entonces.
Te daré ese año.
Pero cuando vuelvas…
quiero ver que saliste del cascarón.
Pequeño dragón.
Jin partió al amanecer, acompañado por Qian Rou.
El trayecto fue silencioso. Jin no habló mucho. Solo observó el horizonte.
Pero en sus ojos, había un fuego contenido.
Un fuego que sabía exactamente cuándo arder.
Cuando llegaron a la residencia del Clan Muheon, su padre los recibió de inmediato.
—Volviste antes de tiempo —dijo con sorpresa.
—No por descanso.
Jin le explicó todo.
Desde la misión.
El rescate de Seiren.
El encuentro con Tian Kael.
La batalla.
La conversación.
El cuarto núcleo.
Su padre se quedó en silencio, con el ceño fruncido.
—¿El jefe del Clan Tian... te habló del cuarto núcleo?
Jin asintió.
—Me dijo que si podía soportarlo, mi camino no tendría que ser el suyo.
Podría tener uno propio.
El padre se pasó una mano por el rostro.
—¿Tienes idea de cuántos ancianos del clan han intentado eso?
¿Y cuántos… han fracasado?
—Sí.
Pero yo no quiero poder por ambición.
Levantó la cabeza.
Sus ojos brillaban con convicción.
—Lo hago porque alguien tiene que tomar los riesgos.
Y yo no pienso retroceder.
Esa noche, padre e hijo hablaron durante horas.
Discutieron el riesgo.
El entrenamiento.
La necesidad de elevar su cuerpo, su alma, y su conocimiento a otro nivel antes siquiera de tocar el borde del cuarto núcleo.
Finalmente, su padre suspiró.
—Te conseguiré acceso a la biblioteca central.
Y a tres habilidades compatibles con tu nivel actual.
Jin asintió.
—Además…
una técnica de nivel superior.
Un arte oculto de modelado espiritual que solo algunos miembros del consejo pueden practicar.
Pero hay una condición.
—Dígala.
—Tienes un año.
Si no veo que dominas las cuatro técnicas…
no te permitiré avanzar.
Esa noche no durmieron.
En el salón de cultivo del Clan Muheon, con círculos protectores activados, su padre se sentó frente a él.
—Es hora de integrar la reliquia.
La que te dio Kael.
Jin la colocó sobre sus ojos.
“Sincronización de Núcleo Visual activada.”
“Adaptación genética: compatible.
Potenciación iniciada.”
Los ojos de Jin ardieron con luz azul y líneas doradas.
Por un instante, vio todo…
no como forma, sino como diseño.
No como cuerpo, sino como estructura viva.
Qian Rou, desde las sombras, observaba en silencio.
Y supo, sin necesidad de palabras, que ese año…
no sería un descanso.
Sería el inicio de la fragua interna definitiva.