La noticia corrió como fuego entre los pabellones del clan Muheon:
“Jin Muheon ha regresado con permiso del director de la academia.”
Aunque oficialmente su retorno era por motivos de entrenamiento y preparación, para algunos… representaba otra cosa:
Una amenaza.
—¿Cuánto tiempo más vamos a fingir que él es uno más? —escupió uno de los jóvenes del clan, envuelto en ropajes oscuros, con el símbolo de la rama secundaria en el pecho.
—Tiene cuatro años… —respondió otro primo— y ya derrotó a enemigos que nosotros evitaríamos.
El clan habla de él… como si fuera la reencarnación de un dragón.
—Eso es lo que dicen. Y si dejamos que crezca… será tarde para todos.
Esa noche, las sombras se reunieron.
No una emboscada de asesinos.
Sino una prueba de poder.
Una emboscada con rostro familiar.
El día siguiente fue extraño.
Jin, acompañado por Qian Rou, se dirigía a una de las zonas de entrenamiento exteriores cuando varios jóvenes del clan lo interceptaron.
Diez.
Todos cultivadores entre el nivel 2 y 3.
Todos armados.
Todos con miedo en los ojos disfrazado de soberbia.
Entre ellos estaba Muheon Wei, uno de sus primos más cercanos en edad, y uno de los que sería candidato a líder de generación.
—Jin —dijo Wei—. Hace tiempo que no entrenamos.
¿Quieres cruzar unas técnicas?
Jin entrecerró los ojos. El aura que lo rodeaba era tranquila.
Demasiado tranquila.
Qian dio un paso adelante, pero Jin levantó la mano.
—Claro, primo. ¿Aquí mismo?
—Aquí mismo.
—¿Solo tú… o ellos también?
Wei sonrió.
—Depende. ¿Te vas a rendir antes… o después?
El primer golpe no fue de advertencia.
Fue una lanza dirigida directo al cuello.
Jin se agachó y desvió con la palma.
Sus dagas aún no estaban desenfundadas.
Sus ojos brillaban.
No de furia. De cálculo.
Cuando el segundo atacante vino con una espada, Jin giró sobre su propio eje, lo hizo tropezar y usó su propio peso para estrellarlo contra el suelo.
Una patada vino desde su espalda.
Él giró su torso, interceptó con el codo, y contraatacó con un golpe de palma al pecho.
Tres caídos. En menos de diez segundos.
—
Wei gritó:
—¡Ahora!
Desde el bosque surgieron bandidos. Cuatro.
Mercenarios. Algunos incluso exiliados del clan.
Qian se movió, pero Jin le habló sin girarse:
—No intervengas.
Y entonces desató su aura.
Una vibración en el aire.
Una presión que hizo tambalear a los que aún estaban de pie.
Wei sudó.
—¡Eres un monstruo!
—No —dijo Jin, mientras sus dagas aparecían en sus manos—.
Soy un Muheon.
Y ustedes me llamaron.
La pelea fue brutal.
Jin se movía como si ya conociera cada movimiento de sus enemigos.
Saltó entre los bandidos.
Desvió una lanza con su daga izquierda, y con la derecha cortó a uno por la pierna.
Un bandido intentó rodearlo, pero Jin giró, pateó su arma al aire, y con la palma lo empujó directo contra un árbol.
Wei atacó desde atrás, con un sable cubierto de energía, pero Jin canalizó el triple núcleo, generando un campo de energía que desvió el golpe por completo.
Una de sus dagas lo rozó en la mejilla.
—Podría haberte matado —susurró Jin.
—¡Hazlo, entonces!
—No.
Jin levantó su brazo y golpeó a Wei en el estómago, haciéndolo caer de rodillas.
—Eso sería demasiado fácil.
Cuando el polvo se asentó, solo Jin y Qian seguían de pie.
Los demás yacían en el suelo, derrotados, algunos inconscientes.
Qian se acercó.
—¿Estás bien?
Jin respiraba con calma.
—Estoy bien.
Y ellos también.
Al menos… aún pueden levantarse y reflexionar.
—
A lo lejos, varios ancianos observaban desde el pabellón de las artes marciales.
Uno de ellos habló:
—Es un monstruo.
—No —corrigió el líder del clan, que acababa de llegar—.
Es lo que el clan Muheon necesitaba.