Arata se reclinó en su silla emplumada, con una amplia sonrisa plasmada en su rostro mientras frotaba perezosamente su vientre aún plano. Su fiel sirvienta estaba de pie junto a ella, cogiendo uvas de una bandeja de plata y alimentándola suavemente una por una, los dulces jugos estallando en su boca.
La lluvia había comenzado a caer con fuerza para entonces, pero las ventanas de sus aposentos habían sido cerradas mientras se quemaba carbón a un lado, manteniéndola caliente.
Su sirvienta personal, que había permanecido en silencio hasta ahora, aclaró su garganta y finalmente decidió hablar, con una sonrisa partiendo su rostro. Sus orejas de hombre lobo se crisparon de emoción, irguiéndose involuntariamente.