Lucía caminaba por una calle angosta del centro, los auriculares bien puestos, como si fueran una parte más de su cuerpo.
La canción la envolvía por completo: una mezcla suave de piano y lluvia grabada.
Iba sin rumbo fijo, con una bolsa de pan bajo el brazo y las manos frías, pero el corazón caliente desde hace unos días.
Pensaba en Iván.
No era normal en ella pensar tanto en alguien. Menos alguien que apenas conocía. Pero había algo en su forma de mirarla, en la voz con que decía “té de tilo, anís y flores secas”, que se le había quedado pegado al alma.
Se detuvo frente a una vieja librería. El cartel colgaba torcido, pero el vidrio tenía frases escritas con marcador blanco.
Una decía:
> “Hay gente que te cambia el sabor de los días con un solo gesto.”
Lucía sonrió.
Adentro, un gato dormía encima de una pila de libros.
Entró.
Eligió uno al azar. Lo abrió por la mitad.
> “El amor no siempre entra gritando.
A veces se sienta en silencio, te ofrece un té…
y se queda mirándote sin apuro.”
Lucía cerró el libro. Lo llevó al mostrador. Pagó.
Y mientras salía de la librería, se topó con Iván.
Literal.
Se chocaron en la vereda.
El libro cayó al suelo.
Él lo recogió, leyó el título.
“Pequeños accidentes del alma”
—Parece que soy uno —bromeó.
Lucía se cubrió la cara, entre risas y vergüenza.
—¿Qué hacés por acá?
—Vine a buscar un café... pero creo que encontré otra cosa.
Se miraron. Otra vez.
Como si el mundo diera pausa.
—¿Querés tomar ese café juntos? —preguntó él.
—¿Te va si lo cambio por un té?
Caminaron en silencio, pero un silencio bonito, de esos que no piden palabras.
Desde su bolsillo, ella sacó el sobre que Iván le había dado el día anterior.
Lo sostuvo en la mano, como si fuera un talismán.
> “Esperar con esperanza…”
Y por primera vez en mucho tiempo, Lucía no se sintió sola un domingo.