El cielo estaba cubierto, como si Turín quisiera guardar todos los secretos bajo una misma nube.
Iván apoyaba los codos en la barra del café. No era el súper, no era trabajo, no era rutina. Era otro espacio, un terreno neutral donde el aire parecía menos pesado.
Lucía, enfrente, revolvía lentamente su té.
No había auriculares.
No había música.
Sólo ellos dos.
Y el leve sonido de la cuchara contra la taza.
—No soy bueno para hablar de mí —dijo Iván.
—No hace falta que lo seas —respondió ella.
Se hizo un silencio. No incómodo.
Era ese tipo de pausa que se respira, que se escucha, que tiene peso.
—Una vez… —empezó él, pero se detuvo. Tomó aire—. Una vez creí que estar solo era mejor que estar mal acompañado. Pero… estar solo mucho tiempo también cansa.
—Sí —dijo Lucía, bajito—. Uno se acostumbra a no necesitar a nadie. Y después, cuando alguien llega… da miedo.
—¿Te da miedo yo?
Ella lo miró.
Sus ojos no buscaban protección ni huida.
Eran ojos que habían aprendido a caminar entre ruinas, pero seguían brillando.
—Me da miedo lo que me hace sentir vos —respondió.
Iván sonrió. Pero no fue una sonrisa completa.
Fue de esas que se forman con emoción y un poco de tristeza.
—¿Y si nos damos permiso para sentir, aunque sea un poco?
Lucía bajó la mirada. Tocó el libro que llevaba en la cartera. El mismo de los “accidentes del alma”.
—No sé si sé cómo…
—Yo tampoco —interrumpió él—. Pero te juro que quiero intentarlo.
Afuera, llovía.
Una lluvia tranquila, sin tormenta, como si el cielo lavara con delicadeza todo lo que pesaba.
Lucía se puso de pie.
Se acercó a Iván, y en lugar de decir algo, le rozó la mano con la suya.
No era un beso.
No era una promesa.
Era un comienzo.
Y así, con dos manos apenas tocándose en medio de una lluvia callada, termina la primera temporada.