Iván estaba detrás de la caja, como todos los días.
Pero algo en él no estaba igual.
No era su peinado, ni la forma en la que apoyaba los codos en el mostrador.
Era su mirada.
Vacía. En pausa.
Lucía entró con los auriculares puestos. El pelo un poco mojado, el corazón mucho más.
Llevaba solo una botella de agua.
Nada más.
Pero había algo diferente en su forma de caminar. Como si cada paso fuera una pregunta.
—Hola, Lucía —dijo Iván, sin moverse mucho.
Ella no respondió.
Sacó los auriculares con calma, lo miró, y puso la botella sobre el mostrador.
Silencio.
Hasta que, de repente:
—¿Chiara viene siempre? —preguntó, sin rodeos.
Iván tardó en responder.
—De vez en cuando. Es amiga… de hace tiempo.
Lucía asintió, como si eso fuera suficiente, pero no lo era.
—¿Y eso es todo? —dijo, clavando los ojos en él.
—No lo sé, Lucía. No sé qué esperás que te diga.
Ella suspiró. No por cansancio, sino por contención.
—No quiero ser una más que pasa por acá, agarra algo y se va. No quiero que me mires como si fuera solo otra clienta.
Iván apretó los labios.
Se tomó unos segundos.
Y bajó la mirada.
—No sos una clienta. Nunca lo fuiste.
—Entonces decímelo —susurró Lucía—. Decime que pensás en mí aunque no venga. Decime que te pasa algo. Decime algo real.
Iván la miró por fin, como si recién ahora pudiera verla de verdad.
—Me pasás por la cabeza cuando estoy solo.
Me río recordando cosas que ni sé si fueron tan graciosas.
Escucho canciones que no me gustaban… solo porque vos las tarareás.
Lucía, no sos una más.
Pero… no sé cómo se hace esto.
—Nadie sabe —dijo ella—. Pero se aprende.
Se quedaron en silencio.
Él del otro lado del mostrador.
Ella con la botella de agua en la mano, pero ahora más liviana.
Antes de salir, se giró y dijo:
—No me llames clienta nunca más. Porque no pienso irme.
Y se fue. Pero esta vez, no con los auriculares puestos.
Esta vez, se fue con una sonrisa.
Y una historia que recién empieza a doler bonito.