Lucía lo había mirado como si el mundo se detuviera en esos segundos.
El supermercado ya había cerrado.
La última caja pitó el código de barras y quedó en silencio. Solo las luces bajas, el ruido lejano del personal de limpieza… y ellos dos, frente a frente, entre góndolas vacías.
—¿Querés que te acompañe hasta tu casa? —preguntó Iván, con la voz más suave que había usado en semanas.
Lucía lo miró.
Tenía los auriculares colgando del cuello, como si la música estuviera en pausa pero lista para volver a sonar.
Ella asintió sin decir nada, y salieron caminando.
Turín tenía ese aire frío de las noches de otoño. Las hojas caídas crujían bajo sus pasos. Iván caminaba con las manos en los bolsillos. Lucía con las manos cruzadas, abrazándose a sí misma, aunque no hacía tanto frío.
Caminaron hasta el puente donde siempre se separaban.
Era ese punto exacto donde la calle se abría en dos: la de Iván hacia la derecha, la de Lucía hacia la izquierda.
Pero esta vez, nadie se movió.
Lucía lo miró.
—¿Te puedo decir algo? —preguntó, con una sonrisa pequeña, como con miedo de que se le cayera de los labios.
—Siempre —respondió Iván, y se acercó un paso.
—Me gusta cómo me mirás.
Iván tragó saliva.
El corazón, en vez de latir, parecía tamborilear contra su pecho.
—¿Y cómo te miro? —preguntó él.
Lucía bajó la mirada.
—Como si no tuviera que explicarte nada.
Él dio otro paso.
Ella no se movió.
Los rostros quedaron cerca.
Demasiado.
La respiración se mezclaba en el aire.
Iván levantó la mano lentamente. Le corrió un mechón de pelo detrás de la oreja. Ella cerró los ojos.
Iban a besarse.
Pero…
—¡Lucía! ¡Lucía! —una voz familiar interrumpió el silencio.
Era Simone, su compañera de piso, gritando desde la vereda de enfrente.
Lucía abrió los ojos, dio un paso atrás, se giró como si hubiera cometido un error.
—Tengo que irme… lo siento —murmuró.
Corrió calle abajo sin mirar atrás.
Iván se quedó parado.
El puente. El viento. El beso que no fue.
Y algo en su pecho que ya no sabía si era esperanza… o deuda.