Capítulo 2: Matteo vuelve

Lucía llegó como siempre, auriculares puestos, la bufanda desordenada por el viento. Pero esta vez algo en su mirada era distinto. No traía ese brillo curioso de quien va a descubrir una nueva canción, ni la sonrisa tímida con la que saludaba a Iván. Esa mañana, Lucía parecía distraída… inquieta.

Iván lo notó al instante.

—¿Todo bien? —preguntó, apoyándose en la caja, simulando revisar algo en el sistema.

Lucía se quitó un auricular, pero no respondió enseguida.

—Sí… o no. No sé —dijo finalmente, mirando el suelo.

Él quiso insistir, pero una fila de clientes lo obligó a atender. Mientras pasaba productos por el escáner, no dejaba de mirarla de reojo. Algo le apretaba el pecho, una intuición que no sabía cómo nombrar.

Cuando por fin la fila se deshizo, Lucía ya estaba por irse. Se despidió con la mano y una sonrisa falsa. Iván sintió que algo se le escapaba entre los dedos.

Esa tarde, mientras reponía en el pasillo de los productos enlatados, escuchó risas. No eran cualquiera: eran risas de ella. Pero no estaba sola.

—¿Matteo? —preguntó una de las cajeras, sorprendida.

Iván giró el rostro. Ahí estaba: alto, buen porte, barba bien cuidada y esa seguridad arrogante que viene con los que nunca se preguntan si están siendo molestos.

Lucía y él caminaban juntos, como si el tiempo no hubiese pasado. Él le tocaba el hombro al hablar, le mostraba algo en el celular, y ella… sonreía. No como con Iván. Sonreía de forma diferente. O tal vez solo eso creyó él.

Cuando pasaron cerca, Lucía se detuvo.

—Iván —dijo, como si no supiera muy bien cómo presentarlos—, él es Matteo.

—Encantado —dijo Matteo, ofreciéndole la mano.

Iván se la estrechó sin entusiasmo.

—Ex —aclaró Lucía rápido, como si leyera lo que Iván estaba pensando—. Es solo que… está de paso.

—Un paso largo —agregó Matteo, riendo—. Vine a cerrar unos asuntos. Y bueno, no podía no verla.

Iván no respondió. Solo asintió.

Lucía bajó la mirada. Matteo se despidió con un gesto rápido y caminó hacia la salida. Lucía se quedó un segundo más, como esperando que Iván dijera algo. Pero él se agachó para ordenar una lata caída.

—Nos vemos —murmuró ella, casi en un susurro.

Esa noche, Iván caminó hasta su casa sin poner música. El silencio pesaba más que cualquier canción.

No era celos. Era miedo.

Miedo a que algo que todavía no empezaba, ya estuviera terminando.