No dejó una nota.
Ni un mensaje.
Solo una compañera de trabajo que, al pasar por caja, le dijo a Iván sin saber lo que decía:
—Lucía se tomó unos días. Dijo que necesitaba aire. Que se iba al sur con una amiga.
Aire.
Eso era lo que ella había dicho también la última vez que hablaron.
“Necesito pensar”.
Pero en su voz, esa vez, había algo más: un cansancio que él no supo leer.
O no quiso.
Iván no preguntó nada. Asintió como si ya lo supiera, como si todo estuviera bien.
Pero no lo estaba.
Volvió a casa esa noche y la buscó en su playlist.
No estaba.
La lista que ella le había compartido había sido eliminada.
El vacío fue más fuerte que la tristeza.
Pasaron los días.
La tienda seguía funcionando, pero el cierre era inminente.
Las cajas vacías, los estantes medio llenos, los compañeros con cara de espera.
Iván ya no bromeaba.
Miraba la puerta. Siempre.
Por si entraba.
Por si volvía.
No volvió.
Una noche, después de cerrar, encontró una nota pegada en la parte interna de su locker.
Era de Lucía.
Había escrito solo una línea.
“No es un adiós. Es que no sé si esto que siento es suficiente para quedarme.”
Leyó esa frase hasta aprenderla de memoria.
Hasta que dejó de doler.
Mentira.
Nunca dejó de doler.