Iván esperó.
No escribió. No llamó. Solo esperó.
Cada día una esperanza nueva, cada noche un cierre silencioso.
Hasta que el supermercado cerró definitivamente.
Sin ceremonia. Sin aviso.
Un cartel en la puerta. “Cerrado por reformas”.
Mentira.
Y ahí estaba él, en su último turno, viendo cómo desmontaban las góndolas.
Todo lo que conocía se iba desarmando como un rompecabezas hecho a medias.
Esa noche, volvió caminando.
Pasó por la esquina donde Lucía solía esperarlo. Vacía.
Por el café donde compartieron la primera risa. Cerrado.
Todo estaba diciéndole lo mismo: esto terminó.
Pero entonces, un mensaje.
Un audio.
De ella.
“No sé qué estoy haciendo, Iván. Pensé que alejarme me daría respuestas… pero solo tengo más preguntas. ¿Vos… todavía me pensás?”
Y él respiró.
Largo.
Como si volviera el aire.
Como si pudiera responderle con el pecho en lugar del celular.
“Sí. Te pienso. Pero ya no quiero vivir esperando. Si volvés, que sea para quedarte. Si no… no me mandes nada más.”
Le dio enviar.
Se quedó quieto.
Esperó.
Dos minutos.
Cinco.
Diez.
Nada.
Apagó el celular.
Se levantó.
Caminó.
No sabía si la respuesta vendría.
No sabía si era un crédito…
…o una despedida.
Pero por primera vez en semanas, caminaba sin mirar atrás.