Dyan se puso de pie y dejó la hoja sobre el escritorio.
—Dejé en mi oficina del consejo varios planes de desarrollo. Quizá alguno…
—¡Vete! —gritó Eleanor, sin poder contenerse.
—Gracias por todo, mi reina. Servir a su lado fueron años de dicha.
—¡Vete! —repitió, con más rabia—. ¡Guardias! ¡Guardias!
La puerta se abrió de golpe. Cuatro guardias armados entraron al instante.
—Lamento que esto termine así. —Dyan se inclinó profundamente. En su alma se abría una herida que quizás nunca sanaría—. Le deseo lo mejor…
—¡Sáquenlo de aquí! ¡Y que no vuelva a pisar el palacio! ¡Vete, Dyan Halvest!
Dyan se mantuvo inclinado hasta que los guardias lo arrancaron de su posición. Al principio titubearon, por respeto o por miedo, pero al ver que él no ofrecía resistencia, lo arrastraron con firmeza fuera del salón.
Y al cerrarse la puerta, la habitación quedó en un silencio terrible. Como el que reina después de una batalla donde todos han caído heridos de muerte.
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La puerta se cerró con un golpe sordo que resonó como un juicio final. Eleanor no se movió. Se quedó ahí, de pie detrás de su escritorio, con el pergamino arrugado aún en la mano. Sus dedos temblaban, y por un instante creyó que era de rabia… pero no lo era. Era de miedo.
El silencio que siguió fue total. Ni un susurro, ni el canto de los pájaros del jardín más allá del ventanal. Ni siquiera el suspiro del viento. Era como si el mundo mismo contuviera la respiración.
La reina dio un paso atrás. El corazón le latía tan fuerte que parecía que cada latido empujaba algo dentro de ella hacia el abismo. No podía pensar. No quería pensar. Porque si pensaba… tendría que aceptar que lo había perdido.
Se dejó caer en la silla con más violencia de la necesaria. El pergamino se le deslizó de los dedos. Cayó al suelo, silencioso como un susurro de despedida.
El rostro de Eleanor permanecía rígido, inmutable. Los ojos fijos en la nada, en algún punto más allá del ventanal. Pero por dentro, su alma ardía como un campo arrasado. Lo había llamado traidor. Ella. A él. A Dyan Halvest.
Apretó los dientes. Aquel nombre era un ancla y un cuchillo a la vez.
—Maldito seas, Dyan… —murmuró, sin rabia, apenas un eco quebrado. Su voz sonó demasiado humana para ser la de una reina.
Lo odiaba por irse. Lo odiaba por no quedarse. Lo odiaba por no haber luchado, por no haberle dado la oportunidad de suplicarle sin humillarse. Pero sobre todo, lo odiaba por tener razón.
Había dormido mal durante semanas. Lo había presentido. Lo había visto en su forma de hablar, en la manera en que desviaba la mirada cuando ella hablaba del futuro, del reino, de todo lo que aún les quedaba por construir. Él había comenzado a despedirse antes incluso de armarse de valor.
Y aun así, se había atrevido a marcharse.
Se llevó la mano al pecho. Le dolía. No el cuerpo. El alma. Esa parte profunda donde ella nunca permitía que nadie entrara. Nadie… excepto Dyan.
Cerró los ojos. Por un instante imaginó otra vida. Una donde él se quedaba. Una donde no había coronas, ni consejos, ni guerras. Una donde no necesitaba ocultar que temblaba al pensar en perderlo.
Pero no existía. Jamás había existido.
Respiró hondo. El temblor se detuvo. El rostro de la reina volvió a endurecerse como el mármol de las estatuas de sus ancestros. El dolor sería enterrado, como tantas otras pérdidas. La corona no permitía grietas.
Y sin embargo, una lágrima se deslizó por su mejilla.
Solo una. Sola. Silenciosa. Irreverente.
Como él.
Eleanor no la limpió.
Se quedó mirando el ventanal, donde los jardines florecían con cruel indiferencia. El mundo seguía. El reino seguía. Y ella, como siempre, tendría que seguir también.
El silencio seguía pesando en el despacho como una lápida cuando se abrió la puerta sin ser anunciada. Eleanor alzó apenas la vista, sus ojos aún húmedos, pero ya endurecidos. Quien entró no fue un consejero temeroso ni una doncella nerviosa.
Fue Silvania.
Vestía una túnica de descanso con bordados dorados, pero llevaba la frente erguida como si aún portara corona. Una sirvienta la acompañaba, temerosa, con los brazos extendidos por si su señora flaqueaba. Pero Silvania caminaba con paso firme, solo ralentizado por el peso de los años… y por la urgencia de la decepción.
La reina madre se detuvo a unos pasos del escritorio. Sus ojos, una vez suaves, eran ahora como hojas afiladas.
—¿Así termina todo? —dijo, sin alzar la voz, pero con tono suficiente para que la herida se abriera más.
Eleanor no respondió. Silvania dio un paso más.
—No era suficiente con perderlo… ¿tenías también que humillarlo?
Eleanor se levantó de la silla, lentamente. Una mujer más débil habría bajado la mirada. Una hija distinta tal vez habría llorado al ver a su madre tan herida. Pero Eleanor no era ninguna de las dos.
—Se fue —dijo con una frialdad que no alcanzaba a cubrir el temblor de su voz—. Eligió marcharse.
—Y tú lo empujaste hacia la puerta —replicó Silvania—. ¿Por orgullo? ¿Por la maldita corona? ¿Qué fue más importante esta vez?
La pregunta colgó entre ellas como una campana quebrada. Eleanor respiró hondo, conteniéndose. Había aprendido desde niña a no temblar delante de nadie. Nadie, excepto él. Y ahora… también su madre.
—No le debía nada —dijo finalmente. Pero el tono era defensivo. No era una declaración. Era un refugio endeble.
Silvania la miró con tristeza. No con debilidad, no con piedad. Con tristeza verdadera, de madre que comprende demasiado bien la clase de dolor que no se cura.
—Claro que le debías algo. Le debías la verdad. Le debías el intento. Si ibas a romperle el corazón, al menos que fuera con las manos desnudas, no con el frío de tu voz.
Eleanor retrocedió medio paso. No por miedo. Sino porque aquellas palabras eran como cuchillos que sabían dónde entrar.
—Él sabía lo que esto significaba… —susurró.
Silvania caminó hasta ella, ya sin sirvienta, ya sin vacilación. La tomó del rostro con ambas manos, sin suavidad, obligándola a mirarla.
—No, hija mía. Él sabía lo que significabas tú. Y aún así se quedó más tiempo del que debió. Porque te amaba, Eleanor. Más de lo que tú te permitiste amarle de vuelta.
Eleanor apretó los dientes, pero los ojos se le nublaron. El rostro endurecido por años de poder se resquebrajó apenas, lo suficiente para que la reina madre lo viera.
—No lo entiendes —murmuró Eleanor—. No podía. No… puedo. Tengo un reino que sostener. Si me quiebro… si me dejo llevar… todo se derrumba.
Silvania la soltó. Dio un paso atrás. No por rabia, sino porque finalmente lo comprendía todo.
—Entonces ya se ha derrumbado. Solo que aún no lo sabes.
La reina madre se giró hacia la puerta. La sirvienta se adelantó para sostenerle el brazo, pero Silvania alzó la mano, con dignidad intacta.
Antes de marcharse, se detuvo en el umbral.
—Perdiste al único hombre que te miraba y no veía la corona. Y lo hiciste tú sola.
Y se fue.
Eleanor no la detuvo.
El despacho volvió a sumirse en silencio. Pero esta vez, el silencio tenía el peso de una condena.