Introducción: La despedida (parte 6)

La noticia viajó más rápido que cualquier mensajero. No hizo falta que un heraldo la gritara en los patios ni que un escriba la anotara en los registros del día. Bastó con una mirada de una doncella, una expresión tensa en el rostro de un capitán de la guardia, un portazo demasiado sonoro, una carroza que partió sin escolta.

Dyan se había ido.

Para cuando el sol alcanzó su cenit, la noticia ya había florecido y mutado como una mala hierba en todas las esquinas del palacio.

En las cocinas, las marmitas burbujeaban con menos fuerza. Una de las cocineras, con harina aún en las mejillas, se acercó al fogón murmurando:

—Dicen que fue la reina la que lo echó… que ni siquiera le dio un beso de despedida.

—No, no —replicó otra, mientras amasaba pan—. Fue él quien se fue, harto de esperar. Le pidió que lo eligiera y ella… solo lo miró. Lo miró como si fuera un sirviente más.

Una tercera, más joven, tembló al oírlo:

—Pero… ¿lo amaba, no?

—Eso no se pregunta en palacio, niña. Aquí el amor es un lujo, como el vino dulce.

En los pasillos, los guardias intercambiaban turnos sin hablar demasiado. Pero entre ronda y ronda, alguno rompía el silencio:

—Vi a Dyan salir por la puerta este. No miraba atrás. Como si irse fuera la única forma de quedarse entero.

—Yo vi a la reina después… seguía en su despacho. No ha salido. No ha pedido comida, ni baño, ni compañía. Como si estuviera hecha de piedra.

—O de culpa —agregó uno, en voz más baja.

Las sirvientas del ala norte, aquellas que solían arreglar los vestidos de la reina o limpiar sus joyeros, ya tejían nuevas versiones de la historia. Una aseguró que había visto a Dyan arrodillarse, rogarle algo, y que Eleanor simplemente se giró. Otra decía que discutieron, que se oyeron voces, aunque todos sabían que la reina enojada, gritaba. Su furia era siempre ardiente, aunque su ira a veces era silenciosa… y por eso daba más miedo.

—¿Y si está embarazada? —susurró una doncella, casi con emoción morbosa.

—¿Tú crees? ¿Y mandó al padre lejos?

—No lo sé… pero ¿y si no lo mandó? ¿Y si se fue justo cuando más lo necesitaba?

En los jardines, los cuidadores fingían podar mientras hablaban entre dientes. Algunos pensaban que era un castigo divino, que el amor no debía florecer entre las piedras del poder. Otros creían que la reina, en su juventud aún intacta, se estaba volviendo cada vez más parecida a su madre. Una mujer que había amado… y que también había perdido.

Al caer la tarde, el rumor ya no era una noticia. Era una leyenda.

Algunos decían que Dyan había partido llorando, que dejó una carta sellada con su sangre. Otros, que se fue montado en un caballo negro, sin decir palabra. Que se despidió solo de Silvania, o tal vez del cielo. Que miró por última vez las torres del palacio y supo que jamás volvería.

Y lo más triste: que ella, la reina, se quedó todo el día en su despacho, sin ver a nadie, sin hablar, sin llorar. Con la espalda recta, como si llevara aún la corona puesta, aunque nadie pudiera verla.

Pero aunque se mostrara intacta, en verdad estaba quebrada. Y todos lo sabían. Aunque no podían señalarlo con el dedo. Aunque no pudieran nombrarlo sin temor.

Porque el palacio, más que un lugar, es un cuerpo. Y cuando el corazón se quiebra, todos sienten el eco.

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El rumor, como un susurro hecho de humo, había cruzado patios, ciudades y torres. Llegó hasta Scabia, se coló entre los muros encantados de piedra viva, recorrió escaleras que no se dejaban pisar sin permiso, y finalmente trepó hasta la Torre de Magia.

Finia no era inmune a los rumores, pero aquel no necesitaba confirmación. Lo sintió apenas leyó la forma en que estaban alineadas las estrellas esa noche. Como si un ciclo se cerrara.

Entró sin tocar la puerta. Nadie se lo habría impedido, pero tampoco le importaba.

Dyan estaba inclinado sobre el escritorio de madera blanca que tanto le gustaba. La misma calma de siempre, la misma letra pulcra, la misma concentración. Estaba escribiendo cartas, con la tinta densa y oscura que sólo usaba para lo importante. No se inmutó cuando ella entró.

—Dicen… —empezó Finia, sin saludar— que te expulsaron del palacio. Que ni siquiera te dejaron salir caminando.

Dyan no alzó la vista.

—No creas todo lo que dicen los muros.

Ella apretó los dientes. Caminó hasta él con pasos que no tenían magia, pero sí enojo.

—Esto no puede quedarse así. Han insultado al Archimago de Scabia. La Torre no puede permitir semejante afrenta. Es un desprecio a la institución, a la historia, a tu nombre.

—No han insultado al Archimago —respondió él, por fin levantando la mirada—. Porque el Archimago ya no soy yo. Eres tú.

Finia se quedó en silencio. Por un momento pareció que todo el despacho se detenía. Incluso las velas dejaron de parpadear.

—¿Cómo que ya? —susurró.

—Está todo preparado. Las cartas están firmadas. El Consejo te espera al amanecer. Ellos ya lo saben. Siempre lo supieron.

—No quiero… no así. No de esta forma. No con tu nombre manchado. No cuando parece que te estás yendo derrotado.

Dyan esbozó una sonrisa, pequeña y cansada.

—No estoy derrotado, Finia. Estoy… terminado. Hay una diferencia. He cumplido mi tiempo. A ti te toca ahora. No dejes que la tristeza empañe lo que has ganado con tu propio talento.

Se levantó con lentitud. El cuerpo ya no le respondía como antes, aunque la mente seguía tan afilada como una daga de obsidiana.

Del rincón de la habitación, tomó el báculo. Alto, elegante, rematado en una roca de maná azul oscuro como el cielo sin lunas. Era antiguo, incluso para los estándares de Scabia. Un símbolo tanto como un artefacto de poder.

—Esto… —dijo, colocándolo entre las manos de ella— no es solo un instrumento. Es un recuerdo vivo. Ha pasado de mano en mano por mil años. Desde el primer Archimago, cuando la Torre era aún una promesa. Ahora es tuyo.

Finia lo sostuvo con ambas manos. El peso era extraño, más emocional que físico. Como si toda la historia le presionara los hombros.

—He dejado tres cartas —añadió Dyan—. Una para Silvania, una para Eleanor… y una para ti. Entrega las dos primeras cuando ya me haya ido. La tuya no puedes abrirla hasta que cumplas veintiocho años. No antes.

Ella quiso preguntar por qué esa edad. Pero no lo hizo. Sabía que la respuesta estaba en la carta.

—Un último consejo —añadió Dyan, poniéndole una mano en el hombro—. Esfuérzate, pero con prudencia. Aprende de los otros magos, porque uno nunca deja de aprender. Y no dejes que te subestimen por tu juventud. Te quiero mucho, mi joven aprendiz.

Entonces se abrazaron. Largo, apretado, sincero. Ella cerró los ojos y dejó que una sola lágrima le escapara por la mejilla, aunque no solía llorar.

Quiso decirle que lo quería como un padre. Que él había sido más que un maestro, que su risa y sus silencios la habían formado más que cualquier libro de hechizos. Pero no se atrevió. No en voz alta. No cuando él parecía tan en paz con irse.

Y lamentó, en silencio, dos cosas:

Que no hubiera sido capaz de decírselo.

Y que su partida sucediera en mitad de la noche, entre rumores funestos y puertas cerradas, cuando el legado de Dyan merecía una fiesta.

El silencio de la Torre de Scabia no era como el de otros lugares. Era denso, casi físico. Como si las piedras mismas contuvieran siglos de pensamientos y memorias. No había viento esa noche, ni estrellas visibles; solo un cielo encapotado, profundamente oscuro, como si el mundo entero se quedara en silencio.

Finia, con la túnica ceremonial aún sobre los hombros, se hallaba sola en el mirador más alto, el que daba al viejo camino que descendía hacia las colinas de Salther y más allá, al mundo.

Desde allí, lo vio.

Dyan Halvest.

No llevaba túnica. No llevaba báculo.

Solo una vara de caminante, de madera común, y una capa de viaje que no decía nada sobre lo que había sido. El símbolo del Archimago ya no estaba en su espalda. Ni en sus pasos. Solo en la memoria de quienes lo habían conocido. Y eso —lo comprendió entonces Finia— también se desvanecería con el tiempo.

Él no miró hacia atrás.

Sus pasos eran firmes, aunque lentos. Ya no tenía discípulos que lo siguieran, ni multitudes que lo aguardaran. Solo la tierra bajo sus pies y el frío de la noche abrazándolo como a un extraño.

Finia apretó los dedos contra la piedra del balcón.

—Así se van los grandes… —susurró—. No con aplausos, sino con sombra.

Sintió el peso del báculo de los Archimagos apoyado junto a ella. Ya no era de él. Ahora era suyo. Y aunque aún no lo entendía del todo, presentía que el báculo era más que poder: era una prueba. Un testigo. Una promesa silenciosa.

Dyan desapareció entre los árboles del sendero como una figura que se funde con el mito. Como un cometa que cae sin hacer ruido.

Y Finia sintió que su interior se estremecía. No solo por la partida, sino por el modo en que sucedía: sin justicia, sin ceremonia, sin la gratitud que merecía.

Quiso correr tras él, gritar su nombre. Decirle que sí, que lo quería como a un padre. Que no debía irse así, sin más.

Pero no lo hizo.

Porque ahora ella era la Archimaga.

Y las Archimagas no lloran desde los balcones.

Solo guardan en silencio lo que no se dice.

Bajó la mirada y se permitió un único gesto de debilidad: colocó la frente sobre el frío mármol, como si la piedra pudiera absorber su pena.

—Perdóname… —dijo, apenas audible— por dejar que te fueras así.

Entonces, desde lo profundo de la Torre, un sonido sutil: el reloj astral marcaba la medianoche.

El tiempo del viejo Archimago había terminado.

Y el de ella, acababa de comenzar.