Capítulo 1: El Extraño de Glavendell

En Glavendell, las cosas raramente cambiaban. El sol salía por la misma loma baja y dorada cada mañana, los perros ladraban a las mismas gallinas escandalosas, y el pan de Melia seguía oliendo igual de dulce aunque dijera, cada semana, que lo estaba haciendo peor. En este pequeño rincón del mundo, los secretos duraban menos que un pan recién salido del horno, y los rumores eran más veloces que los cuervos de monte.

La herrería abría antes que el resto del pueblo despertara. El sonido del martillo de Vern, el herrero, era como el canto del gallo para algunos. Su aprendiz, Toman, de apenas dieciséis años, había aprendido a sudar antes de desayunar. Mientras avivaban las brasas, Toman murmuró sin dejar de observar por la ventana:

—Juro que vi a un forastero anoche. Entró en la casa del jefe. Tenía una capa rara… y caminaba como si tuviera el alma vieja.

Vern gruñó, más por costumbre que por desinterés.

—Forasteros vienen y van, muchacho. Aunque es verdad que hace más de cinco años que no veo uno sin barro hasta las cejas.

En la posada, Lira, la viuda de voz suave y manos trabajadas, terminaba de preparar té de salvia cuando dos viajeros locales lo soltaron en su mesa: “Dicen que el jefe Eunid recibió a un extraño anoche. Que lo hizo pasar a su casa sin preguntar quién era ni de dónde venía.”

—¿Y traía equipaje? —preguntó Velma, la curandera, que pasaba por ahí justo en ese momento, como solía hacer cuando los rumores comenzaban a brotar como setas tras la lluvia.

—Dicen que no. Solo una vara, un morral pequeño, y una mirada que no miraba nada en particular.

Mientras tanto, en la granja más cercana, Fania, la hija de Melia, llegó agitada del molino con la misma noticia.

—Mamá, lo juro, Noa lo vio pasar. Dice que tenía el cabello blanco como la luna y una voz que parecía viento frío.

—¿Y qué hacías hablando con Noa, si dijiste que ibas directo al molino?

Fania bajó la cabeza. La madre alzó una ceja, pero luego volvió a amasar con firmeza. El pan no espera, ni siquiera ante un forastero.

En la biblioteca, Belnisia se quedó con el libro abierto en la misma página durante media hora, pensando en lo poco que sabía sobre visitantes en Glavendell. Su gato, un animal viejo y desaliñado, ronroneaba como si también tuviera preguntas.

En la boca de la mina, Jorvan contaba a sus compañeros lo que había escuchado en la taberna.

—Y les digo algo más: el tipo no parecía campesino. No con esa espalda recta. Yo digo que es noble. O un fugitivo. O las dos cosas.

Y en la casa del jefe de la villa, Eunid, su esposa Anidia y sus tres hijas —Casia, la sensata; Frila, la rebelde; y Cadin, la pequeña que todo lo observa sin hablar—, intentaban continuar con su rutina, pero ni siquiera el desayuno sabía igual con un extraño durmiendo en la habitación de invitados.

—¿Y si es un mago? —susurró Frila.

—¿Y si está herido? —preguntó Casia, preocupada.

—Tiene ojos tristes —dijo Cadin, sin que nadie le preguntara.

Nadie en Glavendell sabía aún por qué había venido aquel hombre, ni cuánto se quedaría, ni qué buscaba. Pero todos coincidían en una cosa: algo en él parecía arrastrar historias más antiguas que las montañas que rodeaban la villa.

Y cuando esa mañana, Dyan Halvest, el extraño de cabellos blancos y mirada insondable, salió de la casa del jefe con paso tranquilo, los ojos de todo el pueblo se clavaron en él desde rendijas, ventanas, puertas apenas entreabiertas. Lo observaban con esa mezcla de miedo y fascinación que solo los pueblos pequeños saben cultivar con maestría.

Así comenzó su historia en Glavendell. No con un trueno, ni con una batalla, sino con pan caliente, cuchicheos y el aroma tibio de una vida que aún no sabía que iba a cambiar.

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Dyan se asomó al umbral de la casa del jefe de la villa, con la mano enguantada descansando sobre el marco de madera tallada. La brisa matutina descendía desde las cumbres aún cubiertas de escarcha, trayendo consigo el olor de los pinos y del humo fresco de los hogares recién encendidos. El viento agitó sus cabellos plateados, lanzando destellos como hilos de luna bajo la luz temprana. A su alrededor, las casas parecían haber brotado del paisaje, de forma irregular y serena, como si el tiempo en Glavendell se hubiese quedado dormido entre sus piedras.

Desde el interior, Eunid, el jefe de la villa, avanzó con paso tranquilo, ajustándose el cinturón de cuero. Era un hombre de hombros anchos y rostro curtido por los años, aunque sus ojos aún guardaban chispa.

—¿Le gusta el pueblo, estimado? —preguntó con voz grave pero amable, deteniéndose frente a él.

—Probablemente no me recuerde —respondió Dyan, con una leve inclinación de cabeza—. Vine hace muchos años con mi maestro.

Eunid alzó una ceja, buscando en su memoria.

—¿Su maestro?

—El Archimago de la Torre de Scabia…

Los ojos del jefe se iluminaron.

—Ah… el viejo Edictus. —Soltó una carcajada breve—. Ahora que lo dice, la última vez estuvo aquí con un niño. No me diga que ese muchachito…

—Sí. Ese niño era yo.

Eunid rio más fuerte esta vez, dándose una palmada en el muslo.

—¡Por todos los cielos! Cómo pasan los años. ¿Y cómo está ese viejo testarudo?

Dyan bajó apenas la mirada. La mención de su maestro le provocaba un dolor que el tiempo no había conseguido suavizar.

—Falleció hace casi diez años —dijo, sin adornos.

La sonrisa de Eunid se desvaneció de inmediato. Apretó los labios, sacudiendo la cabeza con pesar.

—Con razón nunca volvió… ¿Quizás…?

Sin decir más, el anciano se giró y desapareció en una habitación del fondo, murmurando algo para sí. Mientras tanto, la vida dentro de la casa seguía con su ritmo cálido y doméstico. La esposa de Eunid, Anidia, organizaba la mesa con la eficiencia amable de quien ha hecho lo mismo durante décadas. Las hijas se movían por la cocina, llenando el aire con risas, el crujir de cestas con pan recién horneado, y el chisporroteo de huevos en la sartén.

Cadin, la más pequeña, revoloteaba con una cuchara de madera en alto como si fuera un estandarte de guerra. Al ver al extraño detenido en la puerta, con la mirada clavada en los tablones del suelo, se acercó con curiosidad infantil y sin una pizca de timidez. Le tiró suavemente del pantalón.

—Señor… —dijo con voz menuda—. No esté triste. Cadin también se pone así cuando tiene habre.

Dyan parpadeó, y una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro. Se agachó para quedar a su altura.

—Solo recordaba a un amigo. ¿Tienes amigos?

—Cadin tiene muchos amigos. Rett y Noa, y… Rett otra vez y… Noa. Y mis hermanas —respondió sin dudar, luego le tomó la mano con la naturalidad de quien no conoce la desconfianza—. Comer hace feliz a Cadin.

Dyan se dejó guiar por ella hacia la mesa, como si con ese simple gesto su peso invisible se aligerara un poco.

Anidia, que debía rondar su misma edad pero cuya vitalidad parecía eterna, le señaló una silla.

—Eunid me dijo que venía de la capital. ¿Qué hace un joven como usted tan lejos de todo?

Dyan se acomodó con cierta torpeza, y Cadin le entregó su cuchara con gesto triunfal. Él la aceptó con una leve reverencia, y le acarició la cabeza con gratitud. La niña sonrió como si hubiera completado una gran misión.

—Planeo quedarme en este pueblo —dijo al fin—. Tal vez, incluso pasar mis últimos días aquí.

—¿Sus últimos días? —replicó Casia, la hija mayor, que escuchaba desde la cocina con un cucharón en mano—. Se ve demasiado joven para pensar en retirarse.

—Casia, por favor —le reprendió su madre, con una mirada que podría haber congelado un río. Luego la señaló con un cuchillo de cocina—. Ve a revisar el pan antes de que se queme. Y tú, Frila, ayúdala.

Las muchachas refunfuñaron, pero obedecieron.

Dyan observó la escena con una mezcla de desconcierto y afecto. Había algo en la manera en que esta familia se entrelazaba en sus gestos cotidianos que lo desarmaba por completo.

—No me molesta. Al contrario, agradezco su hospitalidad —dijo, mirando de reojo a Cadin, que seguía pegada a él como si ya fuera su guardián personal.

—¿Dijo que era mago? —se le escapó a Casia desde la otra habitación, sin el menor intento de disimulo.

—¡Casia! —estalló Anidia, levantando el cuchillo de nuevo—. Deja de interrumpir, chismosa. Prepara los huevos de una vez o te los haré tragar crudos.

Dyan rio, esta vez con sinceridad. La calidez de ese hogar comenzaba a colarse en las grietas de su armadura invisible.

—Los magos solemos vernos más jóvenes de lo que realmente somos —explicó, y luego añadió—: De hecho, pronto cumpliré treinta y ocho años.

Anidia soltó una exclamación, cubriéndose la boca con los dedos enharinados.

—¡Por todos los dioses! Tiene mi edad. ¿No está bromeando, verdad?

Dyan sonrió, un poco incómodo, ocultando su vergüenza bajo una máscara de serenidad.

—Para nada. Es un efecto secundario de ascender en los caminos de la magia.

—Qué envidia. —dijo Anidia con una sonrisa ladina, mientras se dirigía a la cocina. Tomó una sartén con soltura. —¿Le gusta el tocino?

—Sí, por supuesto. Me encanta. —respondió Dyan, aunque no lo comía desde sus días de aprendiz. En la Torre, las cecinas eran mal vistas por los estudiosos más puristas. Aun así, no había olvidado la crocancia ni el aroma ahumado de un buen tocino chisporroteando en la sartén.

Anidia asintió satisfecha y colocó con destreza varias lonchas sobre la sartén caliente. Un crepitar alegre comenzó a llenar la cocina. El aroma comenzó a envolver el ambiente con promesas de calor y sustancia. Mientras tanto, las hijas de la casa revolvían huevos, tostaban pan sobre una parrilla de barro y calentaban leche recién ordeñada, que Eunid había ido a buscar al amanecer a la granja de Melia. El bullicio doméstico tenía un ritmo armonioso, como si cada miembro de la familia conociera su parte en una coreografía bien ensayada.

Frila, con un gesto tímido, le entregó a la pequeña Cadin un pocillo de mantequilla fresca. Cadin lo sostuvo con ambas manos, como si llevara una joya sagrada, y se encaminó con pasos lentos y concentrados hacia la mesa. Su lengua asomaba ligeramente entre los labios, y sus ojos estaban fijos en el borde del pocillo.

Fue entonces cuando Eunid regresó de su habitación con una llave antigua en la mano, que agitó en el aire como un estandarte.

—¡Estimado, mira lo que encontré! —exclamó con una sonrisa ancha. Se acercó a la cabecera de la mesa y dejó caer la llave sobre la madera con un sonido hueco.

—El viejo Edictus, la última vez que vino, encargó la construcción de una casa en las afueras. Dijo que quería un lugar tranquilo para retirarse. Pero de pronto, dejó de enviar dinero para terminarla… supongo que fue por su muerte.

Dyan lo observó, sorprendido. No recordaba que su maestro hubiera tenido tales planes, y mucho menos que su primer viaje a la villa tuviera ese propósito.

—No tenía idea de que había dejado algo pendiente aquí. Si lo hubiera sabido, me habría hecho cargo.

—La construcción se detuvo, claro, pero quedó bastante avanzada. —Eunid lanzó la llave con un gesto ágil desde su asiento, procurando que Anidia no lo viera—. Estoy seguro de que él hubiera querido que tú la ocuparas. Era un hombre reservado, pero generoso con pueblos pequeños como el nuestro. La casa ha sufrido por el abandono, pero… tiene carácter. Y tú pareces alguien que sabe qué hacer con los lugares olvidados.

Dyan atrapó la llave al vuelo, aún incrédulo. Era pesada, forjada en hierro ennegrecido por el tiempo, con la forma en espiral de una antigua marca arcana en la empuñadura.

Anidia cruzó la cocina justo entonces, con una canasta colmada de barras de pan recién horneado. El aroma cálido del trigo invadió la estancia como una ola reconfortante. Tras ella, Frila dejó una bandeja con pan tostado cerca de Dyan, intentando no cruzar su mirada, aunque el rubor en sus mejillas la delataba.

—Es una casa peculiar. —dijo Anidia, deteniéndose junto a la mesa con una expresión pensativa—. Ahora que sé que era para un mago, todo cobra sentido… esas ventanas extrañas, los cimientos marcados con símbolos. No era como las casas normales de la villa.

Dyan guardó la llave con cuidado en el bolsillo interno de su chaquetilla. Por un instante, el gesto casi le pareció ceremonial. Su maestro, incluso en la muerte, seguía tejiendo hilos en su destino. Aquel eco de voluntad compartida lo conmovió más de lo que habría admitido.

—Muchas gracias. Es una gentileza que prometo devolver de algún modo.

—No te preocupes, muchacho. —respondió Eunid, acariciando su espesa barba con la mano callosa—. Es lo que ese viejo terco hubiera querido. De algún modo, me lo recuerdas… esa misma mirada cansada, pero decidida. Él también llegó con nieve en las botas y un cielo en la cabeza.

Una risa suave recorrió la mesa, seguida por el canto de la sartén, que avisaba que el desayuno estaba por comenzar.

El desayuno se convirtió en un pequeño festival de aromas y sonidos hogareños. El chisporroteo del tocino en la sartén era acompañado por el crujir del pan tostado, el gorgoteo de la leche al hervir, y las risas ligeras de Cadin, que intentaba contar una historia incoherente sobre un ratón que vivía dentro de una taza. Frila la escuchaba con paciencia, asintiendo y agregando detalles que hacían reír incluso a Anidia, que mantenía el gesto firme de madre atareada.

Dyan se sentó en la mesa aún sorprendido de cuánto calor humano podía emanar de una simple cocina de pueblo. Observaba a cada una de las niñas en su labor: Cadin con la boca llena, contando algo con los labios cubiertos de miga; Frila sirviendo las salchichas con cuidado, sin levantar nunca la vista hacia él; y la mayor, Casia, recogiendo tazas vacías con rapidez, mientras Anidia vigilaba todo desde el centro, como el sol que marca el ritmo de un pequeño sistema familiar.

Eunid, por su parte, se dedicaba a llenar su plato como si no hubiera comido en días, y soltaba comentarios entre mordiscos y sorbos de leche caliente.

—¿Recuerdas cuando tu maestro cruzó el umbral de la casa ese invierno y se resbaló con hielo en el umbral? ¡Se enojó tanto que fundió la nieve de todo el camino con un hechizo! —Rio.

Las niñas soltaron una carcajada al unísono, incluso Frila esbozó una sonrisa tímida sin alzar la vista.

Dyan no pudo evitar sonreír también. No recordaba esa escena, pero podía imaginarla con claridad. Lo conmovía ver cómo su maestro era parte de la historia de aquella casa, de aquella familia. En vida había sido severo, sabio, a veces frío… pero aquí, su figura se mezclaba con anécdotas cálidas y recuerdos llenos de humanidad.

Mientras sostenía su taza de loza áspera entre las manos, Dyan se permitió algo peligroso: desear. Desear pertenecer.

Esa mesa llena de voces, de migas, de calor… le recordaba todo lo que nunca tuvo. Su niñez había transcurrido en los pasillos silenciosos de la Torre, con las palabras pesadas de los libros y la soledad como única compañía. Había aprendido a no necesitar, a no buscar más que conocimiento y dominio sobre la magia. Pero en ese instante, con el sol filtrándose por la ventana y el aroma del desayuno impregnando cada rincón, comprendió algo que los años de estudio no le habían enseñado: que el alma también tenía hambre.

Quizá, pensó, habría sido bueno tener una familia. Una esposa amable que horneara pan por las mañanas. Una hija risueña que contara cuentos absurdos y le trajera mantequilla con ambas manos como si le ofreciera un tesoro. Una casa con risas y pasos descalzos, no solo con estanterías polvorientas.

La imagen de Eleanor cruzó su mente como una ráfaga. Su rostro pálido, su voz siempre al borde del reproche, su andar elegante por los pasillos del palacio. Una parte de él la había amado. Otra parte nunca logró comprenderla del todo. Ella no habría encajado en una mesa como esta. Y él… tal vez tampoco. Pero en ese momento deseó, profundamente, que eso no fuera verdad.

—¿Más leche, maestro Dyan? —preguntó Casia, con su taza ya vacía en la mano, mirándolo con sus ojos enormes.

—Sí, por favor. —respondió él, con una sonrisa que le salió más natural de lo que habría esperado.

El desayuno terminó entre comentarios sobre el clima, la cosecha de coles que no prosperaba, y las noticias que traían los comerciantes del paso. Finalmente, Eunid se limpió las manos en una servilleta, se puso de pie y se estiró, como si diera por concluida una ceremonia sagrada.

—Bien. Es hora de mostrarte tu nueva morada. —dijo con voz grave y tranquila—. Frila, acompáñalo. Conoces bien el camino. Muéstrale la casa de Edictus y asegúrate de que entre por la entrada principal, la trasera está cubierta de ortigas otra vez.

Frila levantó la vista por fin, sorprendida, y asintió con rapidez, aunque evitó mirarlo directamente.

—Sí, padre. Lo llevaré.

—Buena chica. —murmuró Eunid, y luego miró a Dyan con una media sonrisa—. Te dejo en buenas manos. Frila tiene mejor memoria que yo para los recovecos de esa casa.

Dyan se levantó, agradeciendo en silencio. Frila ya esperaba cerca de la puerta, con un chal doblado sobre los brazos. Él la siguió, mientras la casa quedaba detrás con su aroma a pan, su rastro de voces, y el calor, ese calor extraño que aún sentía en el pecho, como si una chispa hubiera encendido algo dormido mucho tiempo atrás.

 

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Apenas la puerta se cerró tras Dyan y Frila, Casia recogió el último pocillo de la mesa con una velocidad que dejaba ver sus verdaderas intenciones. Echó un vistazo a su padre —aún absorto en la tarea de remover las cenizas de la chimenea—, a su madre —ocupada fregando las sartenes—, y sin más, salió con pasos ligeros por la puerta trasera de la casa.

Tomó un atajo por entre los corrales, esquivó a un par de gallinas escandalosas y cruzó el huerto que separaba su casa de la granja de Mila. Golpeó dos veces la puerta trasera y la abrió sin esperar respuesta.

—¡Fania! —susurró en voz alta—. ¡Tienes que oír esto!

Fania apareció desde la cocina con un trapo aún en la mano, cubierta de harina hasta la nariz.

—¿Qué hiciste ahora?

—¡Nada! No soy yo. Es él. —Casia cerró la puerta tras ella y se dejó caer en el banco junto a la mesa.

—Llegó esta mañana. Vino con la niebla y solamente un bolso de tela y su elegancia. ¡Es un mago!

Fania entrecerró los ojos.

—¿Un mago? ¿Aquí? ¿No será otro herbolario disfrazado?

—¡No! ¡Es de verdad! Padre lo conocía de antes, lo trató como a un huésped importante. Es alto, tiene una voz como de cuento y... —se acercó un poco más— ¡tiene el cabello plateado! Largo. Como agua de luna.

Fania soltó una carcajada.

—¡Casia! ¿Estás segura de que no era un espíritu del bosque?

—¡Te juro que no! Y Frila está llevándolo ahora a la vieja casa de Edictus. Dicen que era para él, que el viejo mago la mandó a construir antes de morir. Imagínate.

Fania se sentó frente a ella, los ojos brillándole con picardía.

—Un mago apuesto, misterioso y con casa propia… ¿Estás segura de que Frila no se va a enamorar en el camino?

—Frila no lo ha mirado ni una vez —dijo Casia, riéndose también—. Aunque yo sí lo hice. Bastante.

Ambas rieron, como si compartieran el mejor secreto del mundo. En un pueblo donde las noticias solían ser sobre nacimientos, cosechas o gallinas desaparecidas, la llegada de un mago desde la capital era una sacudida al alma tranquila de Glavendell.

—Lo único malo es que seguro no se queda mucho —dijo Fania, bajando un poco la voz.

Casia se encogió de hombros, aunque su mirada se desvió hacia la ventana.

—Quizá sí. Padre le dio la llave de esa casa y mamá sacó la vajilla de visitas. ¿Tú sabes lo que eso significa?

—Que le gustó. Y que madre Anidia quiere vigilarlo de cerca.

Se rieron otra vez, aún más fuerte.

Y por primera vez en semanas, ambas chicas sintieron que el día les traía algo nuevo, algo distinto, algo con posibilidades. Porque los magos de la capital no llegaban por casualidad, y menos aún a un lugar tan olvidado como Glavendell.

 

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El camino hacia la casa de Edictus serpenteaba entre praderas húmedas por el rocío de la mañana y viejos senderos de tierra que solo los pies de los aldeanos conocían bien. Frila caminaba un par de pasos por delante de Dyan, en un silencio que no era incómodo, pero sí tenso.

Cada vez que lo miraba de reojo, sus mejillas se teñían de un rojo evidente, como si la sola presencia del mago la desnudara emocionalmente. Y cada vez que eso pasaba, fingía estar concentrada en el camino o en alguna rama que apartaba con la mano.

Dyan, percibiéndolo, decidió hablar con suavidad.

—En la capital, las mañanas no huelen así. —Dijo, sin dejar de mirar el cielo abierto sobre el campo—. El aire suele ser más seco, cargado de polvo y humo. Los carruajes no paran nunca y las calles no duermen.

Frila lo miró esta vez sin esconderse tanto.

—¿Y le gusta más allá o aquí?

—Allá hay muchas cosas útiles, y muchas personas sabias… pero aquí hay espacio para respirar. —Sonrió, apenas.

Ella asintió, bajando la mirada.

—Mi madre dice que usted tiene su edad. —Lo miró directamente ahora, con una mezcla de incredulidad y curiosidad—. Pero… no lo parece. Se ve… joven.

Dyan rió por lo bajo.

—Es cierto. Tengo más años de los que parezco. Los magos no envejecemos como los demás. No de forma visible. Pero es una trampa, ¿sabes? No debes confiar en la apariencia de un mago.

—Eso… es difícil —murmuró ella, volviendo a mirar hacia el sendero—. Uno… se encandila.

Él no respondió, y Frila agradeció que no lo hiciera. El silencio que siguió no fue tenso esta vez, sino sereno, como una pequeña tregua en la tormenta adolescente de emociones que llevaba dentro.

Pasaron junto al viejo sauce que marcaba el límite de la villa, y el sendero se estrechó mientras descendían hacia la ribera del río. Al fondo, oculta entre los árboles y abrazada por la vegetación salvaje, se alzaba la casa.

Era una construcción grande, más de lo que Dyan había imaginado. Tenía dos pisos y un subterráneo de piedra oscura, cuya entrada apenas se veía bajo un entramado de zarzas. Parte del primer piso estaba intacto, con paredes firmes de madera envejecida, pero otra sección se encontraba a medio construir: columnas sin techo, habitaciones abiertas al cielo, vigas que crujían con el viento.

El segundo piso era aún más precario. Paredes incompletas, ventanas sin marco, y tejas caídas cubrían el suelo del jardín posterior. Enredaderas vigorosas trepaban por los muros, abrazando la casa como un recuerdo que no quería soltarla. Las zarzamoras se habían apoderado de la entrada principal, como si la protegieran de cualquiera que no fuera su verdadero dueño.

Frila se detuvo justo antes del portón desvencijado.

—Aquí es. A veces los niños del pueblo se atreven a entrar y contar historias de fantasmas… —Sonrió, pero no se atrevió a mirar a Dyan esta vez—. Pero yo siempre supe que era especial.

Dyan caminó hasta el umbral, observando la estructura con ojos atentos. No solo veía ruinas. Veía los trazos de su maestro, los cimientos de un sueño inconcluso… y, quizás, un refugio que aún podía reclamar.

—Lo es —murmuró—. Es un buen lugar para comenzar de nuevo.

Frila se quedó en silencio unos segundos, observándolo de perfil, como si grabara ese instante en su memoria. Luego, con voz tímida, dijo:

—Si necesita ayuda para limpiarla… puedo venir con mis hermanas. O sola. Si prefiere.

Dyan la miró, con amabilidad pero sin promesas.

—Gracias, Frila. Quizá lo necesite.

Y así, bajo el cielo claro y el rumor lejano del río, comenzaron los primeros pasos hacia lo que sería su nuevo hogar… y quizá, un nuevo comienzo.