Carta 7: de Finia a Dyan

Desde la Torre de Scabia

A la atención de Dyan Halvest, forastero de Glavendell

Sellada con cera blanca y el sigilo del Archimago

Querido maestro:

He leído tu carta en la soledad de la cámara alta, en una noche en que el viento rasgaba las cortinas como si quisiera entrar y escuchar tus palabras conmigo. La reconocí por tu letra, por su calma, por la pausa entre las frases. Me tomé el tiempo de leerla dos veces antes de decidir responderla. La primera vez lloré. La segunda… también, aunque menos.

Decir que tu ausencia se nota en cada piedra de esta torre sería quedarme corta. La luz cambió cuando partiste, y no solo en las lámparas. Los pasillos siguen llenos de magia, sí, pero no de presencia. El Consejo Interior, al confirmarme como Archimaga, fue ceremonial, seco. Ninguno se atrevió a decir lo que tú dijiste con una piedra y una carta. Gracias por ese gesto. La tengo en mi escritorio. A veces, la sostengo como si pudiera responderme.

El nuevo título me queda grande algunos días, como un manto heredado de alguien más alto, más sabio. Y sin embargo, lo uso. Lo habito. Porque tú me enseñaste que a veces el poder es solo una promesa sostenida con las manos temblorosas. Estoy aprendiendo a que no me tiemblen tanto.

La Torre sigue girando, como siempre. Pero sin ti, hay más ecos que voces. Las decisiones que antes se apoyaban en tu mirada ahora caen sobre la mía, y hay días en que siento que no basta. He intentado mantener las enseñanzas, las tuyas, incluso cuando otros susurran que la nueva Archimaga es joven, sentimental, poco ortodoxa. Lo ignoro. Aprendí de ti que la ortodoxia sin compasión es solo arrogancia con túnica.

Ahora… déjame contarte lo que no te dije la noche en que partiste. Lo que quise decirte cuando te vi por última vez, de pie en el umbral de mi sala, con el rostro aún marcado por la humillación que Eleanor te infligió. Tú te fuiste en silencio. Yo me quedé también en silencio, por cobardía. Pero no más.

Yo vi. Vi la forma en que ella te rompió. Vi tu dignidad hecha trizas esa noche en la sala de la Torre, cuando intentaste defender lo que creías justo. Vi también cómo nadie te sostuvo, ni siquiera yo. Y por eso, maestro, te pido perdón. No por ella. Por mí.

Te fallé en esa hora. Debería haberte seguido hasta la puerta, al menos decirte que no estabas solo. Que para mí, sigues siendo el hombre que nos enseñó a ver el tejido de la realidad como algo más que hilos y fórmulas. El que nos enseñó que la magia también puede sanar.

No creas, sin embargo, que estoy anclada al pasado. No del todo. Sé que elegiste irte no por derrota, sino por preservación. Glavendell suena como un buen lugar para respirar, para reconstruir, como dices. Me alivia imaginarte ahí, lejos del veneno palaciego, caminando entre ruinas que aún pueden ser hogar.

Si algún día la casa de Edictus necesita una runa de protección o un encantamiento de firmeza, mándame una señal. Me haría bien ayudarte, aunque sea desde la distancia. Y si en algún momento decides volver, aunque solo sea a tomar té en el jardín de la torre —que ahora cuido yo—, encontrarás una silla esperándote. Y no será cortesía: será necesidad. Tu voz aún me guía. A veces más que la mía propia.

Gracias por no cerrarte. Por seguir escribiendo. Por seguir siendo mi maestro, incluso cuando ya no estás aquí.

Con gratitud eterna,

Finia

Archimaga de la Torre de Scabia

—que aún cree que la bondad es una forma de hechizo—