Capítulo 3: La sala vacía

Palacio de Willfrost

El crepitar del fuego en la gran chimenea del ala este no era suficiente para disolver el frío que se aferraba a las paredes. No el frío del invierno —que todavía no llegaba—, sino uno más silencioso, más íntimo. Como el que deja un cuerpo ausente en una silla demasiado conocida.

Eleanor estaba sola.

No era raro. La sala de mapas solía estar llena de cortesanos, de estrategas, de diplomáticos fingiendo acuerdos. Pero esa mañana había dado la orden de que nadie se acercara. Nadie. Ni sirvientes, ni consejeros, ni siquiera la vieja Meliora, que solía desobedecer todas las órdenes excepto esa.

La carta temblaba ligeramente en sus dedos. No por el frío. No por miedo.

Por la maldita mezcla de orgullo herido y arrepentimiento que le carcomía el pecho como una plaga silenciosa.

La había encontrado esa mañana, al fin, sobre el escritorio que Dyan había ocupado durante casi una década. Nadie se había atrevido a tocarlo desde que se fue. Ni siquiera ella.

Sus ojos volvieron al primer párrafo.

"Mi dolor es como un lago profundo y calmo, aunque a veces oscuro, lo reconozco. El tuyo, en cambio, siempre fue un fuego ardiente…"

—Cobarde… —murmuró, pero su voz se quebró, más herida que furiosa.

La carta continuaba, cada palabra como una daga pulida y afilada. No por crueldad, sino por honestidad. Y eso era peor. Eleanor sabía reconocer la verdad cuando la leía, incluso cuando desearía arrancarla con las uñas de la página.

Volvió a leer la posdata. Por cuarta vez.

"He dejado algunos proyectos inconclusos... Ojalá tu enojo no te impida ver su valor."

—¿Enojo? ¿Eso cree que es todo lo que siento? —se puso de pie bruscamente, la túnica real cayendo con elegancia feroz sobre su figura. Caminó hasta la ventana que daba al patio alto del palacio. Allí donde Dyan solía detenerse antes de entrar, como si necesitara respirar antes de verla.

Lo había echado.

No: lo había gritado, descompuesta por una mezcla de rabia, miedo y traición.

Sus palabras aún resonaban como una condena:

"¡Si no estás dispuesto a quedarte, entonces márchate! ¡Guardias, sáquenlo de mi vista!"

No hubo despedida. No hubo abrazo.

Solo la imagen de él de espaldas, caminando entre columnas escoltado como un criminal.

Ni siquiera se atrevió a mirarla una última vez.

—¿Qué esperabas, Dyan? —le preguntó ahora al viento.

Pero la respuesta estaba escrita con pulso firme:

"Fuiste mi luz durante muchos años."

Eleanor se dejó caer en el sillón frente a la chimenea, con la carta en el regazo. Por un momento, no fue la reina de Willfrost. Ni la heredera de una dinastía que no sabía amar. Ni la mujer de hielo que tantos temían.

Solo fue Eleanor.

Una mujer que no supo cómo retener al único hombre que la miraba sin pedir nada a cambio.

Y por primera vez en mucho tiempo, lloró.

Lloró en silencio, como lo hacen los que llevan una corona incluso en la tristeza.

No por él, no solamente.

Lloró por lo que fueron, por lo que pudieron ser. Por las palabras que no dijo.

Y por las que sí.

Al día siguiente, la reina emprendió el camino hacia su despacho con el peso de la carta de Dyan clavado en el pecho. Su ausencia había dejado un hueco que dolía en cada paso. Dos semanas, pensó, pueden ser poco tiempo para algunas cosas, pero para las importantes se sienten como eternidades, en especial cuando la razón duele como una espina clavada en el corazón. Lo peor era saber que ninguno de sus deberes le permitía detenerse a curar la herida; en lugar de eso, debía seguir adelante con ella abierta, fingiendo que todo estaba bajo control.

Cada anochecer, al terminar los oficios, Eleanor se encontraba sola —ya no tenía a su consejero a quien consultar, ni a quien confiar sus dudas. Y cada mañana, la urgencia de los asuntos reales la obligaba a vestirse y salir sin tregua. La carta de Dyan le había reprochado de un modo que no buscaba herirla, pero cada palabra había calado profundo: “Fuiste mi luz durante muchos años…”. Ella, que lo había arrojado fuera del palacio con gritos, lo había nombrado traidor sin atreverse a mostrar su propia pena. Ahora, cada frase del mago resonaba con precisión dolorosa en su mente.

Frente al vetusto portón de roble que abría al corredor del ala este, Sir Armand Levet aguardaba con la impecable rigidez de un pilar de mármol. Incluso la armadura que llevaba puesta parecía haber absorbido su tensión.

Eleanor suspiró y lo hizo pasar con un gesto frío. Sabía que, para él, su despacho empezaba a ser más templo que hogar.

—Majestad. —Armand se cuadró y bajó la mirada por un instante, respetuoso—. Buen día.

—¿Y tú? ¿No deberías estar eligiendo ya al delegado que irá a sofocar la revuelta? —respondió ella con brusquedad, mientras avanzaban por el salón adornado con estandartes familiares—. A menos que prefieras conocer de primera mano el tema que tengo en mente.

Armand ladeó la cabeza, recuperando el aplomo.

—Ya he nombrado a un capitán competente. Ha partido esta madrugada con un pequeño escuadrón, en caso de que las negociaciones fracasen y sea necesaria una muestra de fuerza.

Eleanor cruzó el umbral de su despacho, donde las mesas se apiñaban bajo montañas de pergaminos y libros abiertos. Todo conservaba el olor a cera derretida y tinta fresca, como si aguardara sus órdenes.

Se detuvo junto a la ventana que daba al jardín interior, donde las criadas barrían los senderos y un grupo de guardias patrullaba despacio, en medio del aire tibio de la mañana. Desde allí, ella podía ver incluso las rejas altas del palacio: un recordatorio de sus límites, o quizá, de su celda dorada.

Se volvió hacia Armand sin apartar la vista del paisaje.

—¿Qué piensas que ocurrirá si esos hombres son ajusticiados? —preguntó, sin mirar sus documentos—. Por cada perdón que niegues, habrá una familia que guarde rencor a la corona. ¿Cómo podré seguir siendo Eleanor “La Bondadosa” si empiezo a borrar a mis propios súbditos?

Armand apretó los labios. Sabía que la reina hablaba desde un lugar ancestral en su corazón, pero su deber le pesaba igual que a ella.

—Sabias palabras, mi reina —respondió con sinceridad—. Quizá haya un modo más conciliador, aunque…

—No busco diplomacia —interrumpió ella, volviendo su mirada sobre la mesa atestada de papeles—. Busco justicia, justicia con mesura.

El guerrero asintió y esperó, dándole espacio para que decidiera. Finalmente, ella se sentó tras el escritorio, apenas dejando ver el rostro entre montones de pergaminos.

—Hay otros asuntos postergados durante estas últimas semanas. —Dijo por fin.

—Lo sé, Majestad. Tendré presentes sus prioridades al regresar a los Consejos. —Armand se inclinó levemente, atento.

—Envía una misiva a la nueva Archimaga —ordenó—. Necesito que preste algunos de sus magos para supervisar las obras que “el traidor” dejó planificadas: prioriza los puentes, los acueductos y el drenaje de la ciudad. No quiero más excusas.

Armand permaneció en silencio un instante, con la convicción y el disgusto mezclados en el rostro.

—Majestad… ¿está segura de seguir al pie de la letra los planes de nuestro exconsejero?

Eleanor alzó una ceja, agitando la pluma con un leve movimiento.

—No tengo otra opción. El plan es sensato, y reformularlo todo sería absurdo. Si tienes una alternativa mejor, te escucho.

—Podríamos encargar un nuevo proyecto al gremio de constructores —sugirió Armand con delicadeza—. Tal vez ellos tengan soluciones más prácticas que un mago.

Ella asintió sin mirarlo.

—Bien. Prográmalos para mañana. Quiero un plan detallado. No quiero postergarlo más. ¿Y qué más?

—Hay información de la frontera con Chinsonita —dijo Armand con gesto adusto—. Han atacado varios puestos avanzados. No hay grandes bajas aún, pero se vuelven más osados. Además… nuestros espías afirman que los rumores de la partida de Dyan llegaron a oídos chinsonitas. Lo ven como un signo de debilidad.

Eleanor apretó el mango de su pluma con tal fuerza que las venas se le marcaron en la mano. El odio burbujeó en su pecho, un merengue amargo que deseaba romper cualquier cáscara en su camino. Quiso acusar al mago de haber contaminado la reputación del reino, de haber dejado un legado incompleto y peligroso. Pero respiró hondo, recordando que debía aparentar aplomo.

—Ve tú mismo —dijo con voz firme—. Lleva a la mitad del ejército. Y pide a la Archimaga que nos envíe a alguien de su confianza. Que vayan ellos a mostrar ese valor del que tanto alardean. Si ella misma pudiera presentarse en la frontera, mejor aún.

Armand golpeó las grebas con un chasquido metálico, como una promesa.

—Será hecho, Majestad.

Eleanor levantó la mano en signo de despedida.

Cuando Armand salió del despacho y cerró la puerta con sigilo, la reina sintió un peso terrible extenderse por sus hombros. La corona dolía más que nunca. Quiso borrar todo lo que Dyan había construido, como si quitar su nombre de los pergaminos bastara para arrancar de raíz sus actos. Sin embargo, sabía que muchas de esas mejoras eran ahora esenciales: lo que él había erigido para el bien del reino, ella debía continuarlo aunque le corroyera la rabia.

Miró los documentos dispersos y decidió que era hora de un desahogo más visceral. Tomó una hoja en blanco y hundió la pluma en la tinta, con movimientos decididos, casi furiosos. Sus líneas fueron surcando el pergamino con trazos angulosos, cada letra llena de resentimiento y quebranto:

Dyan,

Tus palabras, tan suaves en apariencia, no han hecho más que avivar mi furia: “¿Deseabas un abrazo? ¿Una última palabra amable?” No te debo ningún consuelo.

Despreciaste tu juramento. Dejaste mi lado en un instante de cobardía disfrazada de búsqueda de felicidad. Me lanzaste a la soledad, a la ingratitud de una corona sin consejero.

No te pido que regreses. Has demostrado tu intención cuando marchaste sin mirar atrás. Ahora pago las consecuencias de tu vacío con decisiones amargas.

Si piensas escribir otra vez, recuerda que cada palabra tuya será leída con el filo de mi desprecio. He sido “tu luz”, dices, y yo, por tonta, creí en tu fe.

No, Dyan. No creo en la bondad de quien huye. Y tu traición será recordada cuando tus planes fallen, cuando el pueblo sufra por falta de uno que pudo haber permanecido.

Ya no soy la reina que actúa con piedad. Hasta que mi espíritu se libere de tu sombra, gobernaré con mano de hierro.

Eleanor, Reina de Willfrost

La tinta aún húmeda tembló sobre la hoja cuando dejó caer la pluma. Al terminar, sintió que una parte de ese veneno interior se disipaba. No era alivio, sino algo más cercano al deber: el acto de escribir había sido un exorcismo de rabia. Y, paradójicamente, se sintió —por primera vez en esas dos semanas— un poco más ligera.

El sol de la tarde teñía de ámbar las vidrieras altas del despacho real, proyectando sombras largas sobre los anaqueles y los retratos de antiguos monarcas. Eleanor seguía allí, aferrada a su trabajo como un náufrago a una tabla. Revisaba, firmaba, corregía, ordenaba. A veces, ni siquiera leía, tan automático era el peso de la rutina. La corona podía ser de oro, pero sus días estaban hechos de plomo.

La puerta se abrió suavemente. Silvania entró sin anunciarse, como solo una madre puede hacerlo en el dominio de una hija. Llevaba un vestido de terciopelo gris oscuro y una expresión imperturbable. Su andar era sereno, pero cargado de intención.

Eleanor no levantó la vista. —No tengo tiempo para visitas.

—No vengo por cortesía, querida —respondió Silvania con la calma de quien ha cruzado ya demasiadas tormentas—. El Witan me ha escrito. Quieren que te recuerde —otra vez— la necesidad de elegir un consorte.

Eleanor suspiró, exasperada. Se frotó las sienes, como si la sola mención del consejo de barones le provocara migraña. —Ya les di mi respuesta.

—Lo sé. Y ellos también. Pero una negativa no detiene una maquinaria que lleva siglos en marcha. Insisten, y con razón. Tu linaje depende de ello.

—¿Mi linaje o su comodidad?

Silvania se acercó al escritorio con pasos medidos. Sus ojos barrieron los papeles, los mapas, los pergaminos con los sellos aún húmedos. Luego se detuvo en una hoja aparte, con tinta aún brillante en ciertos trazos, y una rabia apenas contenida en cada palabra.

—¿Y esto? —preguntó, sin tocar la carta—. Dijiste que jamás le escribirías.

Eleanor endureció el rostro. —No iba a hacerlo. No sé por qué lo hice. No la he enviado.

—Pero la escribiste. ¿Desde cuándo haces cosas que no estás dispuesta a asumir?

La Reina se echó hacia atrás en su silla, cruzando los brazos. —Desde que no puedo hablar con nadie sin que me devuelvan mis palabras como si fueran cuchillos.

Silvania se mantuvo en silencio unos segundos. Su mirada se ablandó, pero su voz se mantuvo firme. —Estás gobernando desde el orgullo. No desde el deber.

—¿Y qué sugieres? ¿Que lo llame de vuelta? ¿Que le pida perdón? ¿Que haga como si no hubiera desobedecido mis órdenes?

—Sugiero que recuerdes que el reino necesita más que decisiones motivadas por heridas personales. Y tú necesitas más que este aislamiento. El Witan no solo pide un consorte para tener herederos, Eleanor. Pide que construyas algo, que sigas adelante. Y además... —El silencio fue breve, pero cargado— necesitas un consejero nuevo.

Eleanor apretó los labios, enojada consigo misma por no haber escondido mejor la carta. —Ya lo sé. Estoy pensando en eso.

—No lo pienses demasiado. El vacío no es neutral. Lo que no ocupes tú, lo ocupará alguien más. A veces el silencio también conspira.

La Reina se incorporó, dejando la carta sobre el escritorio, como si su peso le ardiera en las manos. —¿Y si no confío en nadie?

—Entonces delega en alguien a quien sí puedan temer —respondió Silvania, con una mirada que brillaba de severidad y compasión a la vez—. No tienes que amar a tu consejero. Solo necesitas que haga el trabajo que tú no puedes hacer sola.

Eleanor miró por la ventana. El cielo comenzaba a teñirse de un gris pálido, y la brisa movía las ramas de los árboles del jardín como si todo el mundo siguiera adelante sin ella.

—Haré lo que deba hacer —dijo, al fin—. Pero no por el Witan. Ni por Dyan. Sino por el reino. Y por mí.

Silvania asintió, satisfecha, aunque sabía que esa promesa aún no tenía forma concreta. Pero era un comienzo. Y los comienzos también son actos de poder.

—Entonces empieza por decidir a quién pondrás a tu lado. Y a quién dejarás atrás. El reino te necesita presente. No atrapada entre lo que fue y lo que no puede volver.

Cuando Silvania se marchó, Eleanor tomó la carta y la volvió a leer. Luego la dobló con cuidado, la selló con cera, y la dejó en la bandeja de mensajes salientes.

Porque a veces, incluso cuando dices que no lo harás… escribes igual. Y luego, incluso cuando dices que no la enviarás… lo haces igual.

Porque el corazón, a diferencia de la corona, no se gobierna con decretos.

 

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El crepitar del fuego era el único sonido que llenaba la estancia, junto al ocasional crujido de la madera vieja que se negaba a ceder del todo al paso de los años. Como ella. A pesar de los brebajes de Dyan, el tiempo se había instalado en su cuerpo como una escarcha persistente. No avanzaba con violencia, pero lo sentía en la raíz de sus cabellos, en la curva de su espalda al despertar, en la punta de los dedos, que se entumecían al caer la tarde, como si la vida misma se retirase poco a poco por las extremidades, dejándola en la orilla.

Frente a ella, sobre la mesita baja de marfil agrietado, yacían dos cartas abiertas. La tinta de la última aún tenía un leve aroma metálico, ese tipo de tinta especial que usaban los mensajeros del sur, rápida de secar, intensa al escribir.

Todas eran de Dyan.

Silvania las había leído en silencio, una y otra vez, como si las palabras pudieran deshacerse al releerlas, o tal vez adquirir otro significado. Pero no lo hacían. Dyan escribía con una claridad que hería. Su tono no era insolente, ni siquiera desafiante; era dolorosamente honesto. Como un muchacho que se había permitido romper, pero no olvidar. Como alguien que aún buscaba consuelo, incluso en la distancia.

"No fue ella quien me desterró, sino lo que esperaba de mí."

"Si alguna vez me preguntas si aún duele, sabrás la respuesta solo al mirarme."

"No sé si escribirte es traición o necesidad, Silvania. Pero lo hago igual."

Silvania cerró los ojos. Durante mucho tiempo había sido una mujer de certezas. Cuando el rey murió, cuando Eleanor subió al trono demasiado joven, cuando las alianzas se tambaleaban y las familias presionaban, ella había sido la roca. La guía. La voz que no temblaba.

Pero con Dyan... con él... nunca supo del todo qué hacer. Lo había apoyado en un inicio. Había creído en esa devoción que tenía por Eleanor, en esa mirada suya, grave y luminosa, que solo una vez había visto en otro rostro: el del padre de su hija.

Y luego, cuando todo se torció, cuando el deber se impuso como una losa y Eleanor eligió la corona sobre el corazón, Silvania había callado. Había aconsejado en privado, sí, pero no había intercedido. No lo suficiente. Y eso la perseguía.

Ahora leía esas cartas como quien escucha una plegaria no dirigida a los dioses, sino a uno mismo.

Las manos le temblaban levemente. No de emoción, no aún, sino por esa insidiosa rigidez que le llegaba al atardecer, cuando el brebaje de Dyan comenzaba a perder fuerza. Su pulso, antes firme como el acero de una hoja nueva, era ahora un eco lento, profundo, como si su cuerpo la preparara para desaparecer con dignidad.

—"No me pidas que le escriba de vuelta" —murmuró para sí, como si hablara con Eleanor aunque ya se hubiera ido—. Porque no puedo. Porque no sabría si hacerlo como madre, como noble… o como mujer que aún recuerda lo que es perder.

El fuego crujió, y una chispa se elevó en el aire antes de apagarse. Silvania recogió una de las cartas y la sostuvo cerca de la luz. La letra de Dyan era firme. Hermosa, incluso. Como un joven que no quería olvidar quién había sido, a pesar de lo que la ausencia lo obligaba a ser.

Silvania no lloró. Ya no lloraba desde hacía años. No porque no tuviera motivos, sino porque el llanto se le había convertido en un lujo innecesario. En su lugar, dejó escapar un suspiro hondo, largo, como una confesión muda.

—Te quise para ella —dijo en voz baja, como si Dyan pudiera oírla, como si esa carta fuera una conversación detenida por los años—. Te defendí cuando nadie más lo hacía. Pero también te perdí. Como perdí tantas cosas que ya ni sé enumerarlas.

Se incorporó lentamente, sintiendo cómo el entumecimiento reclamaba cada vértebra, cada falange. No se quejaba. No era su estilo. Pero el cuerpo hablaba con susurros cuando la mente aún gritaba.

Silvania recogió las cartas con cuidado. No las quemó. No las respondió. Solo las guardó en el compartimento oculto de su escritorio, junto a otras memorias que no tenían nombre, pero sí peso.

Mañana volvería a hablar con Eleanor. Volvería a aconsejar con paciencia, con firmeza, con ese amor duro que solo las madres envejecidas saben dar. Pero esta noche... esta noche era para Dyan. Para el muchacho que no había dejado de escribir, aun cuando el mundo se había esforzado tanto en olvidarlo.

Y para ella, que tampoco podía olvidarlo del todo.

Algunos días después…

Silvania no esperaba la carta, aunque había comenzado a reconocer la caligrafía apenas el sello se despegaba del sobre. El mensajero la dejó sobre la bandeja de plata junto al té del mediodía, sin ceremonia. Ya había llegado la tercera. Las dos anteriores descansaban —sin abrir— en el cajón más profundo del escritorio que había sido de su difunto esposo, entre retratos que ya no miraba y objetos que hacía años no tocaba.

Se sentó con más lentitud de la acostumbrada. Últimamente, cada movimiento parecía llevar consigo una negociación con sus huesos. La infusión de su viejo amigo —ese brebaje terroso que Dyan había preparado con mimo, cuidando de ella incluso desde lejos— mitigaba algo el avance del desgaste. Pero lo inevitable seguía deslizándose por su cuerpo como una sombra paciente. Lo sentía en la punta de los dedos, que ahora se entumecían sin razón, como si se olvidaran de ser parte de ella.

Tomó la carta.

Sus dedos temblaron ligeramente al romper el sello. No de emoción, o no solo de eso. Era también la fragilidad física, la que se resistía a ser nombrada.

Comenzó a leer. Despacio.

Las primeras líneas le arrancaron una media sonrisa. Claro que Dyan había reparado la casa de Edictus. Siempre encontraba una forma de comenzar de nuevo, aunque tuviera que arrancarse a sí mismo de raíz para hacerlo. Frila... Qué nombre tan suave. Casi podía imaginar la dulzura de esa niña, su calidez provinciana, su voz hablando con él como si no supiera cuántos secretos dormían bajo su piel.

Pero luego llegó la parte en que hablaba de la magia... de la culpa...

Silvania se llevó una mano al pecho, como si al hacer presión pudiera contener el estremecimiento que se extendía desde la garganta hasta el estómago.

Recordaba las palabras que había usado tantas veces para aconsejar a Eleanor —"No se puede amar a un hombre incompleto"— y ahora se preguntaba si alguna vez había hecho justicia al hombre completo que Dyan trataba de ser. Había intentado guiar a su hija, protegerla... pero ¿cuántas veces había proyectado sus propios miedos sobre ella?

La carta siguió. Hablaba de la felicidad como una ciudad lejana.

Silvania cerró los ojos por un momento.

Ella también conocía ese mapa. También había extraviado las rutas.

Cuando leyó el párrafo final, donde la letra temblaba, casi como si Dyan se hubiera quebrado al escribirlo, algo se quebró también en ella. Era un dolor seco, contenido, sin lágrimas. No había llanto en Silvania, no en mucho tiempo. Pero el silencio que se formó dentro era espeso y casi sagrado.

Se quedó un largo rato inmóvil, con la carta en el regazo.

Sus dedos, entumecidos, no la dejaban doblarla del todo.

Quizás era mejor así.

No la guardó en el cajón de las otras. Esa noche, antes de dormir, la colocó sobre la mesa de noche. No dijo nada. No oró. No pensó en escribir una respuesta.

Pero encendió una vela a su lado.

Como si Dyan pudiera verla.

 

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La puerta del estudio estaba entreabierta, lo cual era raro. Silvania siempre dejaba todo cerrado, como si temiera que los recuerdos escaparan si se dejaban espacios. Eleanor cruzó el umbral sin anunciarse, cargando con el peso de una pregunta que no quería formular en voz alta.

El día había sido largo y hueco. El Witan insistía en un consorte, su madre en un consejero, y cada opción presentada parecía una estrategia más que una solución. ¿Cómo elegir un consejero si todos los nombres sugeridos eran sombras con intereses? Buscaba el consejo de su madre, sí, aunque no con palabras. Solo necesitaba sentarse con ella, escucharla ordenar papeles, ver su expresión cuando hablaba de los viejos duques con quien compartía el mundo como quien observa un teatro con resignación.

Pero Silvania no estaba allí. Solo su taza vacía sobre la mesa y la tenue fragancia del té —ese mismo que Dyan le preparaba con plantas que no crecían en ningún jardín oficial.

Eleanor se acercó al escritorio. Ordenado, como siempre. Aunque no tanto.

Un pequeño grupo de cartas descansaba encima de un legajo de informes sin firmar. No estaban apiladas con cuidado. Una de ellas tenía el borde doblado, como si hubiera sido leída demasiadas veces, sostenida por manos cansadas que ya no podían mantenerse firmes.

Las reconoció al instante.

La caligrafía de Dyan seguía siendo inconfundible: elegante, precisa, con ese trazo largo al final de las palabras, como si siempre dudara en terminar lo que escribe.

No debió tocarlas.

Pero lo hizo.

La primera carta hablaba de arreglos, de vigas nuevas en la casa de Edictus, de gente amable. Eleanor no pudo evitar esbozar una mueca. Dyan siempre había tenido una facilidad irritante para hacer que lo terrible pareciera transitorio. Como si todo pudiera recomenzarse, como si los errores pudieran deshacerse con trabajo honesto y tiempo.

La segunda carta era más breve, más dispersa, mencionaba sueños, insomnio, la falta que le hacía escuchar las palabras de su madre.

La tercera… era distinta.

No solo por el temblor de la letra, sino por lo que no decía directamente.

Eleanor la leyó de pie, como si sentarse le fuera a otorgar un consentimiento que aún no estaba dispuesta a dar. Hablaba de Frila, de la ayuda sencilla, de intentar no usar magia, como si cada acto ahora fuera una penitencia. Hablaba de culpa. De silencio. De la imposibilidad de sentir, “como si algo dentro dijera que no puedo mostrar tal debilidad.”

Eleanor cerró los ojos al llegar al final. "Ojalá no me odie por mucho tiempo."

Las dejó donde estaban. No las tocó más.

Durante un instante, pensó en su madre, en cómo habría leído esas palabras, una y otra vez, en silencio. En cómo habría contenido cada temblor, cada impulso, cada recuerdo. Como había hecho siempre. Como había enseñado a Eleanor a hacerlo.

Ella también sabía hacerlo.

Pero ese día, cuando Silvania regresó al estudio, encontró la tercera carta cuidadosamente doblada. Y sobre ella, una ramita de lavanda seca, de esas que Eleanor colocaba en su habitación cuando era niña, cuando tenía miedo de que los susurros del castillo no fueran solo el viento.

No hablaron del tema.

Pero Silvania supo que su hija había leído.

Y que quizás, aunque aún no podía perdonar, ya no odiaba.