A la Dama Silvania de Willfrost.
He esperado unos días antes de escribirte esta tercera carta. No por falta de cosas que decirte —tú sabes que siempre hay palabras cuando se trata de ti—, sino porque me prometí no enviarte líneas vacías. A veces, cuando oscurece y el viento baja por las colinas de Glavendell, tengo la sensación de que hablar contigo, aunque sea en papel, mantiene la cordura en su sitio.
He avanzado con las reparaciones de la vieja casa. Ya no duermo a la intemperie —aunque reconozco que las estrellas tienen algo de consuelo en las noches sin sueños—. El techo ya no gotea, las vigas vuelven a sostenerse, y aunque mis manos no son las de un carpintero, he aprendido a escuchar a la madera. Me ayuda a recordarme que las cosas pueden volver a tener forma, incluso después de haber sido olvidadas.
La hija de Eunid, Frila, ha sido una presencia constante. Es una muchacha dulce, con una risa que espanta el polvo del pasado. Tiene esa calidez que no exige nada, que simplemente está. Me ha ayudado con las herramientas, con las provisiones, y más de una vez me ha dejado en la puerta un cesto con pan caliente y miel. No sé si ve en mí algo que aún vale la pena, pero agradezco su ternura silenciosa. Me recuerda a alguien, aunque no sé a quién exactamente.
He intentado usar la menor cantidad de magia posible. Tal vez por vergüenza, tal vez por castigo. No lo sé con certeza. Hay días en que siento que el poder en mis manos me observa con la misma desconfianza con la que yo lo miro a él. Lo dejé todo de una manera que no fue justa para nadie. Ni para ella. Ni para mí. Ni para ti.
A veces, la felicidad se siente como una ciudad lejana, de esas que solo aparecen en los mapas viejos, con nombres que ya no se pronuncian. Pero hay momentos, breves, fugaces, en los que una chispa se enciende dentro de mí. No dura mucho, pero es real. Y a veces, eso basta.
Extraño nuestras charlas. Las largas tardes en tu salón, el aroma de la infusión de yerbas amargas que decías que prolongaba la vida —aunque yo siempre sospeché que era tu voz la que lo hacía, no el brebaje—. Espero que no hayas dejado de beberla. Aún recuerdo cómo tus dedos la sostenían, incluso cuando el temblor comenzaba a traicionarte. Te visitaré en unos meses para asegurarme de que lo haces. Si me lo permiten, claro.
No sé si Eleanor me prohibirá la entrada. No la culparía si lo hiciera.
(La tinta se corre un poco aquí).
Disculpa.
A veces me encuentro rodeado de gente amable, generosa incluso, y sin embargo hay algo dentro de mí que se niega a aflojar el nudo. Como si una parte supiera que no tengo derecho a abrirme del todo. Como si mostrar ternura fuera... una debilidad que ya no me está permitida.
No sé si esto tiene sentido. Supongo que solo quería decírtelo.
(…)
(La letra vuelve a estabilizarse).
Te extraño. De verdad. Más de lo que esperaba. Más de lo que debería.
Y espero, de corazón, que Eleanor no me odie por demasiado tiempo. Aunque si lo hace... supongo que tendré que merecerlo.
Con afecto y respeto eternos,
Dyan