Capítulo 4: El peso del deber.

—No usen tanta arcana para esas luces. Deben brillar, no cegar a quien entre al gremio —dijo Finia con firmeza, alzando la voz hacia los aprendices que trepaban por escaleras para ajustar las luminarias.

A su lado, Glasca —la directora del Gremio de Aventureros de la capital— observaba la escena con los brazos cruzados. Su figura imponente dominaba el vestíbulo.

—Nadie me informó que te habían nombrado Archimaga —comentó con una ceja alzada—. ¿Acaso a la Torre ya no le importa el Gremio?

Finia rió con suavidad, aunque un leve matiz de incomodidad asomó en su expresión.

—El Concilio pidió que se notificara a todos, pero los aprendices encargados… lo olvidaron. Y yo no lo verifiqué. Como disculpa, vine personalmente a supervisar la mantención. Espero que no le moleste.

—No me molesta. Solo me pareció extraño. La comunicación con la Torre solía ser bastante regular… Dyan me mantenía al tanto de todo, y yo le respondía cada semana. No éramos amigos, pero su partida me tomó por sorpresa. ¿No era aún joven para retirarse?

—En efecto —respondió Finia—. Algunos dirían que fue demasiado pronto. Pero, desde su punto de vista, prácticamente nació en la Torre. Le dedicó toda su vida a la magia.

Glasca apoyó una mano grande y áspera sobre el hombro de Finia, en un gesto inesperadamente amable.

—No digo que sea raro retirarse… Yo misma lo he considerado. Pero él era el eje de todo. Su ausencia se nota, incluso aquí. —Se aclaró la garganta—. Ya me pareció extraño cuando vino a dejarnos algunos proyectos… Supongo que se estaba despidiendo.

Uno de los aprendices, encaramado en lo alto, perdió momentáneamente el equilibrio. Finia reaccionó al instante, conjurando una ráfaga precisa de viento que lo estabilizó.

—Presta atención, Molgrin. Por todos los dioses. —Suspiró. Luego, giró hacia Glasca—. Su ausencia también nos pesa a nosotros —dijo con calma, aunque en verdad quería decir que le pesaba, a ella más que a nadie.

—Ven conmigo, Archimaga. Tengo algo que decirte.

Finia vaciló, lanzando una mirada a los jóvenes que seguían trabajando. Su preocupación era evidente.

—No van a hundirse en la tierra si se caen —agregó Glasca con una sonrisa seca—. Déjalos crecer. Aprenden mirando, sí, pero también aprenden del golpe.

Subieron al segundo piso del gremio, que ya comenzaba a llenarse de guerreros, mercenarios y buscadores de gloria. Algunos discutían con fervor frente al tablón de misiones; otros ya partían hacia los calabozos o hacia tierras más allá del mapa. El Gremio jamás dormía, ni siquiera por la noche. Era de los pocos lugares en Scabia con vida constante.

Al llegar a la oficina de Glasca, esta le ofreció asiento junto a una ventana. Los sillones, gastados por el tiempo y el uso, aún conservaban cierta dignidad. Le sirvió una copa de vino especiado.

—¿Te llegó alguna noticia desde la frontera oeste? ¿Con los chinsonitas?

Finia aceptó la copa. Observó el líquido rojizo con atención; un clavo de olor flotaba en el fondo. El aroma le acarició el rostro y se instaló suavemente en su nariz.

—Solo rumores. Aunque el Maestro pensaba ir él mismo antes de que…

—...lo echaran del palacio —terminó Glasca, sin tapujos—. Esa historia también llegó hasta aquí.

Finia reprimió una mueca y se llevó el vino a los labios. Bebió con lentitud, ahogando la irritación que todavía le provocaba ese recuerdo.

—Supongo que lo consideró un riesgo si pensaba viajar él mismo.

—Lo era. Anoche recibimos una solicitud oficial de la Corona. Mercenarios para reforzar la frontera. —Glasca la miró de reojo—. No recuerdo que Dyan te llevara allí alguna vez, pero los chinsonitas no son conocidos por su hospitalidad.

—No, nunca fui. El Maestro decía que era demasiado peligroso. Pero sé bien lo que hizo en cada enfrentamiento.

—Entonces no necesito decirte que es probable que la reina solicite tu presencia.

Las palabras pesaron más de lo esperado. Finia apretó la copa entre los dedos. Sabía bien que esas escaramuzas eran cíclicas… y también que el campo de batalla rara vez era un lugar grato para un mago.

—Supongo que aún no te ha llegado la carta oficial del palacio. Pero nos veremos allá, te lo aseguro —añadió Glasca. Miró por la ventana. Unas carretas se perdían camino al mercado. El cielo despejado le iluminó el rostro curtido—. No envíes a tus mejores magos. Hazlo tú misma.

—Lo sé. Supongo que tengo que ganarme el puesto. —Bebió el último trago de vino—. Solo espero que no duden de mí toda la vida.

Glasca la observó con una mezcla de compasión y franqueza.

—A mí me tomó veinte años llenar el asiento de mi predecesor. Y eso que él no era gran cosa. No trates de hacer que olviden a Dyan. Solo sigue siendo tú. ¿A quién le importa si lo extrañan? Él ya no está… y no volverá.

—Tiene razón —musitó Finia. Agitó la copa vacía. El clavo de olor se balanceó suavemente en su interior.

—De cualquier forma… ¿Dónde se fue a meter Dyan? Me cuesta creer que haya dejado todo, con lo fanático que era del trabajo —añadió Glasca mientras rellenaba la copa.

—Se fue a un lugar llamado Glavendell.

—¿Eso siquiera aparece en los mapas? —rio Glasca, sorprendida.

Conversaron durante un buen rato. Cuando la mantención terminó, Finia supervisó que todo estuviera en orden y se despidió. Agradeció la conversación, a pesar de que Glasca no era exactamente una persona cálida. A veces su rudeza la incomodaba… pero al menos la había escuchado. En la Torre, nadie más lo hacía.

 

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Al volver a la Torre, Finia encontró una carta esperándola sobre el escritorio del Archimago. Le había sido entregada en mano por el propio Sir Armand Levet, comandante de la Guardia Real. El sobre estaba sellado con cera azul y el emblema real marcado con precisión implacable: El sello Willfrost.

No necesitó abrirla para adivinar su contenido.

Dentro, con la sobriedad habitual del lenguaje militar, se solicitaban los mejores magos disponibles para reforzar las fuerzas de la reina en la frontera oeste. No se detallaban amenazas específicas ni se explicaban los motivos con amplitud. Pero Finia no necesitaba más detalles. Durante años había leído los informes de su maestro, Dyan, sobre los enfrentamientos cíclicos con los chinsonitas: escaramuzas disfrazadas de diplomacia, incursiones sangrientas seguidas de semanas de silencio. La guerra, constante e implacable, parecía un resfriado crónico que la corona se resignaba a sufrir cada invierno.

Cerró la carta con lentitud y se dejó caer en la silla del escritorio. El estudio del Archimago estaba bañado por la luz viva de la piedra de maná, que exhalaba pulsos suaves, como si respirara. El resplandor oscilaba entre la plata pálida y un azul acerado, llenando la estancia de una calma ilusoria. Aquella piedra, que alguna vez le pareció un símbolo de sabiduría y poder, ahora parecía observarla con una fría indiferencia.

Finia entrelazó las manos sobre el regazo y notó que le temblaban.

Era la primera vez que iría a la guerra.

Finia seguía en silencio, sentada frente al resplandor de la piedra de maná, cuando llamaron a la puerta con tres golpes precisos.

—Adelante —dijo sin levantarse.

La puerta se abrió y apareció el Maestro Corven Aldair, erguido como una vara, con la túnica perfectamente doblada sobre los hombros y el ceño marcado por una dignidad casi antigua. Había asumido el rol de secretario del Archimaestro desde la partida de Dyan, y aunque su presencia era discreta, su juicio nunca lo era.

—Vi al comandante Levet abandonar la Torre. Supuse que se trataba de algo más que una visita de cortesía —comentó, cerrando la puerta tras de sí.

Finia asintió, le tendió la carta abierta y esperó a que la leyera. Corven no dijo nada al terminar, pero su ceja izquierda se alzó apenas unos milímetros.

—Es más pronto de lo que esperaba —dijo finalmente, con una mezcla de pesar y cálculo—. Pero no inesperado.

—¿Cree que deberíamos enviar magos?

—Creo que no tienes alternativa, Archimaga —respondió, sin ironía—. Pero también creo que no deberías enviarlos solos.

Finia alzó la mirada.

—Tengo una lista —añadió Corven, sacando un pergamino doblado de su túnica—. Algunos de estos magos lucharon bajo las órdenes de Dyan en la frontera norte, otros son jóvenes con talento excepcional, aunque sin experiencia de combate. Todos están disponibles… por ahora.

Finia tomó el pergamino, pero no lo abrió. Lo sostuvo entre los dedos, como si quemara.

—Gracias. Lo revisaré esta noche.

Corven asintió con lentitud, aunque no parecía convencido. Dio un par de pasos hacia la puerta, pero se detuvo antes de alcanzarla.

—Y otra cosa —añadió con voz mesurada—. Es momento de que elijas un aprendiz.

Finia suspiró.

—Lo haré cuando regrese del frente. No he tenido tiempo para revisar a los postulantes.

Era una verdad a medias. La lista llevaba semanas sin tocarse, arrumbada entre otros documentos que reclamaban su atención con más urgencia —o al menos, así lo justificaba ante sí misma.

Corven no la juzgó en voz alta, pero su silencio lo hizo por él.

—Dyan tardó demasiado en escoger al suyo, y cuando lo hizo, ya era demasiado tarde —dijo, como si hablara de otro tema—. No cometas el mismo error.

—Lo tendré en cuenta —murmuró Finia, con más respeto que convicción.

—Sé que lo harás. —Corven hizo una leve inclinación de cabeza y se retiró.

La puerta se cerró, y Finia se quedó a solas con la piedra de maná, el listado sin abrir, y la sensación persistente de que el tiempo se le escurría entre los dedos como agua arcana.

En la soledad de la que ahora era su oficina, Finia sintió por primera vez, con el cuerpo entero, el peso del cargo, del deber, de sus propias decisiones. Se preguntó si su maestro había sentido lo mismo en aquellas primeras noches tras heredar el manto del Archimago. Seguramente sí. Él, tan sereno y sabio, también debió haberse quebrado en silencio alguna vez.

Recordó con una punzada en el pecho los días en que ella era apenas una aprendiz, cuando todo parecía más sencillo. Los días eran más largos, más alegres, y nadie dependía de ella. Ahora cada decisión que tomaba parecía desatar un efecto dominó en el reino entero, y la magia, su amada magia, era apenas un rincón al que acudía a hurtadillas entre peticiones absurdas, audiencias forzadas y cartas marcadas con sellos de urgencia.

A medida que caía la noche sobre la Torre, con su tenue manto azul sobre los vitrales encantados, el deseo de huir crecía como una raíz oscura en su interior. Salir corriendo. Desaparecer. Volver a ser nadie. Pero permanecía allí, con la espalda erguida y los puños cerrados. Se lo repetía todos los días: me lo merezco, me lo he ganado. Y tal vez era verdad… o tal vez era sólo una letanía para no rendirse.

¿Cómo había resistido tantos años su maestro? ¿Y el viejo Edictus, aún más? ¿Alguien la juzgaría si abandonaba el cargo? Lo harían, sí. Pero Corven no. Corven asumiría encantado. Se sentaría en su silla y reorganizaría toda la Torre en una semana, mientras la llamaba “idealista” en voz baja. Y quizá tendría razón.

Abrió el cajón del escritorio, casi sin pensar, y extrajo un pliego de papel. Tomó la pluma, la sumergió en tinta, y al posar la punta sobre la superficie blanca, algo se aflojó en su pecho. Iba a escribir, no como Archimaestra, sino como la niña que aún vivía dentro de ella. La que aún necesitaba que alguien la sostuviera.

Querido Maestro:

Mi última carta la escribí como Archimaestra. Esta la escribo como tu eterna aprendiz, herida, cansada, arrastrada por las dificultades de un cargo para el que me creí preparada, pero que me ha resultado imposible habitar con comodidad. Quizá es pronto para decirlo, pero estas semanas me han parecido años. Supongo que fui ingenua, y la emoción me hizo saltar al abismo sin mirar el fondo. Hoy me sentí pequeña, y me faltó tu mano.

Recuerdo cuando llegué a la Torre y me recibiste con una sonrisa. En ese entonces creí que todo sería así de amable y reconfortante. Estudiar contigo fue un privilegio tan cálido, que pensé que el mundo entero funcionaba bajo esa misma luz. Hacías que el cargo de Archimago pareciera una tarea fascinante, una llama constante… y ahora veo lo mucho que me equivoqué. Extraño tu voz, tu calma, tu mano sobre mi cabeza. Extraño tenerte cerca para poder quejarme sin culpa. Ahora me siento sola, y comprendo que tú nunca te quejaste con nadie… ni siquiera conmigo.

Perdóname por flaquear. No quería que este peso me doblara, pero me ha dolido más de lo que imaginaba. Te escribo también porque no sé a quién más acudir. Eres lo más cercano a un padre que he tenido, y me duele decirlo: me siento derrotada. Sé que entenderías este momento de debilidad. Sé que no me juzgarías. Si la magia pudiera llevarte mis pensamientos, estarías ahora a mi lado, sosteniéndome como tantas veces lo hiciste.

Te extraño. Estoy llorando mientras escribo esto, y me cuesta admitirlo, pero ¿por qué habría de mentirte? No quiero que creas que soy una roca. Soy simplemente Finia. A pesar del título y los sellos dorados, sigo siendo, muchas veces, la niña que llevaste en brazos a ver las estrellas… la que correteaba entre los trigales creyendo que cada espiga era un encantamiento.

¿Podrías llevarme otra vez?

Si me vieras ahora, te reirías. Tengo los ojos hinchados y la nariz roja. Parezco una aprendiz tras reprobar un examen.

Espero tu respuesta… aunque ni siquiera he enviado esta carta. La escribo con desesperación. No un poco. Mucha.

Te extraña demasiado tu aprendiz, tu pequeña… ¿tu hija? Quisiera creer que sí.

Finia.

 

 

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A la mañana siguiente, cuando Finia aún no había reunido el valor para sellar y enviar su carta, alguien golpeó la puerta de su oficina. Lo hizo con timidez, dos toques secos y vacilantes, como si temiera molestar.

—Adelante —dijo ella, pensando que sería otro documento urgente, otro reclamo, otro dilema.

La puerta se abrió con cautela, y por ella se asomó un joven de túnica azul, con las mejillas encendidas por el esfuerzo y el cabello despeinado por el viento de las escaleras. Respiraba agitado, con la carta extendida en la mano temblorosa.

—Perdón... —dijo, tratando de componer su expresión—. Me dijeron que lo trajera yo mismo. Es del Archimaestro… de… de Dyan.

El muchacho vaciló en el nombre, como si nombrar a Dyan sin un título le resultara irrespetuoso, o simplemente incorrecto.

—Lo siento, no sé cómo debo llamarlo ahora —añadió rápidamente, bajando la mirada—. Ya no vive aquí… y no hay un título nuevo, ¿no?

Finia esbozó una leve sonrisa. Acarició la carta sin abrirla y miró al joven con algo entre ternura y melancolía.

—No te preocupes. Llámalo como quieras. Él no se enoja por esas cosas —respondió con suavidad.

El aprendiz asintió, aún sin aliento. Finia lo observó más detenidamente. Había algo en su forma de pararse, en el modo en que su emoción se le escapaba por los ojos y las manos, que le resultó familiar. Se vio reflejada en él, años atrás, subiendo esas mismas escaleras con la carta de algún conjuro entre los dedos y el corazón a punto de estallar por la emoción de una tarea personal.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella, con voz cálida.

—Lucen, señora… bueno, Archimaestra —respondió con una sonrisa nerviosa, haciendo una breve reverencia torpe—. Llevo cinco años en el segundo piso de la Torre. Estudio invocación rúnica y transmutación elemental… aunque me cuesta más la parte de cálculo astral —añadió sin saber por qué, como si cada palabra extra le sirviera para justificar su presencia allí.

Finia contuvo una risa. Sus labios se curvaron en una sonrisa auténtica, la primera en días.

—Lucen. Me alegra conocerte. Lo hiciste bien —dijo, tomando la carta con ambas manos, como si fuera algo sagrado.

Lucen pareció iluminarse. Se despidió con una última inclinación rápida y corrió fuera de la oficina con la misma energía con la que había llegado.

Finia, sola otra vez, miró la carta. No la abrió de inmediato. La sostuvo contra el pecho durante unos segundos, cerró los ojos… y no pudo evitar pensar que Dyan, como siempre, se había adelantado. Que, incluso sin haber leído aún sus palabras, él ya sabía que ella lo necesitaba.

Con manos firmes, rompió el sello. En cuanto sacó el pliego del sobre, una moneda de plata con símbolos arcanos cayó sobre su escritorio. La miró unos instantes e intentó descifrar las inscripciones, pero no las reconocía… salvo por una vaga sensación, un eco que la llevaba a otro tiempo.

Abrió la carta con prisa. Sus dedos parecían torpes al desplegarla ante sus ojos.

Querida Finia, ahora mi Archimaga favorita:

Te escribo emocionado. Lo que tienes en tus manos es el primer avance de uno de mis trabajos olvidados por años. Estoy seguro de que te intriga tanto como a mí.

Aquí en Glavendell, en la casa de Edictus —que ahora quiero creer que es mía—, el viejo maestro dejó inscripciones en los cimientos. Ahora que he comenzado a reconstruirla y a estudiarlas, descubrí que él pensaba lo mismo que yo. ¿Coincidencia? Tal vez. O quizás él veía más lejos de lo que yo alguna vez vi. No lo sé, pero empiezo a comprender que Edictus guardaba muchos secretos.

Seguro recuerdas uno de mis proyectos abandonados: la magia espacio-temporal. Pues bien, Edictus trabajó en ello aquí. Fue poco, pero suficiente para avanzar en una parte que yo jamás había logrado resolver. Me gusta pensar que es su último regalo.

Con su ayuda y lo que yo ya tenía, creé esa moneda que tienes en tus manos. Es apenas un primer paso. Yo conservo otra igual aquí, en Glavendell. Si le imbuyes tu magia, grabará una frase que resonará aquí. Por ahora solo soporta hasta cinco palabras y necesita un día entero para recargarse.

Pero… escuchar tu voz sería un regalo maravilloso.

Inténtalo. Seguro te maravillas tanto como yo. Porque la magia es así: siempre nos sorprende, sobre todo cuando creemos haberlo visto todo.

Escribí esto a toda prisa, por la emoción. Espero disculpes lo poco.

Sabes que te extraño mucho. Quizás sea pronto para unas vacaciones, pero estoy seguro de que Glavendell te encantaría. ¿Recuerdas cuando recorríamos los campos de trigo? Corrías feliz entre las espigas… a veces te escondías, y mi corazón se agitaba hasta el delirio.

Supongo que eres lo más parecido a una hija para mí. Sabes que te adoro. Tal vez no lo dije lo suficiente… pero nunca es tarde para hacerlo.

Mi pequeña Finia, mi dulce niña… Me diste más alegrías de las que merecía. Espero que compartas esta también conmigo. Por eso eres la primera a quien se lo cuento.

Te quiere más de lo que crees.

Simplemente,

Dyan

Al terminar de leer, Finia sintió que el pecho se le agitaba con fuerza, como si su corazón intentara escapar entre sus costillas. Cogió la moneda, le imbuyó su magia arcana, y la pieza de plata brilló con un resplandor sutil.

—Te extraño mucho, papá…

Lo dijo sin pensarlo demasiado, pero era lo que su corazón le había empujado a pronunciar, con el pecho henchido y los ojos cargados de lágrimas que se negaban a caer. Sostuvo la moneda frente a sí, apretando los labios, esperando una respuesta.

Entonces la moneda volvió a brillar… y la voz prístina y cariñosa de su maestro llenó la oficina.

—Yo también, mi pequeña. Ánimo.

Finia apretó la moneda con fuerza en su mano. Se apoyó sobre el escritorio y volvió a imbuirla con su magia. Una vez más, la voz de Dyan resonó en la sala.

—Yo también, mi pequeña. Ánimo.

La escuchó varias veces, mientras lloraba con una sonrisa en el rostro. Era justo lo que necesitaba. Dyan siempre había pensado en ella, siempre la había sostenido… incluso ahora.

¿Por qué había dudado?

Se secó las lágrimas sin soltar la moneda y se preparó para continuar.

No estaba sola. Nunca lo había estado. Sonrió, porque ese recuerdo tan preciado le volvió a resonar con claridad…

…El sol doraba los campos como un océano de espigas vivas. A las afueras de Scabia, lejos del mármol blanco de la Torre y de los pasillos llenos de hechizos y voces adultas, los trigales se extendían en un vaivén tranquilo. Era un día claro, con apenas nubes, y el viento acariciaba la hierba con una ternura que parecía mágica.

Dyan, entonces un mago joven de veinticuatro años, cruzaba el sendero con Finia sobre sus hombros. Ella tenía ocho años y se reía como si cada soplo del viento fuera una caricia secreta del mundo.

—¿Va a dejarme correr, o piensa cargarme todo el camino, Archimago Dyan? —dijo ella, con tono desafiante.

—Archimago, ¿eh? Ya estás inventando títulos —respondió él, riendo—. Si te dejo correr, vas a desaparecer entre las espigas. Eres más bajita que un tallo de trigo.

Finia hizo un puchero, pero en cuanto sus pies tocaron el suelo, salió corriendo. Las espigas la envolvieron de inmediato, dejando apenas un rastro del lazo rojo en su cabello.

—¡Finia! —gritó él, con la sonrisa aún dibujada—. ¡No vayas tan lejos!

Pero ella no respondió. Silencio. Solo el susurro del viento en los campos.

Dyan caminó entre las plantas altas, apartándolas con las manos, atento al menor movimiento. Sabía que estaba cerca, pero no tenerla a la vista le hacía sentir que su corazón se detenía.

—Muy graciosa, ¿eh? —murmuró—. ¿Ahora juegas a hacerme infartar?

Un leve crujido a su derecha lo alertó, pero cuando se giró, Finia salió de otro lado, corriendo hacia él con los brazos abiertos y una risa desbordante.

—¡Te asusté! ¡Te asusté!

—¡Claro que sí! —dijo él, atrapándola entre sus brazos y levantándola del suelo como si fuera una pluma—. Pequeña traviesa, me vas a matar.

Ella se acurrucó contra su pecho, aún riendo, mientras él giraba con ella en brazos, bajo el cielo claro. El mundo era todo trigo dorado, viento y cielo.

Entonces, mientras la sostenía con cuidado y la sonrisa se suavizaba en su rostro, Dyan la miró a los ojos y dijo:

—Mi pequeña niña, eres un sol de este pobre mago.

Finia se quedó quieta. No sabía por qué esas palabras la llenaron de una calidez tan extraña, tan dulce. Como si acabara de recibir un regalo invisible, un lazo que nadie más podía ver. No dijo nada, solo apoyó la cabeza en el hombro de Dyan, sintiendo cómo su corazón latía fuerte y firme, como un tambor que le marcaba el paso al mundo.

Años después, Finia aún recordaba ese día. Recordaba el olor del trigo, la risa atrapada en su garganta, los brazos de Dyan envolviéndola, y esa frase tan sencilla y tan suya.

"Mi pequeña niña."

La recordaba con nitidez… aunque, a veces, esos recuerdos se le escondían. Como si también ellos jugaran a perderse entre las espigas de las ocupaciones y el ajetreo diario.