El amanecer se alzaba entre nieblas espesas, pintando los árboles muertos de tonos sepia y escarlata. Alen, aún temblando por el encuentro con los Morvils, observaba sus propias manos como si ya no le pertenecieran. Algo en su interior había cambiado, una puerta se había abierto... y no estaba seguro de poder cerrarla.
—Has absorbido demasiados fragmentos —advirtió Eleira—. Las voces dentro de ti ya no son solo ecos. Algunas intentarán dominarte.
—¿Y si no puedo resistirme? —preguntó Alen en voz baja.
—Entonces no serás tú el que camine este mundo. Serás todas las cosas que consumiste. Y ninguna al mismo tiempo.
El camino los llevó a un valle hundido, cubierto por estructuras antiguas de obsidiana negra y metales oxidados. Un símbolo triangular adornaba las puertas: tres líneas entrelazadas formando una espiral invertida.
—Este es territorio prohibido —susurró Eleira, tocando la piedra con reverencia—. Las ruinas del Clan Kael’Thor, los domadores de la ilusión y el miedo. Nadie ha vuelto de aquí con la cordura intacta.
Pero Alen sentía una atracción. No por la historia, sino por algo más oscuro: un llamado interior. Algo… dormido.
Avanzaron entre columnas caídas y estatuas deformadas por el tiempo. El aire era denso, como si la realidad misma estuviera doblada. Y entonces, la vio: una criatura encadenada en el centro del templo derruido.
Mor’Ryl, la bestia menor de Kael’Thor.
Tenía forma de ciervo, pero su cuerpo estaba cubierto de ojos que parpadeaban descoordinadamente. De sus astas colgaban campanas que tintineaban sin viento. Cada vez que alguien lo miraba directamente, aparecían visiones: sus miedos más profundos, sus errores más ocultos.
—No lo mires —advirtió Eleira, cubriendo los ojos de Alen—. Mor’Ryl es un espejo viviente. Si lo miras, verás lo que no puedes cargar.
Pero ya era tarde. Alen sintió su alma arrastrada por una corriente invisible. Sus pies se movieron solos, y la criatura lo encaró.
Y entonces vinieron las visiones.
Un Alen diferente. Uno que había quemado aldeas. Otro que gobernaba desde un trono hecho de cadáveres. Otro más, solo, encerrado en una prisión mental, consumido por las voces que había robado.
—Yo soy lo que vendrá si fallas —susurró Mor’Ryl sin mover la boca—. Soy tu reflejo si dejas de luchar.
Alen gritó, cayendo de rodillas. Pero esta vez no retrocedió. Extendió su mano, tocó el suelo y canalizó su poder.
—No seré una herramienta —dijo con voz temblorosa pero decidida—. Ni de los clanes, ni de mis propios miedos.
Mor’Ryl se estremeció. El juicio había sido superado.
Una de las campanas cayó de sus astas y rodó hasta Alen. Al tocarla, sintió un nuevo poder: la capacidad de mostrar a sus enemigos sus propios terrores. Ilusión, manipulación y control.
Eleira se acercó lentamente.
—Has despertado la sombra de Kael’Thor —dijo—. Ahora eres más peligroso que nunca… pero también más vulnerable.
Alen se giró hacia las ruinas que se desmoronaban lentamente.
—Entonces que vengan. Si los clanes quieren un monstruo, les mostraré uno que no pueden controlar.
Y en lo alto del templo, ocultos entre la niebla, ojos observaban. Guerreros de otro clan. Otro juicio se acercaba.