La campana de Mor’Ryl colgaba del cinturón de Alen, apenas rozando su pierna con cada paso. Y, sin embargo, su sonido era constante. No afuera… sino dentro de su mente.
Tiin. Tiin. Tiin.
Era el llamado a un juicio que nunca terminaba.
Desde que dejó las ruinas de Kael’Thor, algo había cambiado. No solo podía sentir el miedo de los demás, sino que las voces —las memorias y conciencias de los seres que había devorado— habían comenzado a rebelarse.
Al principio, eran susurros inofensivos, fragmentos inconexos. Una risa. Un grito. Un rezo. Pero ahora… hablaban. Opinaban. Se burlaban.
> —No eres más que un ladrón de vidas —decía una voz anciana—. No creaste tu fuerza. La robaste.
> —¡Devuélveme mi rostro! —chillaba otra, con acento que Alen no reconocía.
> —¡Regrésanos! ¡Regresa lo que no entiendes! —decía una voz múltiple, como si cientos hablaran desde un mismo pozo.
Alen cayó de rodillas en medio del camino, apretando los puños contra las sienes. La tierra tembló débilmente a su alrededor, la presión del poder contenido filtrándose por su piel.
Eleira se acercó con calma, pero con una daga en mano. No por él… sino por lo que pudiera emergir de él.
—Esto era inevitable —dijo ella—. No puedes devorar una vida sin cargar su eco. Pero lo que marca la diferencia es lo que haces con ellos.
—No puedo… pensar —jadeó Alen—. Cada pensamiento mío es interrumpido por ellos. A veces ya no sé si lo que siento es mío… o de alguien más.
La campana sonó nuevamente. Esta vez no fue metálica, sino orgánica, como el latido de un corazón podrido.
Y entonces, sin previo aviso, Alen cayó en una visión.
Una sala de piedra. Oscura. Cientos de sombras encadenadas a las paredes. Todas eran él. Todas llevaban su rostro. Todas gritaban.
—¡Tú nos hiciste esto!
—¡Nos encerraste!
—¡Nos usaste para sobrevivir!
Alen retrocedió en su propia mente. Pero entre todas las sombras, una caminó hacia él. Era diferente. No gritaba. No lloraba. Sonreía.
> —Hola, Alen. Soy tú… cuando ya no quieras resistir.
La figura lo abrazó. Su piel estaba hecha de cenizas y sangre. Y cuando lo tocó, Alen sintió que se partía en dos.
El verdadero peligro no eran los clanes.
Era él mismo.
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Cuando despertó, estaba cubierto de sudor frío. Eleira lo observaba desde una roca, en silencio.
—¿Viste algo? —preguntó.
Alen no respondió de inmediato. Solo se levantó, más lento que antes, más cansado, como si hubiera viajado siglos en un instante.
—Vi lo que seré… si me rindo.
Y mientras la niebla caía alrededor, una nueva certeza se dibujó en sus ojos:
Ya no bastaba con controlar su poder. Tenía que aprender a ser el carcelero de si mismo.