La noche había caído sobre ellos como un manto demasiado pesado para sacudir. Después de enfrentar a Aether’manul, todo parecía más frágil: los árboles, el fuego, incluso el suelo bajo sus pies. Como si el mundo temiera respirar muy fuerte, no fuera a romperse.
Alen estaba de pie junto al fuego, mirando la aguja dorada que había obtenido. La giraba lentamente entre los dedos, mientras el reflejo danzaba con las llamas.
—Tiene un poder… que no entiendo —dijo en voz baja, más para sí mismo que para alguien más.
—Entonces no la uses —respondió Eleira, desde el otro lado del claro.
Él no la había escuchado acercarse. Caminaba descalza, sin su armadura, con solo una capa liviana sobre los hombros. Su lanza descansaba contra un tronco. Por primera vez en días, parecía haberse permitido ser algo más que una guerrera.
—Las cosas más peligrosas —continuó ella— no son las que sangran. Son las que prometen ser útiles cuando estás desesperado.
Alen no contestó de inmediato. Guardó la aguja en una pequeña bolsa de cuero atada a su cinturón y se sentó frente al fuego. Ella se le unió, sin hablar. Ambos miraban las llamas, como si esperaran que ellas dijeran lo que no se atrevían a pronunciar.
—Cuando la bestia me atrapó… —empezó él—, me vi en mil versiones de mí mismo. Algunos eran monstruos. Otros eran niños. Uno estaba solo… en una celda, llorando por algo que ya no recordaba. Pero lo peor… fue ver una imagen donde no estabas tú.
Eleira lo miró, sorprendida. Sus labios se entreabrieron, pero no dijo nada. Solo esperó.
—Me di cuenta —continuó Alen— de que no me aterra morir. Ni siquiera perder el control. Me aterra que un día las voces me quiten todo… incluso lo que siento por ti.
El fuego crujió entre ellos. La noche se volvió más íntima. Eleira no retrocedió. Al contrario, acercó lentamente su mano y la posó sobre la de él, con firmeza.
—No soy una llama que las voces puedan apagar —dijo ella, con una voz suave pero decidida—. Estoy aquí, Alen. Y si un día olvidas quién eres, yo… te recordaré por los dos.
Él tragó saliva, la garganta apretada por una emoción que no entendía del todo. Nunca nadie había dicho algo así. Nunca nadie lo había mirado sin miedo.
—No sé cuánto de mí es real —susurró él, con voz quebrada—. A veces me siento como una casa construida con piezas robadas. Una puerta que no lleva a ningún sitio.
—Entonces deja que yo sea la ventana —dijo ella, con una pequeña sonrisa—. Aunque entres en la oscuridad, miraré hacia afuera por ti.
El silencio que siguió no fue incómodo. Fue denso, necesario. Como una verdad que por fin podía respirarse.
Eleira se acercó un poco más. No lo besó. No hizo falta. Apoyó su frente contra la de él. El contacto fue suficiente para que las voces dentro de Alen se callaran, una vez más.
Y en ese instante, no fue un devorador de almas.
No fue un arma.
No fue un peligro.
Solo fue un muchacho herido, sosteniéndose a algo más fuerte que la muerte:
una promesa silenciosa.
—No te soltaré —dijo ella, como un pacto sin firma.
Y esa noche, por primera vez en su vida, Alen durmió sin pesadillas.