El amanecer era tenue, como si el sol también desconfiara de lo que había en esas ruinas.
Alen y Eleira caminaban en silencio por un sendero de piedras cubiertas de hiedra, en el corazón del bosque mudo. Habían venido siguiendo rastros de una bestia menor que, según rumores, no obedecía a ningún clan conocido.
Pero algo estaba mal desde el inicio. Eleira había cambiado. Caminaba más rígida. No hablaba. Y sus ojos, siempre atentos, ahora miraban como si ya conocieran el camino.
—¿Has estado aquí antes? —preguntó Alen, al fin.
Ella no respondió de inmediato. Se detuvo frente a una estatua rota, devorada por el musgo. El rostro del monumento estaba erosionado, pero todavía se veían fragmentos de un símbolo tallado: una media luna atravesada por una lanza.
Alen entrecerró los ojos. No lo había visto antes en ningún mapa de clanes conocidos.
—¿Qué es este lugar?
—Un cementerio —dijo ella, al fin—. De un clan que ya no existe.
El silencio fue más cortante que cualquier cuchilla.
—¿Cuál?
—El mío —confesó Eleira, sin girarse.
Alen dio un paso, pero no se atrevió a tocarla.
—¿Tu clan… desapareció?
—No. Fue… traicionado.
Por los suyos. Por los nuestros. Por mí.
Se giró. Sus ojos no estaban húmedos, pero brillaban con algo más peligroso: culpa acumulada. Culpa que se había congelado en ira durante años.
—Yo nací en el Clan Neryath. Éramos pequeños. No teníamos bestia menor, solo una herencia de sabiduría… y la capacidad de percibir las fallas en los lazos espirituales de otros clanes. Veíamos sus puntos débiles. Éramos valiosos… y por eso éramos una amenaza.
Hizo una pausa, respirando hondo.
—Cuando tenía diez años, me enviaron como emisaria a un tratado con el Clan Merasth. Pero mientras estaba fuera… los Merasth destruyeron mi aldea. No dejaron ni a los ancianos. Lo llamaron purga preventiva.
Alen sintió cómo algo dentro de él crujía. No de rabia, sino de… comprensión. Porque eso también era él: ruinas que otros habían provocado.
—Sobreviviste —dijo él, en voz baja.
—Sí. Pero no por valor. Porque no estaba allí. Porque me usaron como excusa para que no sospecháramos.
Eleira se acercó al altar y sacó un pequeño colgante de una grieta en la piedra. Era un fragmento de obsidiana, tallado con runas apenas visibles.
—Este colgante me lo dio mi hermano antes de partir. Tenía once años. Nunca supe si murió rápido… o si sufrió. Pero este lugar me lo recuerda todo. Por eso nunca lo traje a nadie. Hasta ahora.
Alen se acercó, despacio. Y esta vez sí tocó su brazo.
—No fue tu culpa.
Ella lo miró. No desafiante. Solo cansada.
—¿Y si lo fue? ¿Y si sabían que solo me necesitaban viva para mantener la mentira? ¿Y si sobreviví porque era útil?
—Entonces —dijo él—. Somos iguales.
Ella frunció el ceño, confundida.
—Yo también sobreviví porque era útil. Porque dentro de mí… hay ecos que otros quieren usar. Pero eso no me define. Lo que hacemos ahora… sí.
La tomó de la mano, y por un momento, las ruinas parecieron menos frías.
Pero algo crujió detrás de los árboles.
Una garra. Un ojo rojo. Un aliento de azufre.
La bestia menor sin clan los observaba.
Y no parecía querer compartir el pasado… solo devorarlo.