El aire se volvió espeso, cargado con un olor amargo a ceniza y barro antiguo.
La criatura emergió de entre los árboles, lenta y retorcida, como si hubiera estado durmiendo siglos bajo la tierra de los muertos. Su cuerpo era como el de un lobo gigantesco, pero con patas deformadas y escamas entremezcladas con pelaje gris. Tenía tres ojos, uno cerrado con cicatriz profunda, y de su lomo brotaban ramas secas como espinas, torcidas como las emociones que nunca se sanaron.
Alen retrocedió medio paso.
—Eso… no es una bestia menor común.
Eleira asintió, con el colgante de obsidiana aún entre los dedos.
—Es un Yarth'namul… los antiguos lo llamaban "El que Espera al Dolor". Fue creado por mi gente… siglos atrás. Se decía que era una criatura de purificación espiritual. Se alimentaba de remordimientos, limpiaba el alma de los condenados.
—¿Y por qué ataca?
Ella tragó saliva.
—Porque no queda nada que purificar. Solo ira. Solo ruinas.
La bestia rugió. Fue un sonido seco, como mil voces ahogadas en humo. Luego se lanzó hacia ellos.
Alen activó su energía. Las sombras se enroscaron a sus pies, y sus ojos brillaron con un tinte púrpura. Sintió los ecos de poderes devorados revolverse dentro de él, como si también recordaran esta energía.
Eleira se movió en paralelo, con su lanza girando entre las manos. Sus pasos eran precisos, pero no fríos. Esta vez, no peleaba por deber. Lo hacía para proteger algo real.
La batalla fue como un duelo contra la culpa misma.
El Yarth'namul parecía anticipar sus movimientos, como si conociera sus pensamientos más oscuros. En un momento, lanzó un grito que paralizó a Eleira, mostrándole visiones de su hermano ardiendo entre las ruinas.
—¡No! —gritó ella, cayendo de rodillas.
Alen no dudó. Usó su poder de absorción, tocando el suelo con ambas manos. La energía del Yarth'namul fluyó brevemente hacia él, distorsionada, incompleta… pero lo suficiente para que viera algo:
> “Un niño… con el colgante. Cabalgando sobre la bestia. Riendo. Gritando su nombre: Eleiraaa, miraaa cómo vuelo…"
Alen palideció. Cuando la visión se desvaneció, se giró hacia ella.
—Eleira… esta criatura fue suya. De tu hermano.
Sus ojos se abrieron como si la hubiera golpeado.
—No… no puede ser.
—Está infectado. Corrompido. Pero sigue siendo él… o lo que quedó.
Ella se levantó, tambaleante, mientras el Yarth'namul avanzaba. El monstruo dudaba. Su cuerpo temblaba.
—¡Melek! —gritó ella, por primera vez usando el nombre—. ¡Si aún queda algo de ti… detenlo! ¡Déjalo ir!
El monstruo rugió, estremeciéndose, como si algo dentro de él estuviera desgarrándose. Luego se abalanzó hacia ella.
Pero no para matar.
Para entregarle el colgante que también él llevaba atado al pecho.
Sus garras se hundieron en la tierra, y por primera vez… cayó de rodillas.
Eleira lo abrazó.
Y el Yarth'namul se deshizo en polvo.
Solo quedó la obsidiana. Y un susurro: “Gracias… hermana”.
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Cuando todo terminó, Alen se acercó a ella. No habló. Solo la cubrió con su capa y se sentó junto a ella en las ruinas.
Ella no lloró. Pero apretó los dientes hasta hacerse daño.
—Ahora sí… no queda nada de mi clan.
—Queda una llama —dijo Alen—. Y está sentada junto a mí.