Los ecos de Sarnak no se apagaron del todo.
Aunque Alen lo había contenido, desde entonces su cuerpo ardía por dentro. No dolor físico, sino una presión constante, como si las paredes de su alma se expandieran a la fuerza.
—El Núcleo Devastado… —repitió Eleira mientras caminaban por la frontera norte—. Suena más a un arma que a una leyenda.
—Eso dijo la Voz. Que soy una parte de algo mayor. Algo que lo enfrentó.
—Y sobrevivió —agregó ella—. Lo que significa que todavía puede despertarse del todo… contigo como llave.
Él no respondió. Las respuestas no llegaban tan rápido como las preguntas.
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Días después, llegaron al borde del Bosque Anegado de Khal-Rum, un pantano antiguo donde vivía un hombre conocido como Kainor el Tuerto, el último “Anotador del Silencio”, una orden destruida por los Merasth por conservar conocimiento prohibido.
—Kainor tiene más de 200 años, si sigue vivo —dijo Eleira—. No confía en nadie. Ni siquiera en los clanes que lo protegieron antes.
—Entonces tendremos que convencerlo —dijo Alen.
—¿Cómo?
Alen levantó la mano. De su palma surgió una chispa púrpura, vibrante. El poder del Yarth’namul… mezclado con los ecos que había absorbido.
—Con la verdad. Él sentirá lo que cargo.
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Mientras ellos descendían al bosque, a kilómetros de allí, el Consejo del Clan Merasth se reunía en sus cámaras subterráneas, donde las antorchas eran reemplazadas por llamas flotantes de poder sellado.
—Hemos sentido el despertar —dijo el Sumador, un anciano con mil cicatrices y una máscara de marfil—. Sarnak abrió los ojos. Eso solo ocurre cuando un Fragmento respira de nuevo.
—¿Estás seguro de que es él? —preguntó una mujer joven de cabello blanco—. Hace siglos que no aparece uno.
—Él purificó un Yarth’namul —dijo otro consejero, dejando caer sobre la mesa un mapa con una marca negra—. Solo los Fragmentos pueden soportar la energía rota sin arder por dentro.
—Entonces —concluyó el Sumador—, matémoslo antes de que recuerde demasiado.
Un escuadrón especial fue formado en ese instante: Los Silenciadores, asesinos del Merasth entrenados para exterminar entidades con memorias antiguas.
Su misión: encontrar a Alen… y a cualquiera que lo proteja.
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Mientras tanto, Alen y Eleira encontraron la cabaña de Kainor sumergida entre árboles muertos. El anciano salió incluso antes de que tocaran la puerta, envuelto en una capa azul raída. Su ojo único brillaba con luz violeta.
—Pensé que moriría sin ver otro Fragmento —dijo, sin saludar.
Alen dio un paso.
—¿Sabías que vendría?
—No. Pero sentí cuando abriste la grieta. Y escuché a Sarnak. Su voz no cambia. Es el mismo grito de hace mil años.
—¿Qué soy?
Kainor lo miró con gravedad.
—Tú eres la cerradura… y la llave. Eres el resultado de un pacto sellado con fuego y traición. El Núcleo Devastado fue un intento de destruir a los primeros dioses… y tú eres su herencia fragmentada. Si se completa… puede volver a surgir. Y destruir todo. O salvarlo. Nadie lo sabe.
—¿Y las Voces?
—Son las memorias… de lo que fue arrancado del mundo para crear el Núcleo. Bestias, clanes, incluso humanos. Todos mezclados. Dentro de ti.
Alen sintió un escalofrío.
—¿Y puedo controlarlo?
—Solo si dejas de temerles.
Kainor se giró hacia su cabaña, pero luego se detuvo.
—Ah. Casi lo olvido.
Miró a Eleira.
—Tú… no eres solo una testigo.
Ella lo miró, confusa.
—¿Qué quiere decir?
Kainor sonrió, con tristeza.
—Tú también eres heredera de un Fragmento. Pero el tuyo no está dormido. Está esperando.
Un viento helado sopló entre los árboles. Desde la espesura… los Silenciadores se acercaban.