El Desfiladero de Naor no olía a muerte. Olía a veracidad. Como si el aire cortara las mentiras antes de que fueran dichas.
La bestia menor los esperaba en el centro de un anfiteatro de roca viva, donde los ecos no rebotaban: eran absorbidos.
> —Para que hable, debo conocerlos. Y para conocerlos, debo ver lo que esconden… no lo que creen que son.
—¿Ver cómo? —preguntó Eleira, desconfiada.
> —Mediante una fractura compartida. Un enlace de esencia. Les mostraré su interior… y ustedes verán algo de mí. Lo que sobreviva a ese cruce, merecerá respuestas.
—¿Y si no lo soportamos?
> —Entonces se unirán a las piedras de este lugar.
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Alen fue el primero. La criatura se acercó, tocando su frente con un fragmento de su cornamenta. El mundo se partió en sombras.
Y entonces, Alen se vio a sí mismo… siendo devorado.
Era un recuerdo. Una de sus vidas pasadas.
Era un guerrero del clan Somvyr, condenado por robar un Fragmento sellado. En su ejecución, no gritó. Sonrió… porque sabía que el Fragmento ya estaba sembrado en su próxima reencarnación.
La criatura vio eso… y lo susurró.
> —Tu alma ha sido huésped muchas veces. Pero tú… eres la primera que desea conocer a sus voces.
> —No deseo. Las escucho —respondió Alen—. Porque me conozco lo suficiente para temerme… y aún así no huir.
La criatura no respondió. Solo apartó la cornamenta.
—Siguiente.
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Eleira respiró hondo. Tocó el fragmento. Y fue arrastrada a un mar negro.
Pero no vio batallas. Ni muertes. Vio a una niña.
Ella misma, jugando con muñecos hechos de cristal, en una sala dorada de la Torre Velinia.
Un eco maternal decía:
> —Tú no debes saber. Tú solo debes contener. Si sabes lo que eres… se romperá el sello.
Y entonces, la niña miró directamente hacia la Eleira adulta. Sus ojos ya eran dorados. Ya la reconocían.
> —No fue tu culpa —dijo Eleira.
> —Aún así, me encerraste.
La criatura observó todo en silencio. Cuando el enlace se rompió, pareció cansada.
> —Los dos cargan más que poder. Cargan intenciones cruzadas. Miedo mezclado con propósito. Pero no mienten.
> —Hablen, entonces —dijo Eleira—. ¿Qué ocurrió en el primer colapso?
La bestia se giró hacia el abismo del desfiladero.
> —Los clanes no nacieron como protectores. Nacieron como carceleros. Hubo un tiempo en que los Fragmentos eran entes vivos, libres, creadores. Pero los hombres los atraparon… y les pusieron nombres. Y con los nombres, vinieron los sellos.
> —¿Y tú? —preguntó Alen.
> —Yo era su guardián. Pero cuando me negué a jurar lealtad, me sellaron aquí. Porque yo… recordaba. Y ellos querían olvido.
La bestia les mostró un muro cubierto de tallas antiguas.
Figuras humanas con coronas de cristal, fragmentos flotando sobre sus corazones. Y abajo, bestias menores atadas con grilletes de símbolos.
> —Lo que portan no es una maldición. Es una llave. Una posibilidad.
> —¿Posibilidad de qué? —susurró Eleira.
> —De hacer lo que nunca se ha hecho: devolverles voz a los Fragmentos. No usarlos. Hablarles.
Alen dio un paso adelante.
—Entonces dime, guardián… ¿cómo empezamos?
La criatura bajó la cabeza y habló en un tono antiguo, casi como una plegaria:
> —Con un pacto. Uno que no pueda romperse por miedo… ni por poder. Uno entre ustedes… y aquello que los habita.
> —Una unión total.
Y la piedra bajo sus pies empezó a brillar, marcando un círculo de promesa.
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En la distancia, sin que ellos lo supieran, varios ojos observaban desde los riscos. Miembros del Clan Aethren. Y uno de ellos murmuró:
—Están hablando con el Quebrado. Sellaremos este lugar. Nadie puede salir.