CAPÍTULO 10
Extendí los bocetos sobre la mesa con movimientos cuidadosos, asegurándome de que cada uno tuviera su lugar. Algunos tenían las esquinas desgastadas, testigos silenciosos de los años que pasaron olvidados, mientras que otros, de líneas firmes y recientes, cargaban con el peso de noches solitarias y el deseo de reconectar con algo que me perteneciera de verdad.
El pequeño taller reflejaba cada parte de mí que había estado escondida. Las paredes, decoradas con pequeños retazos de tela usados para pruebas de color, eran un collage de sueños pausados. En una esquina, un maniquí lucía el nuevo prototipo que esperaba ser terminado. La máquina de coser, mi fiel compañera, descansaba en silencio, aunque su presencia era un recordatorio constante de los momentos en los que me sentía más viva.
Pasé los dedos por la tela del vestido en el maniquí, dejando que mis manos siguieran las costuras con la misma delicadeza que puse en cada puntada. No era solo un vestido; en él había dejado retazos de mí misma. Había sido mi voz en una vida que a menudo me dejaba sin palabras. Miré el caos organizado de bocetos y telas sobre la mesa y sentí algo diferente: algo en mí comenzaba a despertar.
Un dibujo me llamó la atención. Era un diseño antiguo, de mis días como estudiante, cuando soñaba con conquistar el mundo de la moda. Lo levanté con cuidado, observando las líneas que, aunque algo descoloridas, seguían mostrando el talento que solía tener. «¿En qué momento dejé de soñar con esto?», me pregunté, mientras una punzada de nostalgia y determinación se formaba en mi pecho.
El móvil vibró sobre la mesa, interrumpiendo mis pensamientos. Varias notificaciones se acumulaban en la pantalla, pero las ignoré. En ese momento, lo único importante era reunir cada pedazo de mí que había dejado atrás. La profesora Meng tenía razón: organizar los bocetos era más que un simple ejercicio. Cada trazo en esos papeles era un recordatorio de quién era yo antes de convertirme en la señora Chen.
El tiempo parecía detenerse mientras trabajaba. Clasifiqué los bocetos por temáticas, separando los que me parecían más relevantes. Cuando terminé, los coloqué en una carpeta nueva, una que había comprado especialmente para esto. En la portada, mi nombre brillaba en letras doradas: Xu Ai. Me quedé mirando esas dos palabras, como si necesitaran recordarme quién era yo. No se trataba solo de una carpeta; era una declaración de intenciones, un recordatorio de que aún había algo en mí que valía la pena rescatar.
Respiré hondo y cogí el teléfono. Busqué en mi lista de contactos y marqué el número de la profesora Meng. Mientras el tono de espera sonaba, mi estómago se revolvió por los nervios y la anticipación.
—¡Xu Ai! —exclamó la voz cálida de Meng al otro lado de la línea—. ¿Ya tienes los bocetos listos?
—Sí, profesora. Los he organizado como me pidió —respondí, esforzándome por mantener mi voz firme.
—Perfecto. ¿Por qué no me los traes esta tarde a la oficina? ¿Te parece bien a las cuatro? Así podemos revisarlos juntas con calma.
La calidez en sus palabras disipó parte de mis dudas. Respiré hondo, dejando que la seguridad en su voz llenara el vacío que sentía.
—De acuerdo. Allí estaré.
Al colgar, solté un suspiro largo, como si esa breve conversación hubiera liberado parte de la tensión que acumulaba. Miré el reloj; aún tenía tiempo para prepararme. Esta vez, no me pondría un vestido. Elegí un conjunto sencillo pero elegante: unos pantalones anchos de lino y una blusa blanca con delicados bordados en el cuello. Frente al espejo, mientras ajustaba los detalles de mi ropa, algo en mi reflejo llamó mi atención.
No era solo mi apariencia. Había algo en mi postura, en la manera en que mis hombros se alzaban y en la firmeza de mi mirada, que no había visto en mucho tiempo. Por primera vez, mi reflejo parecía devolverme a mí misma.
Antes de salir, cogí la carpeta y la sostuve contra mi pecho. No era solo una recopilación de trabajo; representaba mi identidad, esa parte de mí que había estado enterrada bajo sacrificios y resignación. Cerré la puerta del taller y, al hacerlo, sentí que también cerraba un capítulo. Con la carpeta en mis brazos, di un paso hacia algo que realmente deseaba. Aunque el camino seguía siendo incierto, lo único que sabía con certeza era que no había vuelta atrás.
*****
Cuando el coche llegó a la entrada, me tomé un momento para respirar profundamente antes de entrar. La dirección que le di al chófer salió de mis labios con claridad: la oficina de la señora Meng, ubicada en un tranquilo barrio del centro, rodeado de pequeños cafés y galerías de arte que solía visitar en mis días como estudiante.
Durante el trayecto, mis pensamientos fluctuaban entre el nerviosismo y la emoción. Miré por la ventana, viendo pasar los edificios modernos, aunque mi mente estaba lejos de esa realidad. «¿Qué pensará la señora Meng al ver mis diseños? ¿Seguirá creyendo que tengo talento?», me pregunté, tamborileando los dedos sobre la carpeta. Era imposible ignorar la mezcla de esperanza y miedo que llevaba conmigo. París. El mero nombre evocaba imágenes de pasarelas, talleres llenos de vida y noches iluminadas por la torre Eiffel. Alguna vez, había soñado con ese mundo, pero esos sueños parecían tan lejanos como si pertenecieran a otra vida.
El coche se detuvo frente a un edificio discreto con grandes ventanales. A través del cristal, pude ver rollos de tela apilados y colores que parecían bailar bajo la luz natural. Bajé con cuidado, agradeciendo al chófer antes de cruzar la entrada.
—¡Ai! —La voz de la señora Meng rompió el murmullo del lugar, cargada de la calidez que siempre la había caracterizado.
La vi al otro lado del taller, junto a una mesa grande, rodeada de rollos de tela y maniquíes. Llevaba el pelo recogido en un moño, las gafas ligeramente torcidas y esa mezcla de autoridad y ternura que siempre inspiraba. Me acerqué con pasos firmes, aunque por dentro sentía que cada paso me acercaba más a enfrentarme con mi propio reflejo.
—Señora Meng, aquí están los bocetos —dije, colocando la carpeta sobre la mesa. Mis dedos se aferraron brevemente a la cubierta, como si soltarla significara exponer una parte de mí que había mantenido oculta durante demasiado tiempo.
Ella abrió la carpeta con el cuidado de quien desenvuelve un tesoro. Sus ojos se movieron lentamente de un diseño a otro y, aunque no decía nada, la sonrisa que comenzó a formarse en su cara hablaba más que mil palabras. Cuando detuvo su mirada en uno de los bocetos más intrincados, se giró hacia mí.
—Esto es... maravilloso. —Su voz tenía un tono de genuina admiración. Levantó uno de los dibujos—. Tienes un ojo para los detalles y una habilidad para capturar emociones que no he visto en años. —Hizo una pausa, como si reflexionara antes de añadir—. ¿De verdad has hecho todo esto en tu tiempo libre?
Asentí, sintiendo orgullo y vulnerabilidad al mismo tiempo.
—La mayoría los hice en casa... después de dejar los estudios.
Meng dejó el boceto sobre la mesa y me miró con esos ojos que parecían capaces de leer cada pensamiento no dicho.
—No tienes nada de qué avergonzarte, querida. Estos diseños son prueba de que tu talento sigue intacto. De hecho —señaló el boceto que había elogiado antes—, este podría ser parte de una colección de alta costura sin ningún problema.
Sus elogios me desarmaron. Había esperado aprobación, tal vez una crítica constructiva, pero no palabras tan grandes, tan llenas de posibilidades. Por un momento, sentí una punzada de miedo. ¿Y si no estaba a la altura de esas expectativas?
—Gracias. Realmente significa mucho para mí que piense eso —respondí, mi voz apenas un susurro.
Meng se inclinó ligeramente hacia mí, colocando una mano firme pero afectuosa sobre mi brazo.
—Quiero ser honesta contigo, Ai. He hablado con algunos contactos en París sobre ti. Les mostré fotos del vestido que llevaste a la gala y quedaron fascinados. Allí tienes la oportunidad de unirte a un programa de jóvenes talentos, pero necesito saber si estás lista para dar ese paso.
Las palabras resonaron como un eco que sacudió todo dentro de mí. París. El sueño que había dejado atrás, que había enterrado bajo responsabilidades y miedos, ahora se alzaba frente a mí, tangible y aterrador.
—No sé qué decir... —murmuré, sintiendo que mi corazón latía con fuerza.
Meng me miró con esa paciencia que siempre la había caracterizado.
—No tienes que decidir ahora mismo. Pero el tiempo es limitado y este tipo de oportunidades no se presentan dos veces. —Hizo una pausa y, suavizando su tono, añadió—. Tienes un futuro brillante por delante, Ai. Lo único que necesitas es dar el primer paso.
Miré los bocetos sobre la mesa, mis manos temblando ligeramente al pensar en todo lo que implicaría esa decisión. No era solo un cambio geográfico; era enfrentarme a lo que había dejado atrás y, tal vez, a quien había dejado de ser.
—Gracias por creer en mí, señora Meng. Lo pensaré y le daré una respuesta pronto.
Ella asintió, su mirada cargada de confianza.
—Sé que tomarás la decisión correcta. Estoy aquí para ayudarte en todo lo que necesites.
Pasé el resto de la tarde en el taller, discutiendo cada diseño y escuchando los consejos de Meng. La atmósfera vibrante del lugar, las telas extendidas y los sonidos de las máquinas de coser me devolvían una parte de mí que había estado dormida. Mientras hablábamos, podía imaginarme trabajando en un lugar como ese, viviendo una vida en la que mis manos y mi corazón fueran los que definieran mi futuro.
Cuando llegó el momento de irme, Meng me acompañó hasta la puerta.
—Recuerda, Ai, el miedo es normal, pero nunca dejes que te detenga. La vida tiene formas curiosas de darnos segundas oportunidades.
Sonreí, sosteniendo la carpeta contra mi pecho.
—Gracias por todo, señora Meng. No lo olvidaré.
El aire de la tarde me recibió nuevamente y, mientras caminaba hacia el coche, sentí que el peso en mi interior comenzaba a cambiar. No era menos pesado, pero ahora estaba acompañado de una chispa de esperanza. Tal vez, solo tal vez, estaba más cerca de encontrar el camino de vuelta a mí misma.
CAPÍTULO 11
Bajé del coche con pasos firmes, abrazando la carpeta de bocetos contra mi pecho como si fuera un escudo. La brisa nocturna acarició mi cara mientras subía los escalones de la entrada de la mansión. La casa, siempre imponente y silenciosa, parecía aún más fría esa noche. A pesar de la chispa de esperanza que llevaba conmigo tras mi encuentro con la señora Meng, la soledad que me recibió al cruzar la puerta se sintió como una vieja enemiga, familiar y cruel.
Abrí la puerta con cuidado, evitando romper el silencio sepulcral que reinaba en el vestíbulo. Las luces estaban apagadas y cada paso resonaba haciendo aún más evidente el vacío. Subí las escaleras directamente hacia mi taller, mi único refugio en esa mansión inmensa. Allí, dejé la carpeta sobre la mesa con delicadeza, como si su contenido fuera tan frágil como mis propias emociones.
Miré alrededor de la habitación. Todo estaba en su lugar: el maniquí con el vestido inacabado, las herramientas de costura y las telas cuidadosamente ordenadas. Cada objeto me recordaba las noches solitarias en las que coser había sido mi única forma de mantenerme cuerda. «Tal vez esta sea mi salida», pensé, recordando las palabras de la señora Meng. Pero, aunque el futuro que ella me ofrecía parecía prometedor, la incertidumbre seguía pesando sobre mí como una sombra persistente.
Suspiré y decidí que una ducha me ayudaría a despejarme. Me quité los pantalones de lino y la blusa bordada con movimientos automáticos antes de entrar al baño. El vapor llenó rápidamente el espacio y el agua caliente comenzó a caer sobre mi piel. Cerré los ojos, dejando que el sonido del agua ahogara todo lo demás. Por un breve instante, intenté vaciar mi mente de Chen Hao, París y las decisiones que aún debía tomar. Pero incluso bajo la tranquilidad del agua, las preguntas seguían susurrándome al oído: ¿Qué estoy haciendo? ¿Realmente puedo dejar todo esto atrás?
Cuando salí del baño, mi cuerpo tembló de manera extraña, como si anticipara un momento de miedo. Me envolví en una toalla y caminé hacia la mesilla de noche. Allí, mi móvil vibraba de manera insistente. Fruncí el ceño. Había estado ignorándolo desde que llegué, convencida de que se trataba de notificaciones irrelevantes, pero la persistencia despertó mi curiosidad.
Deslicé el dedo por la pantalla para desbloquearlo. Había varias notificaciones de un número desconocido. Mi corazón comenzó a latir más rápido mientras abría el primer mensaje. Era una fotografía borrosa, pero inconfundible. Chen Hao estaba en ella, de pie junto a una mujer alta y elegante que reía mientras salían de lo que parecía ser un hotel.
El aire pareció desaparecer de mis pulmones. Deslicé el dedo hacia abajo y aparecieron más fotos: Chen Hao con diferentes mujeres, en cenas privadas, entrando y saliendo de hoteles, incluso en clubes nocturnos. Cada imagen era como una daga clavándose profundamente en mi pecho.
Solté el móvil sobre la cama como si quemara, llevándome ambas manos a la cara. Las lágrimas comenzaron a brotar, primero en silencio, luego en un torrente de sollozos que sacudieron mi cuerpo. Me hundí en el borde de la cama, incapaz de detener la oleada de emociones que me invadía.
Todo lo que había soportado, cada humillación, cada noche solitaria, se desmoronó bajo el peso de esas imágenes. Había vivido una mentira, sosteniendo un matrimonio que ahora veía como una farsa cruel.
Las imágenes seguían grabadas en mi mente, cada una más dolorosa que la anterior. Recordé las noches en las que preparé sus platos favoritos, esperando que apareciera para cenar conmigo. No llegó. No llamó. Cuando finalmente volvió, simplemente me lanzó una mirada ausente y subió a su dormitorio. Esa indiferencia era ahora una cadena que me había atado durante años.
Había amado a Chen Hao, incluso cuando su indiferencia había sido un muro infranqueable entre nosotros. Había creído, ingenuamente, que con el tiempo las cosas mejorarían. Pero esas fotos rompían cualquier esperanza que pudiera haber tenido. «¿Cómo pude ser tan ingenua?», me pregunté entre sollozos. El peso de cada sacrificio, de cada intento por ganarme su amor, me golpeó con fuerza. El dolor se mezclaba con una furia silenciosa que crecía en mi pecho como una tormenta.
Me levanté de la cama y salí de la habitación dejando el móvil sobre la cama. Mis pasos me condujeron hasta mi pequeño taller y, cuando accedí a él, mis ojos se posaron en la carpeta de bocetos. Me acerqué a ella, pasando los dedos por la cubierta donde mi nombre brillaba en letras doradas. Esto era mío, lo único que realmente me pertenecía en ese momento.
Las palabras de la señora Meng resonaron en mi mente: «Tienes talento, Xu Ai. Nunca es demasiado tarde para volver». Por un momento, cerré los ojos e imaginé un futuro diferente. Me acerqué al espejo y observé mi reflejo. Mi cara estaba enrojecida por el llanto y mis ojos mostraban el cansancio de años de sacrificios inútiles. Pero detrás de todo eso, había algo más. Una chispa, una fuerza que comenzaba a despertar. La chispa de alguien que había soportado demasiado, pero que aún tenía algo por lo que luchar.
—No puedo seguir viviendo así… —murmuré, dejando que las palabras llenaran el silencio del dormitorio. Era más que una declaración; era una promesa. Había llegado el momento de cambiar. No sabía cómo ni cuándo, pero algo dentro de mí sabía que no podía volver atrás.
CAPÍTULO 12
Poco después, regresé a mi dormitorio y cogí el móvil con manos temblorosas, todavía incapaz de apartar los ojos de las imágenes que había recibido. Cada foto quedó grabada en mi mente, una tras otra, como una secuencia de golpes que me dejaron sin aliento. Sin pensarlo demasiado, marqué el número de la señora Meng. Necesitaba su voz, su sabiduría, algo que me anclara en medio del caos que sentía.
Apenas sonaron dos tonos cuando su cálida voz rompió el silencio.
—Xu Ai, querida, ¿qué sucede? —preguntó, y el tono preocupado en sus palabras casi me hizo derrumbarme de nuevo.
Abrí la boca para responder, pero las palabras no salieron. En su lugar, un leve sollozo escapó de mis labios. Me llevé una mano al pecho, respirando hondo, tratando de encontrar algo de control antes de hablar.
—Señora Meng… —murmuré al fin con voz quebrada—. Necesito irme. No puedo quedarme aquí más tiempo.
Hubo una pausa breve al otro lado de la línea, pero no fue de desconcierto, sino de comprensión. Su respuesta llegó con una determinación firme y reconfortante.
—Entiendo —dijo, con suavidad—. ¿Qué necesitas, Ai? Dime cómo puedo ayudarte.
Cerré los ojos, dejando que su calidez me envolviera. Era la primera vez en mucho tiempo que alguien parecía estar verdaderamente a mi lado, dispuesto a apoyarme sin cuestionarme.
—¿Podría… podría quedarme en su casa hasta que pueda marcharme? —pregunté, mi voz temblando de nuevo, pero llena de una vulnerabilidad que no podía esconder.
—Por supuesto que sí. No tienes que preguntar dos veces. Ven ahora mismo. Aquí estarás segura y podemos trabajar juntas en todo lo que necesites. París estará listo para ti cuando decidas que es el momento —aseguró, y su tono era tan firme que mis lágrimas volvieron a brotar.
—Gracias… —susurré, mi voz entrecortada por la emoción.
—Y escucha, Ai —continuó con un tono astuto pero amable—. Toma un taxi. No quiero que nadie sepa a dónde vas. Es mejor que seas discreta, ¿de acuerdo?
Asentí instintivamente, aunque ella no podía verme. Sus palabras encendieron una pequeña chispa de esperanza en mi pecho, una que crecía lentamente.
—Sí, lo haré. Muchas gracias, señora Meng. De verdad, no sé cómo agradecerle esto.
—No tienes que agradecer nada, querida. Solo ven con cuidado. Aquí estarás bien.
Cuando colgué, me quedé sosteniendo el móvil contra mi pecho, como si ese simple objeto pudiera contener toda la fortaleza que necesitaba para dar el siguiente paso. Las palabras de la señora Meng resonaban en mi mente: «Aquí estarás bien». Esa certeza era todo lo que necesitaba escuchar en ese momento, pero sabía que aún quedaba mucho por hacer antes de salir de esa casa para siempre.
Me levanté, limpiándome las lágrimas con las palmas de mis manos. La decisión estaba tomada. No había vuelta atrás.
Abrí el armario con movimientos precisos, aunque mi corazón latía como si estuviera a punto de estallar. Observé las filas de ropa colgada, mi mirada solo se detuvo en las prendas que había hecho con mis propias manos. Vestidos elegantes, blusas delicadas, pantalones diseñados en noches donde la costura era mi única forma de mantenerme cuerda.
Doblé cada prenda con cuidado, sintiendo que mis dedos temblaban al pasar por la tela. Cada costura, cada detalle, me traía recuerdos de horas solitarias en mi taller. Era un trabajo que nunca había mostrado a nadie, pero en ese momento me di cuenta de que representaban algo más: mi lucha por no perderme.
Cuando terminé con la ropa, pasé al tocador. Los cosméticos, los perfumes y los pequeños lujos que había comprado con mi propia herencia, estaban cuidadosamente organizados. Guardé solo lo necesario, dejando atrás todo lo que no me representaba realmente. Mientras guardaba cada artículo en una pequeña bolsa, recordé las veces que me había mirado en el espejo, tratando de encajar en una vida que nunca fue mía.
Finalmente, entré en mi taller. Miré las telas ordenadas en las estanterías y las herramientas esparcidas sobre la mesa. No podía llevármelo todo, pero cada objeto parecía susurrarme una despedida silenciosa. Recogí solo las cosas esenciales, dejando atrás los restos de lo que había sido mi lucha constante por mantener viva una chispa de creatividad.
Con ambas maletas finalmente listas, respiré hondo. Mis pasos resonaron en el pasillo mientras volvía a mi dormitorio. Sabía que había algo más que necesitaba hacer antes de marcharme.
Abrí la caja fuerte con manos temblorosas. Dentro, junto a algunos documentos importantes, estaba el acuerdo de divorcio que Chen Hao había firmado la noche de bodas. Lo saqué y lo coloqué sobre la mesa de noche. Miré el papel durante unos segundos, dejando que la amargura de ese recuerdo se asentara.
Con un bolígrafo en la mano, firmé con mi nombre al pie del documento. Cada trazo se sentía como una liberación, un acto de afirmación. Cuando terminé, dejé el bolígrafo a un lado y me quité el anillo de matrimonio. Lo observé por un momento, recordando lo que había simbolizado para mí y lo que nunca llegó a significar para él. Luego lo coloqué junto al acuerdo firmado, un gesto definitivo que marcaba el fin de una etapa de mi vida.
Me quedé allí, de pie, observando el anillo y el documento mientras las lágrimas volvían a correr por mis mejillas. Pero esa vez, no traté de detenerlas. Sabía que cada lágrima era parte del proceso de dejar atrás lo que había sido y de aceptar lo que estaba por venir.
Bajé las escaleras con ambas maletas en las manos, mis pasos resonando en el silencio cavernoso de la casa. Al llegar al último escalón, me detuve, tomando un momento para observar el espacio que había sido mi prisión durante un año. El salón, iluminado por la tenue luz de una lámpara, parecía aún más vacío de lo habitual. Era como si la casa reflejara la frialdad y el desdén que habían marcado mi vida aquí.
Dejé las maletas junto al sofá y me giré para mirar alrededor. Mi mirada se detuvo en la mesa del comedor, donde había preparado incontables cenas que nunca fueron compartidas. La cocina, testigo de horas de esfuerzo por agradar a alguien que ni siquiera se molestaba en probar lo que cocinaba. Cada rincón parecía una burla silenciosa de los sacrificios que había hecho, esperando algo que nunca llegó.
Al acercarme a la repisa, una fotografía enmarcada capturó mi atención. Era una imagen de nuestra boda, tomada justo después de la ceremonia. Los dos lucíamos impecables, sonriendo a la cámara como si todo estuviera bien. Pero ahora, al mirar esa foto, lo único que veía era la verdad detrás de esas sonrisas. La mía estaba llena de esperanza; la de él, vacía y calculada.
Extendí la mano hacia el marco, pero me detuve antes de tocarlo. «Esto no es mío», pensé, retirando la mano con firmeza. «Nada de esto lo es». Me alejé, dejando la fotografía en su lugar como un testimonio de la mentira que había sido nuestro matrimonio.
Volví mi atención al gran ventanal que daba al jardín. Durante muchas noches, me había sentado en el sofá, mirando ese mismo paisaje, esperando a Chen Hao. Con la esperanza de que regresara, que se diera cuenta de que yo estaba allí para él. Pero ahora sabía dónde había estado realmente y con quién. Las imágenes en mi móvil no solo habían destrozado mi corazón; habían iluminado la realidad que había evitado enfrentar.
Respiré hondo, dejando que el aire llenara mis pulmones y cerré los ojos por un momento. «Esto termina aquí», me dije, abriéndolos nuevamente con una determinación renovada. Caminé hacia el teléfono que estaba sobre la mesa de la entrada y marqué el número de la compañía de taxis. Mientras la operadora confirmaba que enviarían un coche en cinco minutos, sentí como si cada palabra que pronunciaba sellara mi decisión.
El reloj en la pared marcaba los segundos con una precisión implacable. Aunque sabía que Chen Hao no llegaría antes de las diez, cada minuto parecía una eternidad. Cada pequeño sonido, cada sombra que se movía fuera de la casa, me ponían en alerta. Pero no había lugar para el miedo. Esta vez no.
Cuando vi las luces del taxi reflejándose en el ventanal, una sensación de urgencia se apoderó de mí. Agarré las asas de las maletas con fuerza y me dirigí hacia la puerta. El aire nocturno golpeó mi cara al abrirla, frío y revitalizante, como un recordatorio de que estaba a punto de dar un paso irrevocable.
El taxi esperaba frente a la entrada, sus luces iluminando el camino que estaba a punto de tomar. El conductor, un hombre de mediana edad con un rostro amable, salió del vehículo y se apresuró a ayudarme con las maletas.
Me paré frente a la mansión por un instante más, mirando sus imponentes paredes y ventanas oscuras. Había pasado un año dentro de esos muros, esperando, intentando, soportando. Había querido llenar el vacío con amor, con esperanza, con cada pequeño acto de devoción que podía ofrecer. Pero esa casa, fría y monumental, no había devuelto nada.
Las luces del taxi parpadearon, sacándome de mis pensamientos. Me giré hacia el coche, sintiendo que el peso de mis decisiones comenzaba a ceder ligeramente. Subí al vehículo, cerrando la puerta detrás de mí con un sonido que pareció marcar el final de un capítulo de mi vida.
—¿Hacia dónde, señora?
—A esta dirección —respondí, entregándole el móvil donde la señora Meng había anotado la dirección. Mi voz era firme, aunque sentía que mi corazón latía con fuerza. Cada palabra que pronunciaba era un adiós a la vida que dejaba atrás.
El conductor arrancó suavemente y, mientras nos alejábamos, me permití mirar por última vez hacia la casa. No sentí tristeza, ni remordimientos. Solo una resolución silenciosa. Aquel lugar había sido testigo de mi sufrimiento, pero también había albergado mi resistencia.
Apoyé la cabeza en el asiento y cerré los ojos, dejando que el zumbido del motor y las luces de la ciudad me envolvieran. La señora Meng me esperaba. París era una posibilidad real. Y, aunque el futuro era incierto, una cosa estaba clara: no permitiría que nadie más definiera mi vida.
A medida que el taxi se deslizaba por las calles iluminadas de Shanghái, una sensación de alivio comenzó a asentarse en mi pecho. Había dado el primer paso. Estaba lejos de ser el final de mi lucha, pero era el comienzo de algo nuevo. Algo que por fin sería mío.
Abrí los ojos y observé las luces de la ciudad a través de la ventanilla. Por primera vez en mucho tiempo, no sentí miedo. Solo determinación.
No sabía exactamente qué me esperaba al otro lado de este viaje, pero estaba lista para averiguarlo.
CAPÍTULO 13
Abrí la puerta principal de la mansión y dejé escapar un suspiro mientras aflojaba el nudo de mi corbata. Había sido un día agotador, colmado de reuniones interminables y decisiones críticas. Aunque los resultados fueron positivos, el peso de la jornada me hacía anhelar solo una cosa: silencio.
Mis pasos resonaron en el amplio vestíbulo al cerrar la puerta tras de mí. Era una rutina familiar, pero esa noche algo se sentía diferente. Me detuve en seco, frunciendo el ceño mientras examinaba el espacio con la mirada.
Dejé el maletín junto al sofá del salón y colgué la chaqueta en el respaldo de una silla. Me dirigí a la cocina, buscando algún indicio de vida, pero todo estaba en su lugar. Los electrodomésticos brillaban bajo la tenue luz del techo y el aire estaba tan quieto que podía escuchar mi propia respiración.
Abrí el frigorífico por costumbre. La ausencia de comida preparada, que siempre solía encontrar, me hizo cerrarlo con más fuerza de la necesaria. Una punzada de inquietud me atravesó. Desde el aniversario, Xu Ai, no me dejaba nada de comer.
Me pasé una mano por el pelo, observando el vacío en la cocina. Aunque todo estaba inmóvil, el ambiente estaba impregnado de algo que no lograba identificar.
Subí las escaleras lentamente, temiendo lo que podría descubrir. La puerta del dormitorio de Xu Ai estaba entreabierta, como si me invitara a entrar. Una parte de mí quería empujarla y confirmar que todo seguía en orden, pero algo me detuvo.
A mi izquierda, una puerta que siempre había estado cerrada ahora estaba abierta. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal mientras fijaba mis ojos en esa inesperada apertura. Sin pensarlo dos veces, cambié de rumbo y me dirigí hacia esa habitación.
Me quedé en el umbral, como si cruzar esa línea fuera un acto de invasión. Mis ojos recorrieron el espacio, intentando comprender lo que veía. Un maniquí vacío, cubierto con restos de alfileres, se erguía en una esquina. La máquina de coser, sobre una mesa robusta, tenía una capa de polvo apenas perceptible, como si Xu Ai la hubiera usado hasta hace poco. En el suelo, retazos de tela de diversos colores estaban esparcidos junto a pequeñas bobinas de hilo.
Avancé lentamente hacia el centro de la habitación, con las manos en los bolsillos, intentando contener la creciente tensión en mi cuerpo. Todo en ese lugar hablaba de ella: el orden meticuloso, los colores cuidadosamente seleccionados y la energía silenciosa que impregnaba cada rincón.
Pasé los dedos por la superficie de la máquina de coser y un escalofrío me volvió a recorrer la espalda. ¿Cuánto tiempo llevaba Xu Ai trabajando en completo secreto? Un recuerdo fugaz me golpeó: Xu Ai con su vestido carmesí, radiante y segura, destacando entre la multitud. En ese momento, solo sentí orgullo por tener a alguien como ella a mi lado, pero nunca me molesté en preguntarle los detalles. Ahora entendía que cada una de esas prendas había salido de ese lugar, de sus manos.
El peso de esa comprensión me obligó a apoyarme en la mesa. Respiré hondo, intentando calmar la opresión que crecía en mi pecho. Observé las paredes, donde aún quedaban restos de papel y grapas. Bocetos. Habían estado allí, pero ahora estaba vacío.
Un miedo inexplicable comenzó a instalarse en mi interior. ¿Por qué no estaban los bocetos? ¿Qué significaba eso? Las piezas del rompecabezas empezaron a encajar, pero el panorama que dibujaban me aterrorizaba.
Giré sobre mis talones y salí del taller, dejando la puerta abierta. Mis pasos me llevaron hacia el dormitorio de Xu Ai. Empujé la puerta con más fuerza de la necesaria, como si enfrentarme a la verdad pudiera darme respuestas. El aire dentro de la habitación era distinto, más frío, como si su ausencia hubiera impregnado cada rincón.
Caminé hacia el armario con movimientos tensos, casi temiendo lo que iba a encontrar. Al abrir las puertas, la realidad me paralizó: las prendas que ella misma había confeccionado, las mismas que siempre lucía en cada evento, ya no estaban allí. Las perchas vacías colgaban como un recordatorio cruel.
Cerré el armario de golpe y me volví hacia el tocador. El lugar donde guardaba sus cosméticos y pequeños objetos personales estaba vacío. Cuando me giré para salir de la habitación, un destello en la mesita de noche llamó mi atención. Mi corazón se detuvo por un instante mientras mis ojos se fijaban en algo que no debería estar allí: un documento perfectamente alineado con un anillo de boda colocado encima.
El acuerdo de divorcio.
Mis piernas flaquearon al avanzar hacia la mesita de noche, como si mi cuerpo intentara resistirse a lo inevitable. Pero no podía ignorarlo. Cada paso me acercaba más a una verdad que no quería enfrentar. Me incliné para coger el documento, mis manos temblorosas mientras lo abría. Allí, junto a mi firma, estaba la de Xu Ai, firme y clara, como una sentencia definitiva.
El anillo brillaba con un resplandor irónico bajo la tenue luz de la lámpara. Lo cogí, recordando el día que lo deslicé en el dedo de Ai, un símbolo que ahora se sentía vacío.
Mis labios se tensaron mientras dejaba el documento y el anillo en su lugar. Di un paso atrás, con la mirada perdida. «¿Qué he hecho?», pensé, incapaz de articular mis emociones.
No era momento de rendirme a la desesperación. Torpemente saqué el móvil del bolsillo y marqué el número de Xu Ai. Llevaba tanto tiempo sin hacerlo que ni siquiera recordaba la última vez que la había llamado.
El tono de espera sonó una, dos, tres veces, antes de que una voz mecánica me diera la respuesta que temía: «El número que ha marcado no está disponible».
Mi mano tembló mientras colgaba y marcaba de nuevo, pero el resultado fue el mismo. Cada intento fallido aumentaba mi angustia. Finalmente, dejé caer el móvil sobre la cama, apretando los puños con frustración.
A pesar de que mi mente me gritaba que ella se había ido, mi corazón se negó a aceptarlo. Con pasos decididos, salí del dormitorio y regresé al taller. Miré desesperadamente a mi alrededor, buscando algo, cualquier cosa que pudiera darme una pista sobre dónde estaba Xu Ai.
Pero el lugar estaba vacío de respuestas. La máquina de coser, el maniquí vacío, las paredes con restos de grapas… Todo hablaba del esfuerzo y la dedicación de Xu Ai, pero no de su paradero.
Frustrado, salí y comencé a explorar la casa como un poseso. Bajé al primer piso, un espacio que raramente visitaba, y me detuve frente a las ventanas que daban al jardín trasero.
Por primera vez en un año, me di cuenta del estado del jardín. Las flores estaban perfectamente cuidadas, los arbustos podados con precisión y el césped impecablemente verde. Era evidente que Xu Ai había invertido tiempo y esfuerzo en mantenerlo, algo que yo nunca había apreciado, ni siquiera recordaba que existía.
El aire se volvió pesado y sentí que se me apretaba el pecho. Me deshice de la corbata con movimientos bruscos, intentando aliviar la presión. Pero la verdad era que no podía escapar del sentimiento que me invadía: había subestimado por completo a Xu Ai, su dedicación, su trabajo, y ahora su ausencia era un vacío que me consumía.
Regresé al salón con pasos erráticos. Todo parecía diferente ahora, cada rincón de la casa era un recordatorio de mi indiferencia hacia la mujer que tanto se había esforzado por mí.
Me desplomé en el sofá, con las manos temblando mientras sacaba mi móvil. Sabía que no podía quedarme de brazos cruzados. Con dedos firmes, marqué el número de mi secretario personal.
—¿Señor Chen? —contestó Jiang, claramente sorprendido por la hora.
—Quiero que la información que te pedí sobre mi mujer esté en mi escritorio mañana a primera hora —ordené, tratando de sonar firme, aunque mi tono tenía un trasfondo de urgencia que no podía ocultar.
—Sí, señor. ¿Algo más?
Cerré los ojos, apoyando la cabeza en el respaldo del sofá mientras mantenía el teléfono junto al oído.
—Necesito que todos los conductores que hayan tenido contacto con ella estén en mi despacho antes de las diez.
—Entendido, señor.
—Eso es todo —respondí, cortando la llamada con un movimiento seco.
Me levanté del sofá y subí al segundo piso. La casa estaba en silencio, pero mi mente era un torbellino de emociones: confusión, culpa y un miedo creciente que nunca había experimentado.
Entré en mi dormitorio y cerré la puerta. Me senté al borde de la cama, enterrando las manos en mi cara. El eco de mi propia respiración llenó la habitación. Había perdido algo que nunca valoré como debía y esa comprensión me estaba destrozando desde dentro.
Finalmente, me tumbé en la cama sin siquiera cambiarme de ropa. Cerré los ojos, pero el sueño no llegó. Solo el vacío, el mismo que ahora dominaba mi hogar.
CAPÍTULO 14
Levanté la cabeza y miré los documentos sobre el escritorio, pero no vi nada. Mi mente estaba atrapada en la imagen de Xu Ai. Las imágenes se sucedían como una película cruel: las noches en soledad que le ofrecí mientras me escudaba en el trabajo; las cenas que ella preparó con esmero, dejadas intactas sobre la mesa porque yo no podía soportar su mirada cargada de preguntas.
Recordé las veces que la ignoré cuando intentaba hablarme, las sonrisas que fingía frente a los demás mientras yo la trataba como un objeto decorativo. Su paciencia, su entrega, soportando humillaciones silenciosas solo para permanecer a mi lado. Cada una de esas escenas era como un golpe que me atravesaba el pecho.
Había construido un muro entre nosotros para protegerme del amor que creía que me destruiría. Pero ese muro no solo me mantuvo a salvo; también nos separó. A ella la condenó a una soledad que no merecía y a mí me dejó encerrado en una cárcel de indiferencia.
No era solo lo que había perdido; era lo que había destruido. Mientras ella intentaba construir un hogar, yo me encargaba de demolerlo con cada gesto frío, con cada palabra cargada de desprecio. Y, aun así, Xu Ai lo seguía intentando. Las pequeñas señales de su dedicación estaban en todas partes, desde el jardín que cuidaba con esmero hasta las habitaciones que llenó de vida.
«Todo esto es culpa mía», pensé, sintiendo que el remordimiento me desgarraba. No había valorado nada. Había sido demasiado orgulloso, demasiado cobarde para admitir que ella era lo único que realmente necesitaba.
Me enderecé de golpe, dejando atrás el pensamiento de la pérdida. Xu Ai se había marchado, pero eso no significaba que todo hubiera terminado. Si había algo que pudiese hacer, lo haría. Inspiré profundamente y me obligué a recuperar el control, no por mí, sino por ella. Encontrarla y enmendar el daño no era una opción; era la única meta que importaba.
*****
Me senté en mi sillón de cuero negro, juntando las manos frente a mí. Podría parecer una postura serena, casi reflexiva, pero mis dedos tamborileaban de manera casi imperceptible, traicionando mi ansiedad. Aunque mi postura rígida proyectaba autoridad, la tensión en mi mandíbula hablaba de otra cosa: frustración, ansiedad y una pérdida que se hacía cada vez más difícil de ignorar.
Frente a mí, los dos conductores esperaban en silencio, como soldados al borde del castigo. Lin, el mayor, entrelazó los dedos con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. El más joven mantenía las manos rígidas pegadas a los costados, como si temiera que cualquier movimiento lo delatara. Ambos evitaban mi mirada, clavando los ojos en el suelo, pero sus respiraciones agitadas delataban su nerviosismo.
Los observé en silencio durante unos segundos, dejando que la incomodidad se asentara. Mientras tanto, mi mente era un torbellino. ¿Cómo había estado tan ciego? Xu Ai se había movido con libertad bajo mi propio techo, y yo, demasiado concentrado en mi orgullo, no había notado nada. Ahora, cada segundo que pasaba sin respuestas era una tortura.
—¿A dónde han llevado a mi mujer en los últimos días? —pregunté finalmente, con una voz baja pero cargada de autoridad.
Lin dio un paso adelante, entrelazando las manos frente a él. Parecía medir cada palabra antes de hablar, como si su respuesta pudiera definir su destino.
—Señor Chen, llevé a la señora a un café en el distrito central hace unos días. Estuvo allí unas dos horas —dijo, manteniendo la vista fija en el suelo.
—¿Con quién se reunió? —insistí, inclinándome ligeramente hacia él. Mi tono no cambió, pero la intensidad de mi mirada lo hizo vacilar por un instante.
—Con una mujer mayor, señor. No conozco los detalles, pero parecía una reunión amistosa. La señora Chen salió del café muy feliz y me pidió que la llevara de regreso a casa.
Feliz. Esa palabra golpeó algo en mi interior. La imagen de Xu Ai sonriendo, con una felicidad que yo nunca había sabido darle, era como una bofetada. ¿Qué clase de conversación había podido tener para sentirse así? ¿Por qué nunca me preocupé por saber qué cosas le hacían feliz?
—¿Qué más? —pregunté, sin apartar mis ojos de él.
El chófer tragó saliva y dio un paso al frente. Sus manos temblaban ligeramente, pero su voz, aunque vacilante, se mantuvo firme.
—Señor, llevé a la señora al taller de una diseñadora hace tres días. Permaneció allí varias horas. Al finalizar, me pidió que la llevara de regreso, pero al llegar a la mansión, me dijo que ya no necesitaría más mis servicios. Como era tarde, no imaginé que...
—¿No imaginaste qué? —presioné, dejando que mi tono se endureciera.
—Que… estaba planeando marcharse, señor —admitió el chófer, bajando la mirada como si la confesión fuera una sentencia.
El silencio que siguió fue opresivo. Me recliné en el sillón, cruzando las piernas deliberadamente, mientras procesaba lo que acababa de escuchar. Algo en mi interior me decía que estas piezas del rompecabezas eran más importantes de lo que parecían, pero aún no lograba ver la imagen completa.
—¿Algo que añadir? —pregunté finalmente, dejando que la pregunta flotara en el aire.
Ambos conductores negaron con la cabeza. Hice un gesto breve, indicándoles que podían irse. Se inclinaron ligeramente antes de abandonar la sala, dejándome solo con mis pensamientos.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, me quedé inmóvil durante unos minutos. Mi mirada estaba fija en un punto indefinido, mientras las palabras de los empleados resonaban en mi mente. Me volví hacia mi ordenador con un movimiento decidido y busqué la dirección del taller mencionado. En pocos segundos, apareció en la pantalla una imagen del lugar: un pequeño recinto con un letrero modesto que coincidía con la descripción.
Mis ojos recorrieron cada detalle de la fotografía. No era solo un taller. Era el último eslabón de una cadena que no había sabido ver, el espacio donde Xu Ai había invertido horas que yo jamás le dediqué.
—No tenías la intención de irte… ¿Por qué decidiste lo contrario? —murmuré, llevando las manos a la cara. El peso de mis propias palabras me dejó paralizado por un instante.
Un golpe en la puerta interrumpió mis pensamientos. Cerré los ojos un momento, endureciendo mi expresión antes de volver a enfrentar el mundo.
—Adelante —ordené, enderezándome en el sillón mientras mis emociones se ocultaban tras una máscara de frialdad.
*****
Mi secretario entró con pasos firmes pero calculados, cerrando la puerta tras de sí con suavidad. Su expresión era neutral, pero la forma en que sujetaba los documentos delataba la importancia de la información que traía. Tal vez demasiada importancia.
—Señor Chen, aquí está el informe completo que solicitó sobre su mujer —dijo mientras avanzaba hasta el escritorio y colocaba el expediente frente a mí.
Lo miré fijamente durante unos segundos antes de recoger los documentos. El peso en mis manos no era solo físico; cada página contenía fragmentos de una vida que nunca me había molestado en conocer. Y ahora, con Xu Ai desaparecida, cada palabra parecía una acusación silenciosa, como si el tiempo mismo me reclamara todo lo que había ignorado.
Abrí el expediente con movimientos meticulosos. Mi mirada se desplazó por los datos iniciales: fecha de nacimiento, antecedentes académicos, finanzas. Todo parecía normal, casi predecible, hasta que llegué a un apartado titulado «Contexto familiar».
Fruncí el ceño mientras leía las primeras líneas. «La señora Xu firmó un acuerdo de ruptura con su familia un día antes de su matrimonio». Las palabras parecían bailar frente a mis ojos, desafiándome a comprenderlas.
—¿Qué es esto? —murmuré, más para mí que para Jiang, pero él permaneció en silencio, esperando.
Alcé la mirada hacia él, con la tensión palpable en mi expresión. Jiang carraspeó antes de hablar.
—Señor, según el investigador, la señora Chen cortó oficialmente los lazos financieros y legales con su familia el día antes de su boda. Ese acuerdo incluía renunciar a cualquier herencia o apoyo económico que pudiera recibir de ellos.
Parpadeé, sorprendido. Había escuchado a mi suegro hablar innumerables veces sobre la «unión familiar» como la base de nuestro matrimonio. Incluso había insistido en que nuestra relación fortalecería ambos clanes. Pero ahora descubrí que Ai había roto esos lazos antes de casarse conmigo.
—¿Y mi suegro? —pregunté, con un tono bajo pero lleno de intensidad—. Siempre se presenta como el padre protector.
Jiang bajó ligeramente la mirada, anticipando mi reacción a lo que estaba a punto de revelar.
—Según el investigador, la señora Chen fue criada por su abuela materna, no por su padre. Después de la muerte de su madre, cuando ella tenía diez años, el señor Xu se casó de nuevo. La madrastra no la trataba bien y fue la abuela quien asumió su crianza.
Las palabras cayeron sobre mí como un martillo. Intenté procesarlas, pero cada nuevo dato parecía desmantelar la versión que yo había construido en mi mente. Xu Ai, la mujer que había amado en silencio durante años, no era la figura fría y calculadora que había imaginado. Era alguien completamente distinto, alguien que había enfrentado dificultades que nunca imaginé.
—¿Por qué no sabía esto? —pregunté en voz baja, más como un reproche hacia mí mismo.
Jiang, sin embargo, respondió con cautela.
—La señora Chen no compartió esta información, señor. Y según el investigador, ella nunca intentó aprovecharse de su posición como su mujer. Todo lo que ha hecho desde su matrimonio ha sido con los recursos que heredó de su abuela.
Cerré los ojos por un momento, dejando que las palabras calaran en lo más profundo. La imagen que Jiang pintaba no era la de una oportunista. Era la de una mujer independiente, que había cargado sola con un peso inmenso. Pero entonces, ¿por qué aceptó el matrimonio?
—¿Por qué accedió a casarse? —pregunté finalmente, abriendo los ojos y mirando a Jiang con intensidad.
El secretario pareció dudar por un instante antes de responder.
—El señor Xu la chantajeó, señor. La herencia de la abuela estaba en sus manos y él se negó a entregársela a menos que aceptara casarse con usted.
Mis puños se cerraron con fuerza sobre el escritorio, pero mi cara permaneció inexpresiva. Por dentro, sin embargo, se estaba gestando una tormenta . Durante todo este tiempo, había creído que Xu Ai se había casado por interés, por conveniencia. Pero ahora descubría que fue obligada, que había sacrificado todo para proteger lo poco que le quedaba.
Jiang, consciente de la tensión que llenaba la sala, continuó con cautela.
—Además, señor, encontramos un diario que pertenecía a la señora. Es un cuaderno infantil, lleno de anotaciones y dibujos de cuando era niña.
Levanté la cabeza de inmediato, mi mirada afilada.
—¿Un diario? ¿Dónde estaba?
—En la casa de su abuela, señor. Parece que su mujer lo dejó allí antes de mudarse con usted.
Jiang sacó un pequeño cuaderno de su cartera y lo colocó sobre mi escritorio. La cubierta estaba desgastada, pero en la esquina inferior derecha aún se leían las iniciales «X.A.».
Miré el cuaderno durante unos segundos antes de estirar la mano para cogerlo. Al abrirlo, vi dibujos simples pero llenos de detalles: flores, casas, vestidos. Había notas escritas con una letra pequeña y delicada, los pensamientos de una niña que soñaba con un mundo mucho más amable que el que había conocido.
—¿Necesita algo más, señor? —preguntó Jiang, rompiendo el silencio.
Cerré el diario y lo dejé sobre la mesa. Mi voz, aunque baja, sonó firme.
—No, Jiang. Eso será todo por ahora. Gracias.
Jiang asintió y se retiró, cerrando la puerta detrás de él. Me recosté en mi silla, el peso de todo lo que acababa de descubrir presionaba mi pecho. Mis ojos regresaron al diario, a las páginas llenas de sueños y pensamientos infantiles y, por primera vez en años, sentí una punzada de algo que apenas reconocí: remordimiento.