Los pitidos ahora familiares me despiertan de nuevo.
Mi garganta está áspera y rasposa. Mi cuerpo pesa mil libras, con extremidades pesadas y poco cooperativas mientras intento incorporarme, pero aún así es mejor que el sueño que acabo de tener.
Algo no está bien. El aire está demasiado quieto, demasiado cálido. El ventilador está apagado.
Busco a tientas la luz junto a la cama, presionando el interruptor. Nada. La electricidad sigue cortada, como era de esperar.
El suave golpeteo de la lluvia contra el techo metálico llena el silencio —todavía hay tormenta entonces. Pero debajo de ese ritmo constante, hay algo que falta. No hay ruido de pequeños pies. No hay conversaciones susurradas entre los niños. No hay respiración suave de Bun a mi lado.
Bun.
Mi corazón golpea contra mis costillas mientras palpo la cama a mi alrededor. Vacía.
—¿Bun? —Mi voz se quiebra. La oscuridad no ofrece respuesta, solo un silencio hueco que grita mal mal mal.