Klass

La piedra seguía húmeda de sangre, oscura, densa, y aún tibia, los hombres se encontraban en el piso y uno de ellos yacía muerto.

Valen temblaba, encogida contra la pared, con los brazos cubriéndole el pecho como si el frío pudiera tragársela.

El encapuchado la miraba en silencio, sus ojos ocultos tras la sombra de la capucha, pero su presencia no era amenazante, era firme y tranquila, sin decir una palabra, se quitó su capa—raída, con costuras remendadas y olor a humedad—y la extendió hacia ella, su rostro quedo al descubierto era un hombre algo mayor de cabello corto oscuro, su mirada era dura pero ala vez la miraba con preocupación.

Valen la tomó con manos inseguras, aún manchadas, se cubrió lo mejor que pudo.

—¿De dónde vienes? —preguntó él por fin. Su voz era grave, sin dureza.

Ella dudó, no por miedo, sino por algo más primitivo: desconfianza.

Pero no tenía opciones.

—De Tharisster... un pueblo al oeste de aquí —murmuró—. Mis padres murieron hace poco.

El hombre asintió, sin sorpresa.

—Así que huiste, de tu casa y tu dolor, te entiendo...

Valen lo miró con el ceño fruncido.

—No hui —respondió, con voz baja pero firme—. Estaba buscando una forma de alimentar a mis hermanos menores.

Por un instante, el silencio se volvió más denso que el aire, luego, el hombre inclinó levemente la cabeza, como si aprobara su respuesta y le extendió la mano.

—Entonces ven. Quizás pueda darte esa oportunidad.

Caminaron por las sombras de callejones donde incluso la luna evitaba asomarse.

Pasaron una fuente seca con estatuas rotas por el tiempo y los saqueos.

Detrás de ella, el hombre movió una losa que cubría una trampilla oculta.

El hedor subió como un golpe.

—¿Esto es...? —preguntó Valen, tapándose la nariz con la capa.

—Las cloacas —respondió el encapuchado—. Te acostumbrarás.

Valen no lo creía posible.

Avanzaron por pasadizos húmedos, donde ratas chillaban en la distancia y los ecos deformaban cada paso, los muros estaban cubiertos de musgo y las antorchas dispersas apenas iluminaban el camino.

Al cabo de un rato, llegaron a un pasaje de piedra más amplio, donde telas colgaban como cortinas improvisadas. Más allá, una luz cálida temblaba entre paredes irregulares, la guarida se abría ante ellos.

Niños dormidos en mantas viejas, adultos sentados en círculos, compartiendo sopas en ollas metálicas sobre fogones improvisados, poca comida, menos orgullo, pero había calor humano.

—Bienvenida a Klass —dijo el hombre—. Robamos lo que el reino roba, no matamos, no abusamos, solo sobrevivimos.

Las palabras golpearon con fuerza, especialmente la última.

Valen tragó saliva.

El recuerdo la alcanzó.

El cuerpo del hombre del burdel.

La daga.

La sangre.

—Yo... maté a uno —susurró, como si confesara un pecado.

El hombre la miró con calma.

—Era alguien que te quiso hacer daño, no fue asesinato, fue defensa y no fuiste la única.

Detrás de una cortina raída emergió una mujer alta, con cabello castaño enmarañado y una cicatriz que cruzaba su ceja izquierda.

Sus ojos eran duros, pero no crueles.

—¿Otra chica? —dijo, con tono seco, luego, al ver el estado de Valen, su expresión cambió a una mezcla de evaluación y desagrado hacia el mundo.

—¿La violaron?

—No, se defendió —respondió el hombre—. Mejor que muchos aquí.

—Claro que sí —resopló la mujer—. Hay niña con ese rostro, seguro llamaste la atención.

Valen bajó la mirada, pero no lloró, la mujer se acercó, sin dulzura, pero tampoco con desprecio, le colocó una manta más sobre los hombros.

—Soy Moriah. Él es Larios, mi idiota de compañero, si no gritas de noche, si sabes cuándo callar, y si tienes hambre... entonces eres bienvenida.

Valen no respondió.

Pero sintió algo en el pecho: Una tensión que por fin cedía.

Moriah le extendió una taza metálica con sopa espesa, olor extraño, pero sabía a comida.

Uno a uno, algunas personas se acercaron, algunos murmuraron sus nombres—la mayoría falsos—otros solo sonrieron.

Dos niños pequeños se sentaron frente a ella, con las rodillas juntas y ojos grandes de curiosidad.

—¿Tú cómo te llamas? —preguntaron.

Valen parpadeó.

El calor en sus manos, el aroma del caldo, la mirada inocente de los niños no pudo evitar sonreír por primera vez en días.

—Valen.

Y por esa noche, eso fue suficiente.