Capítulo 3: Miradas cruzadas

Alejandro nunca había sido de los que retroceden.

Sus miradas chocaron como relámpagos, cargadas de desafío y una tensión que vibraba en el aire. Ninguno cedió primero, sosteniendo los ojos del otro con una intensidad que parecía detener el tiempo. Finalmente, Alejandro esbozó una sonrisa afilada, con un dejo de ironía que no ocultaba su seguridad.

—Soy Alejandro, segundo de Relaciones Internacionales —dijo, su voz calma pero firme, como si cada palabra estuviera tallada en piedra.

El chico frente a él no respondió de inmediato. Con una lentitud casi provocadora, se quitó los auriculares, enrollándolos alrededor de su teléfono con un gesto que destilaba indiferencia, aunque sus ojos nunca abandonaron los de Alejandro.

—Si me buscas, ya sabes dónde encontrarme —añadió Alejandro, con una sonrisa fría que era tanto una invitación como una advertencia—. Aquí estará Álex, esperándote.

Esa misma noche, un mensaje llegó desde un número desconocido:

“Eres un cabrón.”

Alejandro arqueó una ceja, divertido a su pesar. Tecleó una respuesta rápida, con un toque de sorna:

“El cabrón serás tú.”

La conversación, absurda y casi infantil, murió ahí, y Alejandro agradeció en silencio no tener que lidiar con un intercambio más ridículo.

Esperaba unos días de calma, pero la paciencia no parecía ser el fuerte de sus adversarios. Al día siguiente, tras sus clases, se topó con Tomás Fuentes frente al café del campus. Venía solo, algo que sorprendió a Alejandro, quien esperaba verlo acompañado, quizá buscando intimidarlo con refuerzos.

Sin mediar palabra, Tomás se lanzó hacia él con el puño en alto. Alejandro, con reflejos afilados, esquivó el golpe inicial. Intentó mantener la pelea a raya, pero la frustración de los últimos días rugía en su interior, exigiendo liberarse. No tardó en devolver el ataque, cada movimiento preciso, como si la rabia acumulada encontrara su cauce.

La pelea atrajo miradas curiosas en segundos. Mateo salió corriendo del café, justo cuando Alejandro, con un filo de irritación en la voz, gritó:

—¿Me puedes explicar cuál es tu problema conmigo? ¡Estás ladrándole al árbol equivocado!

Tomás, con los ojos encendidos de odio, escupió:

—Eres una basura.

Alejandro respiró hondo, luchando por mantener la calma.

—¿Y eso lo sacas de dónde? —preguntó, su tono cortante pero controlado.

Tomás replicó con desprecio:

—¿Te gustó el color de tu coche? Te queda perfecto.

Harto de rodeos, Alejandro lo cortó en seco:

—Habla claro o no me contendré más. Si quieres seguir actuando como perro rabioso, te trataré como tal.

Tomás, ciego de furia, se abalanzó de nuevo. Mateo intentó meterse entre ellos, pero Alejandro lo apartó con un gesto firme, negándose a convertir aquello en una pelea desigual.

Para evitar un espectáculo público, Alejandro subió al segundo piso del café, seguido por Tomás. Mateo y el dueño bloquear了 las escaleras, conteniendo a los curiosos y dejando a los dos contendientes solos en el espacio vacío.

Arriba, Alejandro logró inmovilizar a Tomás contra el suelo, su respiración agitada pero controlada. Pero entonces, una sombra irrumpió. Unas manos fuertes lo agarraron por los hombros, apartándolo con brusquedad. Desprevenido, Alejandro recibió una patada de Tomás en el abdomen que lo dejó sin aliento, el dolor atravesándolo como un relámpago.

El caos estaba a punto de desbordarse cuando Mateo y el dueño lograron separarlos. Alejandro se incorporó con dificultad, el rostro contraído por el dolor pero sin perder la compostura.

Mateo, furioso, se dirigió al recién llegado:

—Eso fue rastrero, tío.

El chico respondió con una frialdad que helaba el aire:

—Disculpas.

Su arrogancia provocó murmullos de desaprobación entre los presentes. Alejandro alzó la vista, reconociendo al instante a su nuevo adversario: el mismo chico de la residencia, con esos ojos oscuros que parecían guardar un desafío perpetuo.

Cansado, pero sin doblegarse, Alejandro exigió:

—Explíquenme de una vez qué tienen contra mí. Si es mi culpa, lo asumiré. Pero si no, esto no termina aquí.

El desconocido respondió con una voz seca, casi cortante:

—Carla es la novia de mi amigo.

Un silencio pesado llenó el espacio. El chico sacó el teléfono de Tomás y mostró una foto. En ella, Carla aparecía abrazada a otro joven, sonriendo de una forma que Alejandro no había visto antes. El impacto fue más doloroso que cualquier golpe físico, como si algo en su pecho se resquebrajara.

Tras un silencio que pareció eterno, Alejandro se puso de pie, visiblemente afectado pero con la cabeza en alto.

—Si eso es cierto, lo acepto —dijo, su voz baja pero firme—. Pero si mientes, esto no quedará así.

Antes de marcharse, esbozó una sonrisa amarga, cargada de desafío:

—¿Y tú cómo te llamas, campeón?

—Iván Cruz —respondió el chico, con una indiferencia que ocultaba un brillo peligroso en los ojos.

—Muy bien, Iván —dijo Alejandro, su sonrisa afilándose—. Nos veremos pronto.

Regresó al dormitorio de Mateo, con el cuerpo dolorido y el orgullo herido. Intentó restarle importancia, pero su rostro lo delataba.

—¿Estás bien? —preguntó Mateo, con genuina preocupación.

—Solo fue un golpe —respondió Alejandro, forzando una sonrisa, aunque el peso en su pecho era innegable.

Mateo notó que escribía algo en su móvil. Al echar un vistazo, vio un mensaje breve:

“Carla, ¿conoces a Tomás Fuentes e Iván Cruz?”

La respuesta llegó casi al instante:

“Lo siento, Alejandro.”

Mateo observó en silencio, sintiendo una punzada de rabia por su amigo. Finalmente, preguntó:

—¿Quieres que la bloquee?

Alejandro asintió sin decir palabra.

Mateo suspiró, tratando de aligerar el ambiente:

—¿Te sientes mal?

—No es eso —respondió Alejandro, con un amargor que no podía disimular—. Es solo… humillante.

Mateo intentó animarlo:

—No es tu culpa, Álex. No sabías que tenía novio, ella lo ocultó. Si lo hubieras sabido, nunca habrías ido tras ella.

Alejandro lo entendía, pero la vergüenza ardía en su interior. Por orgullo, días después envió dinero a Tomás para cubrir los daños de la pelea, decidido a cerrar el asunto. Sin embargo, el sabor amargo persistía.

Las semanas siguientes, Alejandro se replegó en sí mismo. Frente a sus amigos, mostraba una fachada de indiferencia, pero su desgana era evidente.

—No te preocupes —le dijo un compañero, intentando levantarle el ánimo—. Si quieres una novia, puedo presentarte a alguien.

—Estoy bien solo —respondió Alejandro, con una voz apagada que traicionaba su fachada.

Mateo, desde el otro lado de la habitación, bromeó:

—Relájate, Álex tiene carisma para regalar. Si quisiera, tendría más citas que todos nosotros juntos.

Alejandro esbozó una sonrisa débil, ocultando su decepción tras una máscara de indiferencia. Pero en el fondo, algo nuevo comenzaba a agitarse: la imagen de Iván Cruz, con su mirada desafiante y su arrogancia magnética, no dejaba de rondar su mente.