—Mírate, Álex —rió Mateo, incapaz de contenerse—. Lo único que te queda es esa cara bonita.
—Ni jugando al billar te callas —resopló Alejandro, recostado con los ojos cerrados, la voz cargada de una fingida exasperación que no podía ocultar su diversión.
El incidente con Tomás e Iván Cruz se desvaneció en el olvido. No se reportó, y dos semanas después, el campus parecía haberlo archivado como una anécdota más. Las facultades de Relaciones Internacionales y Química no compartían clases, y era probable que no volvieran a cruzarse hasta la graduación. Alejandro, aunque estuvo decaído unos días, pronto recuperó su chispa habitual, como si la tormenta nunca hubiera pasado.
Pero, como dice el dicho: no hay historia sin coincidencias. Y cuando el destino decide que dos caminos se encuentren, no hay escapatoria posible.
Las semanas de Alejandro estaban divididas: las impares, repletas de clases; las pares, un remanso de tranquilidad. Sus compañeros de cuarto, mayores y absorbidos por sus estudios, pasaban horas en la biblioteca. A veces, él les reservaba sitios, aunque solo fuera para sentarse a juguetear con el móvil bajo la excusa de “estudiar”.
Una mañana, llegó temprano a la biblioteca con el termo de Javier en la mano, asegurándose un lugar junto a las grandes ventanas del cuarto piso, donde la luz se derramaba como un río dorado. Sacó el móvil y envió una foto al grupo de sus compañeros:
“¿Bastante luz, no?”
Javier respondió al instante: “Perfecta. Besitos.”
Alejandro replicó con sorna: “Guarda tus besos, ¿o quieres que te pinte de verde también?” Y etiquetó al otro compañero, riendo para sí mismo.
Aburrido tras un rato con el móvil, decidió explorar los estantes. Encontró un ejemplar de Historia del mundo y regresó con la intención de hojearlo, aunque sospechaba que no pasaría del índice.
Al volver, notó que alguien ocupaba el asiento frente al suyo. Gorra negra, chaqueta oscura, una figura que parecía fundirse con las sombras del rincón. Al acercarse, lo primero que captó su atención fue la piel pálida del cuello expuesto, contrastando con el borde oscuro de la chaqueta.
Alejandro se sentó, abrió el libro y hojeó el índice con fingida concentración. Pero al alzar la vista, sus ojos se encontraron con los de Iván Cruz.
—No jodas —pensó, el corazón dándole un vuelco, como si el destino se riera en su cara.
Era la tercera vez que se cruzaban. La primera, con arrogancia afilada. La segunda, en un torbellino de puños y reproches. Esta vez, Iván estaba ahí, con un bostezo a medias, la boca entreabierta, como si el universo hubiera decidido juntarlos en el momento más absurdo.
Se miraron sin expresión, el aire entre ellos cargado de una tensión silenciosa. Tras unos segundos, Alejandro rompió el contacto visual y dejó escapar una sonrisa traviesa.
—Guapo, si me sigues mirando así, me vas a hacer sonrojar —dijo, con un tono ligero que desarmaba la incomodidad.
El comentario rompió el hielo. Iván alzó una ceja, su rostro imperturbable, pero no respondió. La sombra de una sonrisa pareció asomar en sus labios, aunque desapareció tan rápido como llegó.
Pasaron la mañana en un silencio compartido, cada uno sumido en su libro. Alejandro, sin embargo, no podía concentrarse. No era el eco del conflicto pasado lo que lo inquietaba, sino la vergüenza de cómo había comenzado todo: un malentendido, una pelea, una disculpa que aún resonaba en su cabeza.
En un impulso, sacó un paquete de galletas y, sin mirar, deslizó un par hacia Iván. Este las empujó a un lado con un gesto seco, sin probarlas, como si aceptarlas fuera ceder terreno.
Cuando Javier llegó, Alejandro estaba medio dormido, con la cabeza apoyada en el libro. Su compañero lo despertó con una palmada amistosa en el hombro.
—¡Gracias por el sacrificio, príncipe! Vete a dormir a tu cama.
—Estoy bien —murmuró Alejandro, estirándose con pereza—. Me voy.
Al pasar junto a Iván, dejó caer una nota sobre su libro con un movimiento casual. Cuando Iván la abrió, leyó en una caligrafía apresurada:
“Dile a tu amigo que lo siento. No fue mi intención.”
Alejandro era así: directo, impulsivo, pero con un sentido de justicia que no admitía dramas. Si había cometido un error, lo reconocía sin rodeos, y esa honestidad le ganaba el respeto de quienes lo rodeaban.
Cuando Mateo se enteró, no pudo contener la risa:
—¿Y ahora compartís galletitas? ¡Qué nivel, Álex!
—Ni siquiera nos sentamos juntos —aclaró Alejandro, rodando los ojos.
—¡Pero cara a cara es prácticamente lo mismo! —insistió Mateo, con un guiño burlón.
Estaban en el gimnasio, donde Alejandro descargaba su energía como siempre. Para él, el deporte era una catarsis, una forma de liberar la tensión que se acumulaba en su pecho.
Tras el entrenamiento, Mateo le pasó el móvil:
—Llamó tu hermano. Respondí yo.
—¿Otra vez quiere que vuelva? —preguntó Alejandro, secándose el sudor de la frente.
—No dijo nada.
Alejandro marcó el número de Lucas. Su hermano contestó al primer tono, la voz vibrante de emoción:
—¡Hermano! ¿No me extrañas?
—Hablamos hace dos días, pequeño —se rió Alejandro, la calidez de su voz reservada para Lucas.
—¡Eso no es suficiente! Quiero verte —insistió Lucas, con un entusiasmo que derretía cualquier cansancio.
—Esta semana no puedo —respondió Alejandro, suavizando el tono.
—¿Y la próxima?
Alejandro dudó, el peso de la distancia apretando su pecho.
—Te aviso, ¿vale?
—Sé que no quieres venir —dijo Lucas, bajando la voz, con una vulnerabilidad que rara vez dejaba ver—. Pero quiero que sepas que yo sí te espero.
Alejandro respiró hondo, sintiendo un nudo en la garganta.
—Lo sé, pequeño. Te llamo pronto.
Tras colgar, dejó escapar un suspiro largo. Mateo, observándolo de reojo, preguntó:
—¿Vas a ir?
—Supongo que sí —respondió Alejandro, con una media sonrisa que no llegaba a sus ojos.
Lucas nunca lo decía directamente, pero cada llamada, cada súplica para que volviera, era su manera de recordarle que aún era parte de esa familia. Era su forma de decir: te necesitamos aquí.
—Tendrías que haber elegido una universidad más lejos —bromeó Mateo, dándole un empujón ligero.
Alejandro no respondió. El dolor muscular y una ducha caliente serían su refugio esa noche.
Mientras tanto, Iván Cruz visitaba a su amigo Arturo, quien abrió la puerta tosiendo, con una bolsa de supermercado en la mano.
—Te hice sopa —dijo Arturo, con una sonrisa cansada.
—La próxima vez pásame la lista —respondió Iván, tomando las bolsas con un gesto práctico.
El apartamento de Arturo olía a limpio, con un toque de cítricos que siempre lo hacía sentir acogedor. Se sentaron a cenar, y Arturo rompió el silencio:
—¿Y entonces? ¿Qué pasó?
—El chico que coqueteó con Carla me dejó una nota. Se disculpó —dijo Iván, encogiéndose de hombros.
Arturo alzó las cejas, sorprendido.
—¿Lo buscaste tú?
—No, fue cosa de Tomás.
—Estáis todos locos —rió Arturo, sacudiendo la cabeza.
—Solo quería que supieras que no están juntos —añadió Iván, con una calma que ocultaba un dejo de curiosidad.
—Gracias —respondió Arturo tras una pausa, su voz más suave.
El móvil de Arturo vibró, pero lo ignoró por tercera vez.
—Deja lo de Carla. Ya no importa —dijo al fin, con un tono que cerraba el tema.
—No era asunto mío —respondió Iván, poniéndose la chaqueta con un movimiento fluido—. Si ves a Tomás, dile que venga a cenar un día.
—Lo haré —asintió Arturo.
En las semanas siguientes, Alejandro e Iván coincidieron varias veces en la biblioteca. Lo que empezó como un encuentro incómodo se convirtió en una rutina silenciosa. Se saludaban con un leve gesto, sin rastro de la tensión inicial, como si el pasado se diluyera en el roce cotidiano.
Una tarde, Alejandro vio a Iván acompañado de una chica alta y elegante. Asumió que era su novia, y algo en su pecho se removió, aunque no quiso darle nombre a esa sensación.
Al entrar a la biblioteca, se dio cuenta de que había olvidado su tarjeta de estudiante. Mientras rebuscaba en su mochila, una mano se adelantó y pasó una tarjeta por el lector. Alejandro alzó la vista y se encontró con los ojos de Iván.
—Gracias —dijo, su voz más suave de lo que pretendía.
—De nada —respondió Iván, con un tono frío pero cortés, su mirada sosteniendo la de Alejandro un segundo más de lo necesario.
Caminaron juntos hacia el ascensor, el silencio entre ellos cargado de algo nuevo, indefinible. Alejandro, incapaz de resistirse a su curiosidad, rompió el hielo:
—¿Tu novia…?