El segundo tiempo arrancó con una intensidad electrizante. Leo seguía siendo el alma del equipo visitante, moviéndose con una precisión que capturaba todas las miradas. Pero fue Tomás quien comenzó a robarse el protagonismo. Cada vez que el balón llegaba a sus manos, las gradas estallaban en gritos, especialmente tras encestar dos triples consecutivos que igualaron el marcador, haciendo vibrar el aire con una energía febril.
—Ese chico está en llamas —murmuró Mateo, con una mezcla de admiración y sorpresa.
—También está al límite —observó Alejandro, notando cómo Tomás jadeaba, el sudor brillando en su frente.
La jugada siguiente lo confirmó. Tomás se elevó bajo el aro, encestando con un salto poderoso, pero al caer, su pie chocó contra el de un oponente. El rival, con un movimiento deliberado, lo empujó, y Tomás se desplomó de lado, golpeando el suelo con un sonido sordo.
—¡Qué sucio! —protestó Fede desde las gradas, indignado—. ¿Lo pisó y encima lo empujó? ¡Qué miserable!
Alejandro apretó los labios, su mirada endureciéndose sin pronunciar palabra. Mateo se giró hacia él, bajando la voz:
—¿No es ese el mismo tipo del incidente anterior?
Alejandro asintió, sus ojos fijos en el número 17. El rostro del chico era una máscara de arrogancia, sus ojos destilando una agresividad contenida que parecía desafiar a cualquiera que se cruzara en su camino.
El partido terminó con el equipo de Leo perdiendo por cuatro puntos. Cuando sonó el silbato final, Fede ya estaba al borde de la cancha, esperando junto a Alejandro y Mateo, con la energía de quien no puede quedarse quieto.
Tomás apareció diez minutos después, aún en ropa deportiva, la camiseta adherida a su cuerpo por el sudor, su respiración aún agitada.
—¿Cómo está el pie? —preguntó Mateo, con genuina preocupación.
—No fue nada —respondió Tomás, restándole importancia con un gesto.
—Vamos a los dormitorios. Puedes ducharte allí —ofreció Alejandro, con un tono práctico pero cálido—. No puedes quedarte así.
—Esa era la idea. Por eso salí directo —dijo Tomás, esbozando una leve sonrisa que suavizaba su expresión endurecida.
Conocían bien el pabellón y salieron por la puerta trasera, donde la multitud era escasa. Mientras caminaban, Fede, incapaz de guardar silencio, comentó:
—¿Y? ¿Alguna reflexión sobre la derrota?
—Que tu boca no para de molestar —replicó Tomás, sin siquiera mirarlo, aunque un atisbo de diversión asomó en su voz.
—Ganar o perder da igual —intervino Mateo, con un tono filosófico que sorprendió a todos—. Lo importante es darlo todo. La vida no siempre se trata de ganar, ¿no?
—¿Desde cuándo te volviste tan profundo? —preguntó Fede, alzando una ceja, claramente descolocado.
—¡Y me dejaste la mano toda sudada! —añadió, limpiándose con un gesto exagerado de asco.
El hambre era evidente en todos. Alejandro, asumiendo el papel de líder tácito, preguntó:
—¿Qué quieren cenar?
—Lo que sea. Me muero de hambre —respondió Tomás, con una franqueza que arrancó risas.
—¿Y después? ¿Nos vamos de fiesta? —propuso Fede, con un entusiasmo casi infantil.
—Nada de bares —cortó Alejandro, con una firmeza que no admitía negociación.
Justo entonces, una voz fría y cortante los detuvo:
—Basura.
Se giraron al unísono. Era el número 17, parado a unos metros, con los brazos cruzados. Su mirada desafiante los recorrió uno a uno, como si no temiera enfrentarse a los cuatro a la vez.
Fede frunció el ceño, acercándose a Tomás.
—¿Ese es el que te empujó?
Tomás asintió, su expresión endureciéndose.
—¿Y ahora qué quiere? —preguntó Fede, dispuesto a meterse en problemas.
Tomás dio un paso adelante, pero Alejandro lo detuvo con un movimiento rápido, bloqueándolo con el brazo. Caminó hacia el tipo con una calma gélida, deteniéndose frente a él.
—¿Eso fue para mí o para alguno de mis amigos? —preguntó, su voz baja pero cargada de una advertencia implícita.
—¿Importa? —respondió el otro, con una mueca de desprecio—. ¿No es lo mismo?
—Claro que no —replicó Alejandro, sus ojos entrecerrándose como los de un felino listo para saltar.
El chico soltó una risa burlona, pero antes de que pudiera añadir algo, Alejandro actuó. Una patada precisa al estómago lo dobló en un instante, arrancándole el aire. Alejandro se inclinó ligeramente, su voz un susurro afilado:
—Pensé que lo habíamos dejado atrás, pero parece que te encanta buscar problemas.
El otro, con los ojos encendidos de rabia y dolor, apenas pudo articular palabra. Alejandro se enderezó y se giró hacia sus amigos:
—Listo. Vámonos.
Mateo y Fede tiraron de Tomás, quien aún parecía furioso, pero se dejó llevar, aunque su mirada seguía fija en el número 17.
—¿Quién era ese imbécil? —preguntó Fede, todavía alterado.
—Déjalo —respondió Alejandro, con un tono que cerraba el tema, su mente ya en otra parte.
Esa noche, terminaron saliendo, aunque Alejandro había intentado evitarlo. Fede, fiel a su estilo, bebió hasta perder el control, coqueteando con cualquiera que se cruzara en su camino. Cuando apenas podía sostener el vaso, Mateo y Alejandro decidieron dar por terminada la noche, dejando a Tomás a cargo de Fede.
—No queremos acabar en comisaría por escándalo público —bromeó Mateo, guiñando un ojo.
Los días pasaron sin rastro del número 17, ni de Iván Cruz. Alejandro pensó que era mejor así. Volver a coincidir podría ser incómodo, o tal vez solo era él quien lo sentía así. Prefirió no darle más vueltas.
El viernes por la mañana, llegó a la biblioteca con la esperanza de encontrar un sitio tranquilo. Pero el lugar estaba a reventar, ni una mesa libre. Frustrado, escribió en el grupo de amigos:
“Nada. No hay sitio. Fallé como madrugador.”
Uno respondió: “¡Te dije que no fueras! ¡Quédate dormido, hombre!”
Mientras esperaba, algo le golpeó suavemente la cabeza. Se giró, y ahí estaba Iván, saludándolo con un gesto vago, casi indiferente. En su mano, el tapón de un bolígrafo que había usado como proyectil.
Alejandro sonrió, recogiendo el tapón del suelo.
—¿Tienes sitio? —preguntó, con un brillo juguetón en los ojos.
—¿No eres tú el que siempre llega primero? —respondió Iván, alzando una ceja, su tono seco pero con un dejo de diversión.
Alejandro rió, sentándose sin más, como si el espacio junto a Iván ya fuera suyo por derecho.
Buscó un cuaderno, pero no llevaba ninguno. Solo encontró una pluma. Tras dudar un momento, abrió su móvil, buscó su código QR de mensajería y lo deslizó hacia Iván con un gesto casual.
Iván escaneó sin decir palabra, su expresión imperturbable.
“Iván” te ha enviado una solicitud de amistad.
Su foto de perfil era una motocicleta negra, elegante y minimalista. Alejandro aceptó, sintiendo una extraña satisfacción.
Alejandro: ¿Me reservaste el asiento?
Iván: Si digo que no, ¿te sentirás menos incómodo?
Alejandro: Jaja, entonces no pregunto. Gracias igual.
Desde ese día, se convirtió en una rutina tácita: cuando uno llegaba a la biblioteca, guardaba un sitio para el otro. Un pacto silencioso que no necesitó palabras.
—Qué raro eres —le dijo Mateo cuando se enteró, con una mezcla de incredulidad y diversión—. ¿Ahora son colegas de biblioteca?
—Es lo que hay —respondió Alejandro, encogiéndose de hombros, con una naturalidad que ocultaba un cosquilleo nuevo en su pecho.
A veces, intercambiaban mensajes breves:
Alejandro: ¿Vas a la biblio hoy?
Iván: Voy.
Alejandro: ¿Me guardas sitio?
Iván: OK.
Cada vez, Alejandro agradecía. Nunca recibía emojis ni respuestas largas, solo el estilo seco y directo de Iván. Pero, de alguna forma, esa simplicidad le resultaba cómoda, casi íntima. Era un vínculo pequeño, frágil, pero que crecía con cada intercambio, como una chispa que aún no sabía si prendería en llamas.