Capítulo 7: El calor de lo inesperado

Alejandro bajó las escaleras de la biblioteca con dos vasos de jugo de naranja, el hielo crujiendo suavemente contra el cristal. Desde la entrada, sacó el móvil y le escribió a Iván:

Alejandro: ¿Cuarto piso?

Iván: Segundo.

Alejandro: ¿Hoy no había sitio arriba?

Iván: No.

Cerca del mediodía, Iván comenzó a recoger sus cosas, sus movimientos precisos y silenciosos. Alejandro, con una sonrisa pícara, lo detuvo en voz baja:

—Guerrero, espera.

Iván giró la cabeza, sus ojos oscuros encontrándose con los de Alejandro, una ceja ligeramente alzada. Alejandro, con un brillo juguetón, le mostró la pantalla de su móvil.

Alejandro: ¿Vas a comer?

Iván: Sí.

Alejandro: ¿Juntos?

Iván: ¿Contigo?

Alejandro: Ajá.

Iván lo observó un instante, como si calibrara la propuesta. Luego, con un asentimiento casi imperceptible, respondió:

Iván: Venga, vamos.

Alejandro se puso en pie de un salto, una chispa de entusiasmo iluminando su rostro. Salieron juntos de la biblioteca, sus pasos acompasados bajo el sol abrasador del mediodía.

—Dos horas sentado y ya me duelen las piernas —se quejó Alejandro, sacudiendo los brazos con una naturalidad desenfadada—. Hace rato que tengo hambre.

Iván lo miró de reojo, su expresión serena pero con un destello de curiosidad.

—¿No ibas a esperar a tu compañero de cuarto?

—¿A esta hora? ¿Para qué? —replicó Alejandro, con una sonrisa burlona—. Dejaste un sitio libre, así que lo aproveché. Hace tiempo que quería invitarte a comer.

Iván, con su piel pálida y cejas marcadas, tenía una mirada intensa, casi feroz, incluso sin expresión. Había algo en él, una presencia que atrapaba sin esfuerzo.

—¿Siempre has sido así? —preguntó Alejandro, llenándose un vaso de agua en el pequeño restaurante, su tono ligero pero teñido de curiosidad.

Iván se recostó contra el respaldo de la silla, observándolo con una calma provocadora.

—¿Así cómo?

—No sé… —Alejandro ladeó la cabeza, fingiendo buscar la palabra—. ¿Un poco… arrogante?

Iván soltó una risa breve, un soplo que iluminó su rostro por un instante.

—¿Querías decir presumido, no?

Alejandro se quedó descolocado, pero estalló en una carcajada, dejando caer los hombros con una mezcla de diversión y rendición.

—No hacía falta decirlo tan claro.

—Hay que ser honesto —respondió Iván, con una media sonrisa que era a la vez desafío y complicidad.

Sus miradas se cruzaron, sus sonrisas entrelazándose en un momento suspendido. Dos chicos guapos, compartiendo una mesa en un rincón del restaurante, no podían pasar desapercibidos. Una chica en la mesa vecina los observaba con disimulo, sus ojos brillando de curiosidad.

Su mirada era tan evidente que Alejandro giró la cabeza hacia ella. La chica, sin un ápice de timidez, preguntó con una sonrisa audaz:

—¿Guapos? ¿Puedo sacarles una foto?

Alejandro se encogió de hombros, divertido, pero señaló a Iván:

—Pregúntale a él.

La chica juntó las manos en un gesto suplicante, dirigiéndose a Iván:

—¡Por favor, guapo! Solo una foto.

Iván suspiró, extendiendo las manos en un gesto de rendición, y giró la cabeza hacia la ventana, ofreciendo solo su nuca y el perfil afilado de su mandíbula. La chica, encantada, sacó su móvil y capturó una imagen: el rostro sonriente de Alejandro y la línea perfecta del perfil de Iván, bañado por la luz del mediodía.

—¡Gracias, guapos! Perdón por molestar —dijo ella, con una sonrisa radiante antes de volver a su mesa.

Alejandro le devolvió una sonrisa amistosa y retomó la charla con Iván. Cuando la chica se alejó, comentó:

—Las chicas de hoy son bastante educadas, ¿no?

Iván, con una ceja alzada, preguntó:

—¿Sabes por qué quiso la foto?

Alejandro se encogió de hombros, con una inocencia fingida:

—¿Porque somos guapos?

Iván no respondió de inmediato. Luego, soltó una risa seca, casi inaudible, como si compartiera un chiste privado.

—Qué ingenuo eres.

—¿Ingenuo yo? —protestó Alejandro, con un brillo travieso en los ojos—. ¿Entonces por qué?

Iván no contestó, su silencio cargado de una diversión contenida. Para él, no parecía gran cosa, y Alejandro, aunque intrigado, dejó el tema pasar.

Comieron en una calma cómoda, sus charlas ligeras pero llenas de pequeños instantes de conexión: un roce de miradas, una sonrisa compartida. Al final, cuando Alejandro fue a pagar, descubrió que Iván ya había cubierto la cuenta.

—¿Qué haces? — exclamó, entre sorprendido y divertido.

Iván, caminando hacia la salida, le dio un leve empujón en la espalda, un gesto casual que dejó un cosquilleo en la piel de Alejandro.

—Dijiste que me ibas a invitar.

—La próxima vez —respondió Iván, con una naturalidad que escondía un destello de desafío.

Alejandro negó con la cabeza, sonriendo.

—Vale, la próxima va por mí.

Con esa comida, sintió que su relación con Iván había dado un paso más. Fue un encuentro sencillo, sin tensiones, sin mencionar a Samuel ni los conflictos pasados. Alejandro no quería empañar ese vínculo naciente, frágil pero lleno de promesas.

Esa noche, al regresar a la residencia, encontró a Hugo en su cuarto, inmerso en un videojuego, la pantalla proyectando luces sobre su rostro concentrado.

—Pensé que estarías en tu dormitorio —dijo Alejandro, echando un vistazo al caos familiar de la habitación.

—Vine a secuestrar a alguien —bromeó Hugo, sin despegar los ojos del juego.

—¿A quién? ¿A Luis? ¿Qué, tienen algo? —preguntó Alejandro, dejándose caer en una silla con una sonrisa pícara.

—No seas idiota. Vine por ti —declaró Hugo, con una firmeza teatral que arrancó una risa.

—¿Por mí? No tienes con qué vencerme —replicó Alejandro, cruzando los brazos con aire desafiante.

—No me importa. Esta noche te vienes a dormir a mi cuarto.

—¿Y eso por qué? —preguntó Alejandro, alzando una ceja.

—Hay un velorio en el barrio de atrás —explicó Hugo, con un dramatismo exagerado—. Tambores y flautas toda la noche. No puedo dormir.

Luis, desde un rincón, intervino:

—Quédate aquí. Puedo arreglarte la cama extra.

—No hace falta —insistió Hugo—. Alejandro viene conmigo.

Alejandro soltó una carcajada burlona:

—Estás más asustado que yo. Eso no va con tu pinta de duro.

—Ya no soy duro, soy un conejito indefenso —exageró Hugo, llevándose una mano al pecho—. Me duele la garganta del susto.

Luis estalló en risas, y Hugo fingió indignarse:

—Todos se ríen de mi sufrimiento.

Alejandro terminó cediendo. Cogió su neceser y algo de ropa, dispuesto a acompañar a Hugo. Como este no tenía clases en los días siguientes, planeaba quedarse allí varias noches, aprovechando también el fin de semana largo.

El dormitorio de Hugo era un contraste brutal con el de Alejandro: sin aire acondicionado, sin agua caliente, solo una ducha que escupía agua helada como un desafío. Esa noche, Alejandro se bañó bajo el chorro frío, tiritando mientras se secaba el cabello.

—No entiendo para qué poner una ducha si solo sale agua fría —se quejó, sacudiendo la cabeza.

—Pensé lo mismo al principio —dijo Hugo, recostado en su cama—. Pero sin esa ducha, estarías perdido. En el ala sur, tienen que cargar cubos de agua desde el pasillo.

Alejandro puso cara de espanto.

—Si me lo hubieras dicho antes, no vengo ni de broma.

—Viniste porque eres un buen amigo y me quieres —replicó Hugo, con una sonrisa pícara—. Mi héroe, mi salvador.

Alejandro rodó los ojos, pero sabía que era cierto. Si el calor se volvía insoportable, probablemente terminarían buscando un hotel para sobrevivir el verano.

—Toma mi cama. Le puse sábanas limpias. Yo duermo en la de mi compañero —ofreció Hugo, señalando la litera.

—Gracias —dijo Alejandro, con una sinceridad directa.

Sin aire acondicionado, el calor era asfixiante. Alejandro yacía inmóvil, temiendo que cualquier movimiento desatara una ola de sudor. Hugo, compadecido, le colocó un pequeño ventilador rosa frente al rostro. Alejandro, en shorts y camiseta, parecía una estatua, agradeciendo el débil soplo de aire.

Antes de dormir, sacó su móvil y subió una historia:

“Honor a los guerreros del ala oeste. #VidaUniversitaria”

Adjuntó una foto del ventilador rosa enganchado al borde de la litera, su silueta recortada contra la penumbra. Hugo, desde su cama, vio la historia y rió:

—Ahora sí conoces el sufrimiento, príncipe. La vida universitaria es así. Aunque con lo que pagas en tu facultad, deberían tener aire central.

—Agradece mi sacrificio. Te estoy dando mi calor humano —replicó Alejandro, con un tono burlón pero cálido.

—Lo valoro, hermano. Lo valoro mucho —respondió Hugo, con una risa sincera.

Mientras deslizaba por las redes, Alejandro notó algo entre las notificaciones. Entre los muchos “me gusta” de su historia, uno destacaba: el ícono de una motocicleta negra.

Iván le había dado like.

Alejandro sonrió, un cosquilleo recorriéndole el pecho.

—Así que no eres tan frío como pareces… cool guy —murmuró, antes de cerrar los ojos, dejando que el zumbido del ventilador lo arrullara. 

Según el plan, esa semana Alejandro debía volver a casa, o Lucas empezaría a hacer berrinches otra vez. Pero Hugo no tenía intención de regresar a la suya: sus padres estaban de viaje, y volver a una casa vacía no tenía sentido. No quería complicarse.

Al final, Alejandro convenció a Hugo para que lo acompañara a casa de su familia.

Hugo dudó al principio, reticente a meterse en un plan familiar. Pero Alejandro insistió:

—Vente conmigo. Si estás ahí, me ahorro las charlas incómodas.

—Vale, venga —cedió Hugo, encogiéndose de hombros—. Total, no es la primera vez que voy.

No era solo que Hugo hubiera ido antes; prácticamente era de la casa. Conocía a Alejandro desde pequeños, y en aquellos años, cuando Alejandro se sentía perdido o atrapado en sus emociones de niño, solía invitar a sus amigos a dormir. Su casa era enorme, llena de juguetes, un paraíso para cualquier crío. Todos envidiaban a Alejandro: una mansión, una madrastra joven que parecía tan dulce… Aunque, con el tiempo, Alejandro dejó de necesitar esas escapadas, Hugo seguía visitando de vez en cuando, y era cercano con la familia.

Hugo compró un pequeño pastel para Lucas. Cuando llegaron, Lucas los vio desde la escalera y soltó un grito de emoción, bajando a toda velocidad. Alejandro lo atrapó en un abrazo, revolviéndole el pelo:

—Cuidado, pequeño, que te caes.

—¡Álex! ¡Hugo! —chilló Lucas, con los ojos brillantes—. ¿Por qué no me avisaron que venían?

—Para darte una sorpresa —dijo Hugo, dándole un golpecito en la frente—. Mira qué feliz estás.

Lucas, aunque emocionado, miró a Alejandro con un mohín:

—Álex, la próxima vez avísame. ¿Y si hoy hubiera salido o estuviera en clases extra?

—Pues te esperamos, ¿qué más? —respondió Alejandro, dándole un apretón en los hombros—. Tontito.

—¿Ya llegaron? —una voz suave sonó desde el piso superior.

Alejandro alzó la vista y saludó:

—Hola, Elena.

Hugo también levantó la mano:

—Hola, Elena.

—Estaba echada arriba y me quedé dormida —dijo Elena, bajando las escaleras con cuidado, apoyándose en la barandilla—. Hugo, cuánto tiempo sin verte por aquí.

—Baja despacio —dijo Alejandro, alzando una mano para ayudarla, aunque sin tocarla—. Con cuidado.

Elena sonrió, su rostro cálido y sereno.

—No pasa nada, el embarazo no es tan delicado.

Hugo, a su lado, añadió con una sonrisa:

—Siempre es mejor ir con cuidado.

Con Hugo allí, las conversaciones fluyeron sin esfuerzo. Pasaron la tarde en el cuarto de Alejandro o en la sala de juegos, acompañando a Lucas. Pero Lucas ya no era un niño pequeño; ya no se emocionaba tanto con los juguetes. La mayor parte del tiempo, se sentaba con las piernas cruzadas en la cama de Alejandro, charlando o simplemente estando allí, sin necesitar actividades especiales.

Eso sí, con Hugo presente, Lucas no pudo quedarse a dormir en la cama de Alejandro, como solía hacer. Antes de irse a su cuarto, se despidió con un abrazo reacio, mirando a su hermano con ojitos suplicantes.

—Tu hermano es demasiado bueno —comentó Hugo, bostezando mientras se estiraba en el sofá—. Cuando tenía su edad, yo era un torbellino.

—También es travieso —dijo Alejandro, rebuscando en un cajón para sacar un cepillo de dientes extra—. Pero cuando estoy aquí, se porta como ángel.

—¿Por qué es tan pegajoso contigo? —preguntó Hugo, curioso.

Alejandro se encogió de hombros, sonriendo con suavidad.

—No sé. Supongo que los pequeños siempre idolatran a sus hermanos mayores. Yo también quería un hermano mayor de niño. Lucas es sensible, tiene miedo de que me canse de él, así que cuando estoy cerca, se porta impecable.