Iván se dio la vuelta para marcharse, pero antes de irse, le dijo a Alejandro: —No te duches con agua fría hasta que el sudor se haya ido. Y no tienes que sonreír si no quieres. Tus ojos no tienen por qué fingir.
Alejandro se quedó en silencio. Esa frase se le quedó grabada como un rasguño sobre la piel, algo que dolía suave pero persistente.
Cuando entró a la habitación, Hugo ya estaba allí jugando en el teléfono. Al verlo llegar empapado de sudor, le preguntó: —¿Jugaste básquet?
—Ajá.
Alejandro agarró una toalla y un pantalón corto, y se metió al baño. —Si hoy no hay agua, me suicido en la ducha.
—Tranquilo,—gritó Hugo,—acabo de bañarme. Hay agua.
—¡Vaya alivio! Si no, me tendrías que bañar tú con agua embotellada.
—Por veinte pesos, te echo un balde encima.
—Tan servicial, carajo.
La ducha fría cayó sobre él. El agua helada barría con el calor y también con la angustia. Siempre le había funcionado así. Pero esa vez, además de la sensación de alivio, las palabras de Iván seguían girando en su mente. "Tus ojos no tienen por qué fingir."
Pensó: si fuera una chica, ya estaría enamorado.
Desde entonces, la relación entre ellos avanzó rápido. Alejandro tenía muchos amigos, siempre había sido fácil de llevar. Y con Iván, compartir una comida y un partido había sido suficiente para acortar distancias.
Llegó el mes de exámenes. Alejandro, aunque normalmente relajado, sabía que era momento de ponerse serio. Su dormitorio se volvió una biblioteca improvisada. Luis y Javier estudiaban en silencio. Alejandro, incapaz de concentrarse allí, prefería salir.
Escribió a Iván: —¿Estás libre esta tarde?
—Estoy en el laboratorio.
—Te espero en la cafetería.
—Vale.
La cafetería era terreno conocido. El dueño incluso lo había disculpado después del altercado con Santiago. Ahora, ver a Alejandro estudiar tranquilamente junto a Iván resultaba casi surrealista.
Una camarera susurró a otra: —¿Ese no es el que armó el lío la vez pasada?
—Creo que sí.
—¡Y ahora estudiando! Increíble.
—No hay enemistades eternas, dicen.
Alejandro hojeaba su libro de álgebra lineal con cara de angustia. Iván, sin decir nada, le lanzó un bolígrafo y una hoja.
—Haz los ejercicios.
Alejandro odiaba escribir. Era de los que prefería absorber con la vista. Pero Iván lo miraba como si pudiera ver su alma.
—¿Estás dormido?—le preguntó.
—No. Si me duermo, me tiro sobre la mesa.
—Usa las manos, no están hechas de oro.
—Es costumbre,—sonrió.
A ratos, Alejandro se distraía: —Iván, ¿de dónde eres?
Iván respondió escuetamente. No tenía ganas de hablar. Alejandro ya estaba acostumbrado a su frialdad.
Esa noche, de vuelta al dormitorio, Alejandro llevó sandía para sus compañeros. Comprada ya cortada y con cucharita. Un gesto que lo hizo ver como un ángel salvador.
Luis lo recibió feliz: —Te amo, hermano.
Charlaron un rato. Alejandro escribía por WhatsApp con Ivancito, su hermanito: —¿Cuándo vienes a casa?
—No lo sé.
La verdad, no planeaba volver ese verano. Quería viajar solo, como el año anterior. Tal vez con Ivancito, si Verónica lo permitía.
Esa noche, Iván le envió un archivo: ejercicios resueltos de matemáticas. Y un mensaje corto: —Si no escribes, entonces memoriza.
Alejandro respondió con un sticker de risa.
A esas alturas, sus amigos de todas las carreras le enviaban apuntes y resúsmenes. "El carismático flojo", así lo veían. Hugo, su mejor amigo, también le preparó guías.
Una tarde, alguien tocó la puerta y le pasó unos apuntes: —Ale, a estudiar.
—Gracias, crack.
—¡Faltaba más!
Luis miró a Javier: —A nosotros no nos traen nada.
Javier se encogió de hombros: —No somos tan guapos.
Alejandro se rió: —O su grupo no es tan unido.
Pero la verdad era otra: todos le daban apuntes porque sabían que él no competía por becas. Le caía bien a todos y no amenazaba a nadie. Además, su inglés era bueno, y varias materias las aprobaba sin gran esfuerzo.
Esa era su magia. Y por eso, todos querían que aprobara, aunque fuera de puro milagro.