—¡Entendido! Si necesitas algo, solo dímelo —dijo Clara, con su voz dulce y entusiasta.
Alejandro respondió con cortesía:
—Gracias.
Fue una respuesta breve, casi distante. Clara, la delegada de clase, siempre había sido amable, pero Alejandro no estaba seguro si era solo bondad o algo más. No era su tipo, así que prefirió mantener la conversación al mínimo, evitando cualquier malentendido.
Ya había terminado la mayoría de sus exámenes, con solo tres parciales de carrera por delante. Una vez superados, las vacaciones de verano comenzarían oficialmente. Hugo, sentado frente a él en la cafetería, ya había comprado billetes para visitar a su abuela en Galicia. Mientras compartían una bandeja de croquetas, le preguntó:
—¿Te vienes conmigo?
Alejandro negó con la cabeza, pinchando una croqueta:
—No, gracias.
—Vale, tú te lo pierdes —dijo Hugo, encogiéndose de hombros—. La costa gallega es bonita, pero quedarse mucho tiempo puede ser un poco… soso.
Un rato después, Hugo, deslizando el dedo por su móvil, volvió a insistir:
—¿Y tú adónde vas este verano?
—No lo sé —respondió Alejandro, con un tono despreocupado—. Aún no tengo planes.
—¿Al Camino de Santiago? —sugirió Hugo, con un brillo travieso—. Vi que Diego busca compañeros para la ruta. Aunque no sé si te pega tanto caminar…
Alejandro soltó una risa seca.
—Ni de coña. Eso no es peregrinaje, es turismo de ligue. No seas ingenuo, Hugo.
—¿Ir al Camino solo para eso? —Hugo abrió los ojos, incrédulo—. Joder, podrías quedarte en Madrid, que aquí siempre hay marcha.
—Una cosa no quita la otra —replicó Alejandro, con una sonrisa pícara—. No hay conflicto.
—Ajá, «recreo en ruta», ¿eh? —concluyó Hugo, riendo.
Alejandro dejó el tema ahí, bajando la mirada a su plato, y siguió comiendo en silencio.
El día del último examen, Alejandro metió un par de camisetas limpias en su mochila y condujo hasta el piso de Elena y Carlos. El embarazo de Elena ya era evidente; caminaba con cuidado, apoyando una mano en la cintura. Carlos, atrapado en su trabajo, apenas estaba en casa, dejando un silencio pesado en el ambiente.
Lucas tenía clases de refuerzo de matemáticas, así que Alejandro lo llevó en coche. Después, aprovechó para dar una vuelta por la ciudad, buscando despejar la mente. Si se quedaba en el piso, los silencios entre él y Elena se volvían insoportables.
Mientras conducía por la Gran Vía, divisó una moto negra aparcada junto a la acera, imponente bajo el sol. Sacó el móvil, tomó una foto y grabó un mensaje de voz para Iván:
—¿No se parece a la de tu perfil?
Iván tardó en responder:
Iván: No es la misma.
Alejandro bajó la ventanilla, dejando que el aire fresco entrara. Aunque el cielo estaba nublado, la brisa era agradable. Reclinó el asiento y siguió charlando:
—¿Cuándo terminas los exámenes?
Iván: Pasado mañana.
—¿Y luego? ¿Vuelves a Córdoba o te quedas en Madrid?
Iván: ¿Por qué?
—Para cenar juntos antes de que te vayas —propuso Alejandro, con un tono ligero pero sincero. En el fondo, también quería volver a jugar un partido con él; la última vez había sido tan intenso que aún lo recordaba con una sonrisa.
Iván respondió con un audio seco, su voz grave resonando en los auriculares:
“Te llamo al acabar el examen.”
—Perfecto —dijo Alejandro, sonriendo para sí mismo.
Esa tarde, tras dejar a Lucas con Elena, Alejandro fue al polideportivo con su raqueta de tenis. Iván ya lo esperaba en la entrada, con su aire frío y esa presencia magnética que no necesitaba palabras.
—¿Otra partida? —saludó Alejandro, alzando la raqueta.
—Claro —asintió Iván, con un leve movimiento de cabeza.
No comieron mucho: un par de bocadillos ligeros y agua, para no sentirse pesados durante el partido. Alejandro se cambió en el vestuario, poniéndose su equipación blanca, que resaltaba su piel bronceada. Los pantalones cortos dejaban al descubierto sus piernas largas y musculosas, cada movimiento destilando juventud y fuerza.
El sonido de la pelota contra la raqueta llenaba la pista, un ritmo pulsante que parecía acompasarse con sus corazones acelerados. Iván, empapado en sudor, se quitó la camiseta con un gesto fluido, dejando ver su torso pálido pero definido. Alejandro, sentado al borde de la pista, no pudo resistir la broma:
—Joder, Iván, con ese movimiento podrías salir en un anuncio.
Iván lo miró sin inmutarse, lanzándole una botella de agua:
—Hidrátate.
Alejandro la atrapó con una sonrisa, dejando que el agua fresca le resbalara por el rostro.
La pista estaba casi desierta; la mayoría de los estudiantes ya habían comenzado sus vacaciones. Durante una pausa, Alejandro preguntó:
—¿Cuándo te vas?
—Pasado mañana —respondió Iván, apoyándose en la red.
—¿Solo o con alguien?
—Con Santiago.
Alejandro alzó las cejas, sorprendido.
—¿Santiago? Vaya compañía…
Iván se encogió de hombros, con su habitual impasibilidad.
—Ya lo sabes.
—Santiago, el “reformado” —bromeó Alejandro, con una risa—. Qué mundo.
Iván alzó una ceja, pero no añadió nada, su rostro tan inescrutable como siempre.
Sin pensarlo demasiado, Alejandro soltó:
—¿Tienes novia?
Iván lo miró con una chispa de curiosidad:
—¿Y tú?
—No —admitió Alejandro, encogiéndose de hombros.
—Entonces estamos igual —dijo Iván, con un tono que dejaba espacio para más.
—Soltero y sin compromiso —rió Alejandro, relajado.
Al terminar el partido, Alejandro quiso ducharse, pero al buscar su camiseta descubrió que Iván se la había puesto. Iván, cuya camiseta estaba empapada de sudor, se había cambiado sin preguntar, y la prenda de Alejandro le quedaba perfecta. Iván le devolvió la raqueta con una media sonrisa:
—Te debo una.
Alejandro, divertido, decidió volver así, con la camiseta sudada y la sensación de que ese gesto, tan casual, tenía algo de íntimo.
Esa noche, al regresar al piso, Alejandro pasó por el cuarto de Lucas. El pequeño dormía, con una sábana fina cubriéndole apenas el estómago, el calor del verano haciéndolo sudar. Alejandro cerró la puerta con cuidado y se dirigió a su habitación, pero al cruzar el pasillo, la puerta de Elena se abrió.
Elena, sobresaltada, se llevó una mano al vientre y la otra a la pared. Al reconocerlo, suspiró aliviada:
—Ay, Alejandro, eres tú.
—Soy yo, Elena —respondió él, con una voz suave, notando su tensión.
—Acabas de llegar, ¿no? —preguntó ella, con una sonrisa cansada.
—Estuve jugando al tenis con un amigo —explicó Alejandro.
—Descansa entonces —dijo Elena, frotándose la cintura—. Voy a por un vaso de agua, siempre tengo sed por las noches.
—Espera, yo te lo traigo —se ofreció Alejandro, bajando las escaleras antes de que ella pudiera protestar.
Al volver, le entregó el vaso. Elena lo tomó con una sonrisa agradecida y dijo en voz baja:
—Vuelve un poco antes la próxima vez. Lucas no quiso dormir hasta saber que estabas aquí.
Alejandro asintió, con una mezcla de culpa y ternura, y se despidió con un murmullo antes de cerrar la puerta de su cuarto. Se duchó, se puso unos pantalones cortos y se tumbó en la cama, la mente en blanco. El ejercicio lo había dejado relajado, pero sabía que necesitaba planear el verano. La casa de Elena ya no se sentía como un hogar, y los silencios con ella lo hacían sentir como un extraño.
De pronto, su móvil vibró. Era un mensaje de Iván: una foto de la camiseta de Alejandro, limpia y doblada.
Iván: Lavada.
Alejandro sonrió, tecleando:
—No hacía falta tanto protocolo.
Iván: ¿Llegaste bien?
Alejandro: Sí.
Sabía que Iván no seguiría la conversación, así que añadió:
—¿Tienes planes para las vacaciones?
No hubo respuesta inmediata, pero minutos después llegó un audio. Iván, con su voz grave, mencionó algo sobre un viaje en tren a Córdoba, una tradición con amigos. Alejandro, sin pensarlo mucho, se giró en la cama, apoyándose en los codos, y grabó un mensaje:
—Oye, guerrero, ese viaje… ¿puedo apuntarme?
—Estoy muerto —bostezó Sergio, sentado sobre su maleta, frotándose los ojos—. ¿Quién tiene tanta importancia para hacerte esperar aquí, Iván?
Iván revisó su móvil. Un mensaje de voz de Alejandro:
“Ya casi llego, ¿en qué puerta estás?”
Iván respondió:
Puerta sur.
Segundos después, otro mensaje:
“Vale, estoy aquí.”
Alejandro llegó en un taxi, con una mochila al hombro. Al bajar, no esperaba ver a tanta gente. Sus ojos se encontraron con los de Iván, y una sonrisa iluminó su rostro. Caminó hacia él, pero al acercarse, notó a los otros tres chicos y su expresión cambió ligeramente. Los reconoció a todos, y eso lo hizo sentir un nudo en el estómago.
Iván señaló a Santiago, con una ceja alzada:
—Este no necesita presentación.
Santiago, con el rostro serio, lo miró con una mezcla de fastidio y cautela. Alejandro le devolvió una sonrisa tensa, pero no dijo nada.
Iván señaló al siguiente:
—Héctor.
Héctor, con el cabello recogido en un moño desordenado, alzó la barbilla y sonrió:
—Hey, nos vimos una vez.
Alejandro asintió, recordando el encuentro en la biblioteca, cuando pensó que Héctor era la pareja de Iván. Aunque esta vez estaba preparado, la voz de Héctor, suave y ligeramente aguda, seguía sorprendiéndole. No era femenina, pero tenía algo etéreo que descolocaba. Alejandro extendió la mano:
—Alejandro.
Héctor la tomó, sus dedos largos y fríos, un agarre delicado pero firme. Alejandro sintió una extraña mezcla de suavidad y distancia, como si estrechara la mano de alguien que no encajaba del todo en las categorías habituales.
Por último, Iván señaló al tercero:
—Sergio.
Alejandro lo había visto en fotos, como el novio de una amiga en común. El encuentro fue inesperado, y la incomodidad se le notó en la cara. Pero ya estaba allí, así que no había vuelta atrás. Extendió la mano:
—Alejandro.
—Bienvenido —dijo Sergio, con una sonrisa cálida y sin rastro de hostilidad—. Un placer.
—Gracias —respondió Alejandro, forzando una sonrisa.
Si hubiera sabido que habría tanta gente, quizá no habría venido. Pensaba que sería un viaje solo con Iván. Había conseguido el billete a última hora, una cancelación de última hora que apareció por casualidad en la web de trenes. Cuando Iván mencionó que volvería a Córdoba en tren, Alejandro imaginó un viaje tranquilo, tal vez una oportunidad para charlar y relajarse. Ahora, con Santiago, Héctor y Sergio, se sentía fuera de lugar.
Mientras los otros desayunaban en una cafetería cerca de la estación, Alejandro, que ya había comido, se limitó a tomar un zumo de naranja. Él e Iván se sentaron en una mesa apartada, mientras los otros ocupaban la de al lado. Alejandro bajó la voz:
—Guerrero…
Iván lo miró:
—¿Qué?
Alejandro, aún más bajo, señaló disimuladamente a Sergio:
—¿Sabe quién soy?
Iván lo observó un instante, y una sonrisa lenta curvó sus labios.
—Sabe.
Alejandro parpadeó, rascándose la nuca.
—Joder, qué corte.
Iván soltó una risa baja.
—No pasa nada.
Alejandro había comprado un billete de segunda clase, mientras que Iván y los demás iban en primera. No pudo cambiar su asiento, y, para ser honesto, tampoco quería. La presencia de Santiago y los otros lo hacía sentir incómodo, algo raro en él, que solía navegar las relaciones sociales con facilidad.
En el tren, Alejandro se sentó en la última fila, junto a la ventana. El espacio era estrecho, y el hombre a su lado, corpulento, ocupaba más de lo debido. Sus piernas largas apenas cabían. Se puso los auriculares y un antifaz, intentando dormir. Había madrugado, pero el sueño no llegaba del todo; estaba en un limbo entre el cansancio y la alerta.
No sabía cuánto tiempo había pasado, tal vez una hora, cuando se quitó el antifaz para ir al baño. Al levantarse, empezó a decir:
—Perdón, voy a…
Se detuvo, soltando una risa incrédula. Frente a él estaba Iván, sentado en el asiento del hombre corpulento. Alejandro volvió a sentarse, bajando la voz:
—¿Qué haces aquí? ¿Cuándo llegaste?
—Hace un rato —respondió Iván, con su calma habitual—. ¿Vas al baño?
—Sip —dijo Alejandro, dejando el móvil y los auriculares en el asiento—. Si estás aquí, no me los llevo.
Iván se levantó, pidiéndole al pasajero del pasillo que les dejara pasar, y le dijo a Alejandro:
—Vete.
Cuando Alejandro regresó, se sentía más despierto. El asiento ya no le parecía tan estrecho, tal vez porque Iván, delgado y relajado, ocupaba menos espacio que el anterior pasajero. Iván rompió el silencio:
—Te dije que volaras, el tren es incómodo.
—No está tan mal —respondió Alejandro, estirando los brazos—. Pero, ¿por qué no voláis vosotros?
Iván explicó:
—Sergio no soporta los aviones, le dan mareos fuertes.
—¿Entonces siempre hacéis trece horas en tren? —preguntó Alejandro, sorprendido.
—Ajá —asintió Iván—. Ya nos acostumbramos.
El tren avanzaba monótono, y no había mucho que hacer salvo charlar. Pero con Iván, las conversaciones eran breves; sus respuestas lacónicas agotaban los temas rápido. Cuando no hablaban, Alejandro miraba por la ventana, perdido en el paisaje: campos verdes, casas de pueblo, retazos de vida rural que pasaban como destellos.
En un momento, giró la cabeza hacia Iván:
—Lástima que el tren no pare para pasear. Cuando volvamos, podríamos alquilar un coche y recorrer sitios así, sin plan.
—¿Adónde? —preguntó Iván.
Alejandro trazó un círculo imaginario en la ventana:
—No sé, por ahí. Donde sea.
Iván asintió, entendiendo.
—Vale.
—Sería guay —añadió Alejandro, con una sonrisa—. Libre, sin prisas.
Iván curvó una comisura, una sonrisa rara en él:
—Te llevaré.
Alejandro lo miró, riendo:
—¿Adónde, guerrero?
Iván imitó su gesto, señalando la ventana:
—A sentirte libre.
Alejandro mantuvo la mirada, sus ojos encontrándose con los de Iván. La sonrisa de Iván se acentuó, un destello cálido en su rostro frío.
—Te gustará.
Alejandro carraspeó, apartando la vista, un cosquilleo en el pecho. Las sonrisas de Iván, tan escasas, tenían un encanto que desarmaba.
Minutos después, volvió a girarse:
—Oye, Iván.
—¿Qué?
—Santiago parece odiarme —dijo, medio en broma.
—¿Y tú no lo odias? —replicó Iván, sin expresión.
Alejandro rió, sincero:
—Un poco. Cada vez que lo veo, me hierve la sangre.
—Entonces estáis empatados —dijo Iván—. No hace falta que os llevéis bien. Si os molesta, pegaros y listo.
Alejandro soltó una carcajada.
—Vale, si me provoca, no me contendré.
—No lo hagas —respondió Iván, con un tono que sonaba a permiso.
El tren seguía su curso, sin fin aparente, como si el tiempo se hubiera detenido. Alejandro miró por la ventana un rato más, hasta que el tren se detuvo en una estación. Al girarse, vio que Iván se había quedado dormido.
Cerrados los ojos, su rostro era tranquilo, la cabeza ligeramente ladeada, una vena fina marcándose en su cuello. Alejandro lo observó, quizá por primera vez tan de cerca. Entre chicos, rara vez se miraban así, pero la proximidad del asiento lo hacía inevitable.
Iván tenía pestañas largas, negras como sus cejas, una nariz recta y labios bien definidos. Despierto, sus ojos almendrados, con un leve pliegue en los párpados, daban un aire feroz. Dormido, sin embargo, esa frialdad desaparecía. Parecía… casi dulce, un chico joven y apacible, sin rastro de su habitual arrogancia.
Alejandro sonrió para sí, sacudiendo la cabeza. ¿Dulce? Menuda tontería. Ajustó la salida de aire del tren, desviándola para que no le diera directamente a Iván. El aire acondicionado estaba frío, y no quería que se resfriara.
El tren llegó a Córdoba a la una de la madrugada, veinte minutos antes de lo previsto. Las trece horas de viaje habían sido agotadoras, y Alejandro sentía los huesos como si se hubieran soldado. Durante el día, la incomodidad era tolerable, pero de noche, con la mayoría de los pasajeros dormidos, el vagón se volvió silencioso y opresivo. Apenas quedaban una docena de personas en su compartimento.
Alejandro, mirando la oscuridad por la ventana, le dijo a Iván:
—¿Vais a casa esta noche? Yo voy a pillar un hotel.
Iván, con los ojos cerrados, murmuró:
—No hace falta.
—No quiero molestar en tu casa, guerrero —insistió Alejandro—. No es plan llegar de madrugada.
—No reserves nada —repitió Iván, con voz baja pero firme.
Alejandro frunció el ceño. No le gustaba quedarse en casas ajenas; en la de Elena ya se sentía como un intruso, y la idea de ser un invitado incómodo lo irritaba. Además, llegar sin nada, en plena noche, le parecía descortés. Sonrió, intentando declinar:
—No, mejor otro día…
—Shh… —lo interrumpió Iván, abriendo los ojos—. Para. Tú vienes conmigo y punto.
Su mirada fría, casi autoritaria, dejó a Alejandro sin argumentos. Tras unos segundos de duda, cedió:
—Vale, está bien.
El tren se deslizó lentamente hasta la estación. Al bajar, el calor de Córdoba los envolvió como una manta pesada, un contraste brutal con el aire acondicionado del vagón. El olor a asfalto y el bullicio de la estación llenaban el aire. Alejandro estiró los brazos, aliviado de poder moverse.
Córdoba era una ciudad desconocida para él, y la única conexión que tenía con ella era el chico a su lado. Iván se giró, y Alejandro le dedicó una sonrisa confiada, como si el lugar no le intimidara. Había algo fresco y liberador en estar allí, sin expectativas.
Los otros tres bajaron del vagón de primera clase. Sergio llevaba una mascarilla, Santiago parecía agotado, con ojeras marcadas, y Héctor, con el cabello suelto y desordenado, estiró el cuello con un gesto lánguido.
—Mis músculos están hechos un nudo —se quejó Héctor, masajeándose el cuello. Miró alrededor y murmuró—: Córdoba, aquí estamos otra vez.