—Salimos, ya pedí un coche.
Los cinco caminaron hacia la salida de la estación. Sergio, con una sonrisa amable, rompió el silencio junto a Alejandro:
—¿Cansado del viaje? Tantas horas en tren no son moco de pavo.
Alejandro sonrió, quitándole importancia:
—Está bien, dormí un par de veces y se pasa.
—Es un sitio precioso —dijo Sergio, con un brillo en los ojos—. Ya lo verás.
Alejandro, que aún no había salido de la estación, asintió:
—He oído que sí.
—Bienvenido —añadió Sergio, con una calidez genuina.
Iván había pedido una furgoneta. Alejandro subió sin preguntar adónde iban. Las calles de Córdoba, a esa hora de la madrugada, estaban desiertas, con apenas algún coche cruzándose en el camino. Tras unos treinta minutos, el vehículo dejó atrás el centro y se adentró en una zona suburbana, más tranquila.
El conductor, con un acento marcado, preguntó a Iván:
—¿Ya casi, no? Sigo el GPS, ¿verdad?
—Sí, sigue el navegador —respondió Iván, lacónico.
—¿Universitarios de vacaciones? —preguntó el conductor, buscando conversación para aliviar el silencio de la noche.
—Ajá —respondió Héctor, desde el asiento trasero.
La furgoneta se detuvo en la entrada de un callejón rodeado de casas bajas. Iván, sentado detrás de Alejandro, le dio un leve toque en el hombro:
—Baja.
Alejandro obedeció, siguiendo al grupo sin hacer preguntas. Era un barrio antiguo, con casas de una o dos plantas, algunas con patios visibles tras rejas. No era común ver este tipo de vecindarios en las grandes ciudades. Mientras caminaban por el callejón, el ladrido de un perro resonó desde un patio cercano, mezclado con el canto intermitente de los grillos. En la quietud de la noche, esos sonidos no molestaban; al contrario, hacían el ambiente más sereno.
Santiago, liderando el grupo, se detuvo frente a una casa. Encendió la linterna de su móvil, iluminando la cerradura, y abrió la puerta con una llave. Alejandro miró a Iván, que le hizo un gesto con la barbilla:
—Entra.
—Joder, parece que me vais a vender —bromeó Alejandro, cruzando el umbral.
Iván, caminando a su lado, alzó una ceja:
—¿Miedo?
—Pánico —respondió Alejandro, con tono teatral—. Como cerréis esa puerta, no salgo vivo.
Santiago, desde delante, murmuró:
—Idiota.
Alejandro lo ignoró; estaba demasiado cansado para responder. Héctor, detrás, decidió añadir dramatismo y cerró la puerta con un golpe seco, haciendo resonar el cerrojo. Alejandro se giró, riendo:
—Guerrero, sálvame.
Iván no dijo nada, pero Sergio soltó una risita y le dio un codazo a Héctor:
—¿Te aburres o qué?
Héctor se encogió de hombros, con una sonrisa traviesa:
—Solo le doy un poco de emoción al guapo.
Entraron a un patio pequeño, con una casa de dos pisos al fondo. Desde fuera, parecía antigua: el balcón del segundo piso estaba lleno de trastos apilados. Santiago abrió la puerta principal y encendió la luz, revelando un salón sencillo. Había un sofá desgastado, una mesa de comedor y algunos muebles que parecían sacados de otra época, pero todo estaba limpio y ordenado.
—Estoy roto —bostezó Héctor, arrastrando su maleta hacia las escaleras—. Me voy a dormir.
Alejandro tuvo el impulso de ayudarlo con la maleta, pero al recordar que Héctor era un chico, se contuvo. Santiago, sin decir palabra, también subió al segundo piso, dejando a Alejandro, Iván y Sergio en el salón.
Sergio miró a Alejandro y luego a Iván:
—¿Duerme contigo?
Iván asintió:
—Ajá.
—Entonces me voy a la cama —dijo Sergio, sonriendo—. Buenas noches.
—Buenas —respondió Alejandro, y añadió, siguiendo el consejo de Sergio—: Si quiero ducharme, ¿dónde caliento agua?
—Pídeselo a él —dijo Sergio, señalando a Iván antes de subir.
Iván llevó a Alejandro a su habitación, un espacio sencillo con dos camas individuales, una mesa, un armario y una guitarra apoyada contra la pared.
—Elige cama —dijo Iván.
—Me da igual —respondió Alejandro, dejando su mochila en la mesa. La habitación tenía algo de polvo, pero no le importó—. ¿Cuál usabas tú? Me quedo con la otra. Por cierto, ¿por qué dos camas?
—A veces llueve y el tejado del segundo piso gotea —explicó Iván—. Esos dos bajan aquí.
Sacó del armario un par de bolsas al vacío con sábanas y mantas, lanzándole una a Alejandro:
—¿Sabes hacer la cama, señorito?
—Claro —rió Alejandro—. Mira cómo lo hace el amo.
No preguntó nada sobre la casa, los chicos o su estilo de vida. Calentar agua era demasiado lento, así que se ducharon con agua fría y se tumbaron directamente. Alejandro no conciliaba el sueño; en el tren había dormido a ratos, y su cuerpo no estaba listo para descansar. Iván, en cambio, dormía en silencio, como si no existiera. La habitación no estaba calurosa, y la cortina abierta dejaba entrar la luz de la luna, iluminando el espacio con un brillo suave.
En un instante, Alejandro sintió una extraña maravilla. Había seguido un impulso, viajando a una ciudad desconocida, durmiendo en una casa vieja pero acogedora, rodeado de gente que apenas conocía. Todo eso, hace unas semanas, habría sido inimaginable.
Se quedó dormido cerca de las tres de la madrugada. Cuando despertó, el sol ya entraba a raudales. Miró su móvil: nueve y media. Al salir al salón, encontró a Héctor sentado en el sofá, con las piernas cruzadas, viendo una película en una tablet. Al verlo, levantó la mano:
—Hey, buenos días.
—Buenos días —respondió Alejandro—. ¿Y los demás?
—Los de arriba siguen durmiendo. Tu compañero salió —dijo Héctor, con una sonrisa pícara.
En ese momento, la puerta del patio se abrió. Iván entró con varias bolsas, vio a Alejandro y dijo:
—¿Te lavaste? Vamos a comer.
—Aún no —respondió Alejandro, sonriendo—. Gracias, guerrero.
Héctor alzó una ceja, soltando una risita:
—Vaya, el guapo es de lengua dulce.
Alejandro se aseó y volvió al salón. Héctor ya estaba comiendo un tazón de yogur con frutas, con el cabello recogido en un moño alto. Al notar la mirada de Alejandro, sonrió, con un destello en los ojos:
—¿Por qué siempre me miras?
—No era mi intención —dijo Alejandro, riendo y negando con la cabeza.
—No pasa nada si era intencional —respondió Héctor, apartando un mechón de cabello detrás de la oreja—. Mira todo lo que quieras, no me molesta.
Alejandro se sentó, insistiendo:
—De verdad, no era adrede.
—No le hagas caso —intervino Iván, empujando un desayuno hacia Alejandro—. Todo el mundo lo mira.
Héctor soltó una carcajada suave, mirando a Alejandro de reojo mientras comía:
—Muchos heteros han caído conmigo, guapo. Ten cuidado.
Alejandro asintió, medio en broma:
—Tienes algo… especial.
—¿Especial cómo? —preguntó Héctor, alzando una ceja.
Antes de que Alejandro pudiera responder, Iván soltó:
—Provocador.
Héctor se atragantó con una risa, y Alejandro negó con la cabeza, riendo:
—No iba a decir eso.
—Da igual lo que digas —dijo Héctor, limpiándose la boca con una servilleta—. Vamos a probar. A ver si este verano te hago cambiar de acera.
Las palabras de Héctor sonaron a Alejandro como una broma sin importancia. Sí, Héctor tenía un aura única, una mezcla magnética entre lo masculino y lo femenino que atraía miradas sin esfuerzo. Pero no era “afeminado”; era algo más complejo, casi hipnótico. Sin embargo, Alejandro estaba seguro de su orientación. Había crecido rodeado de amigos de todo tipo, algunos abiertamente gay, y nunca había dudado de sí mismo. Le gustaban las chicas altas, delgadas y de piel clara; su gusto era claro y constante.
Así que, tras la provocación de Héctor, Alejandro solo rió y respondió, despreocupado:
—Vale, probemos.
Tras unos días en la casa, Alejandro comenzó a adaptarse al ritmo de vida de sus nuevos compañeros. Cada uno seguía su propio camino, sin interferir en los asuntos de los demás. La casa era más un refugio que un hogar compartido; las relaciones entre los cuatro chicos eran cordiales pero distantes, como si cada uno tuviera su propio mundo. Santiago salía temprano y volvía tarde, casi invisible. Sergio pasaba tiempo en el patio, cuidando un pequeño jardín que había transformado de tierra seca a brotes verdes, o tocando el piano en el salón. Iván salía a menudo, sin un horario fijo; a veces compraba cosas, otras parecía simplemente vagar. Alejandro lo acompañó un par de veces, paseando sin rumbo por las calles de Córdoba, descubriendo la ciudad a su manera. Héctor, en cambio, era el más casero, evitando el sol abrasador para no quemarse.
A Alejandro le encantaba esa vida. Era libre, sin ataduras, exactamente lo que necesitaba. Pero el calor de Córdoba era implacable, mucho más intenso que en el norte. Aunque no solía preocuparse por su piel, notó que se estaba bronceando demasiado, así que un día compró un par de gorras de béisbol.
Al volver, encontró a Sergio regando sus plantas en el patio. Al verlo, Sergio lo saludó:
—¿Qué tal? ¿Ya con gorra?
—Para protegerme un poco del sol —dijo Alejandro, tocándose la visera.
—No te la pongas —bromeó Sergio, rociando agua con un pulverizador—. Al menos así te bronceas parejo.
Desde el salón, Héctor gritó:
—¡Te presto mi crema solar, úsala!
Alejandro entró, quitándose la gorra:
—Gracias, pero quédate con ella.
Héctor lo miró y soltó una risita:
—¿Y tu pelo?
—Lo rapé —dijo Alejandro, pasándose la mano por la cabeza afeitada—. Demasiado calor.
Alejandro, confiado en su atractivo, no había dudado en raparse. El corte de pelo corto resaltaba sus facciones, dándole un aire más rudo y desenfadado. Héctor, recostado en el sofá, lo observó con una sonrisa:
—Joder, guapo, estás cañón. Este look está de moda, eres un partidazo.
Alejandro rió:
—Pues rápatelo tú también.
Héctor agarró su melena, negando:
—Esto es mi carta de presentación.
Esa tarde, mientras Alejandro trasteaba con su cámara en la habitación, Iván lo llamó.
—¿Qué tal? —respondió Alejandro.
—¿Comiste? —preguntó Iván.
—Aún no.
—Sal —dijo Iván.
Alejandro alzó una ceja:
—¿Adónde?
—A la puerta —respondió Iván.
Era de noche, así que Alejandro salió sin gorra. Al verse, ambos se miraron y, tras un segundo, rompieron a reír.
—¿Y tu pelo? —preguntó Iván.
—¿Y el tuyo? —replicó Alejandro, entre risas.
—Tengo la costumbre de raparlo cada verano —explicó Iván, guardándose el móvil.
El corte de pelo cambió a ambos. Alejandro, con la cabeza rapada, parecía más rebelde, con un toque de descaro. Iván, en cambio, perdió parte de su frialdad; sus facciones se suavizaron, aunque bastaba una mirada suya para recuperar su aire intimidante.
Subieron a un autobús, sentándose en los asientos traseros. Sin aire acondicionado, las ventanas abiertas dejaban entrar una brisa fresca. El bus avanzó lentamente durante cuarenta minutos, adormilándolos. Al bajar, estaban algo desorientados.
Alejandro, estirándose, bromeó:
—Guerrero, ¿adónde me llevas a vender hoy?