Capítulo 13: A orillas del viento

“La verdad, estoy de paseo por toda la sierra,” contestó Iván con un bostezo.

—¿Por toda la sierra? —repitió Alejandro, incrédulo.

—Sí, sin un itinerario fijo.

—¿Y a qué lugares vas? —insistió Alejandro.

—Ya lo verás —sonrió Iván—. Hoy te llevo conmigo.

Alejandro tardó un instante en comprender. Se dejó caer contra el respaldo y, con el móvil, tecleó:

—Iván, ¿puedo unirme a tu excursión?

Al día siguiente, a media tarde, Iván le recordó:

—Mucha gente. Prepárate.

—No importa —respondió Alejandro con confianza.

—¿Cómo haremos? —preguntó Alejandro, curioso.

—Mañana lo sabrás —confirmó Iván.

Esa noche Alejandro durmió brevemente. A las tres de la madrugada, Iván lo despertó con suavidad:

—Ya es hora.

Alejandro parpadeó, medio dormido.

Iván regresó del baño, lo encontró dormido otra vez y, sin más, le salpicó agua en la cara:

—Arriba.

El frescor lo despertó. Se sentó:

—Voy.

De vuelta al cuarto, Iván le preguntó:

—¿Tienes chaqueta para el frío?

—¿Esta sirve? —ofreció Alejandro una sudadera ligera.

Iván le lanzó una cazadora vaquera:

—Mejor esto.

Alejandro se la puso. Iván añadió:

—Ponte pantalón largo.

—Claro.

Cuando Alejandro terminó, Iván dijo:

—No volvemos hoy. Puedes necesitar varias cosas.

—Entendido.

Iván recogió sus enseres y, con gesto serio, anunció:

—Agárrate: cuando subas a ese coche, no hay vuelta atrás.

—No daré marcha atrás —sonrió Alejandro.

Salieron al porche y abordaron un viejo furgón de reparto. El vehículo crujía y se llenaba de corrientes de aire. Alejandro bromeó:

—¿Así es eso de “pasear” tuyo?

Iván, divertido, preguntó al conductor:

—Oye, Juan, ¿qué crees que vale este chico?

El conductor, al volante, miró por el espejo:

—Depende de sus condiciones, amigo. Si está fuerte y sano, habrá que negociar.

Iván contestó con calma:

—Es joven y fuerte.

Juan asintió:

—Para eso, veinte mil euros.

Alejandro entrecerró los ojos, deslizó el móvil al oído y se hizo el amenazado:

—¡Ey, suéltame!

Iván ni pestañeó:

—Ya te dije que no hay trato.

Alejandro insistió:

—¿Por favor?

Iván, por fin, esbozó una leve sonrisa. Juan comentó:

—Hace tiempo que no te oigo reír así, pequeño.

—Es todo un show —se rió Alejandro.

Tras casi una hora de baches, llegaron a un polígono. Juan detuvo el motor, salieron y se internaron en un espacio abierto: un almacén improvisado cubierto de lonas. Al apartar la tela, Alejandro se quedó sin aliento.

Delante de él, cientos de motocicletas de todo tipo brillaban bajo la bombilla. Cada máquina le susurraba historias de aceleración y libertad. Iván le palmeó el hombro:

—Aquí vas a conocer la verdadera sensación de “pasear”.

Aquella noche, Alejandro comprendió el significado de “pisar el viento”: sentarse tras un manillar, sentir el aire cortante, y dejar atrás todas las certezas.

Aquel verano vio llegar a Iván cada mañana sin rastro de cansancio. El sol ya no era un obstáculo para Héctor, que salía temprano a dar largos paseos. Sergio, por su parte, se pasaba las horas en el patio, afinando el piano. Y Alejandro se maravillaba de aquella independencia compartida.

Un amanecer nublado, Héctor llamó a Alejandro:

—¿Nos vamos de ruta?

—¿A dónde? —preguntó Alejandro, medio dormido.

—A cualquier lugar —sonrió Héctor—. Necesito un fotógrafo.

Alejandro dudó:

—No soy profesional.

—No importa —respondió Héctor—. Quiero planos espontáneos.

Salieron al centro de Madrid. Héctor, con un look casual y andrógino, vestía pantalones cortos y camiseta verde suave. Alejandro, su cámara al hombro, no pudo reprimir un piropo:

—Te ves genial.

Héctor rió:

—Casi como una chica, ¿no?

—No te ofendas —se disculpó Alejandro.

—Todo bien —aseguró Héctor.

Mientras cruzaban calles adoquinadas, dos chicas se detuvieron:

—¡Hey, qué pareja tan bonita! —exclamaron con entusiasmo.

Alejandro sonrió:

—Gracias.

Héctor le guiñó un ojo:

—Me gusta tu forma de entender el mundo.

Al caer la tarde, regresaron al pequeño patio. Iván, sentado en el umbral, tocaba un blues suave con su armónica. Alejandro se puso al lado con una cerveza sin alcohol:

—No hay nadie mejor que tú para esto.

Iván levantó la mirada:

—Solo disfruto.

Aquella noche, bajo las farolas titilantes, Alejandro tomó la guitarra. Con un rasgueo pausado, fijó el tono para la voz de Iván:

En mi mente un campo, 

En mi mente un sueño, 

Que no despierta...

La armónica contestó con un lamento dulce. La calle silenciosa fue su concierto privado, un recuerdo eterno de un verano sin final.