Eso es un prado en mi mente, un sueño que nunca despierta…
Antes de llegar a Córdoba, Alejandro casi había olvidado aquella frase de Iván: “vamos a pisar el viento”. Pero esa noche, en la penumbra de la habitación, Iván se lo recordó con un brillo en los ojos:
—Mañana te llevaré a pisar el viento.
—Dicen que habrá mucha gente —advirtió Iván, con un tono que mezclaba desafío y complicidad.
—No me importa —respondió Alejandro, con una confianza que apenas escondía su curiosidad.
—¿Cómo es eso de “pisar el viento”? —preguntó, intrigado.
—Lo descubrirás mañana —dijo Iván, con una sonrisa enigmática.
A las tres de la madrugada, Iván lo despertó con un suave empujón:
—¡Arriba!
Alejandro, atrapado en el sueño, apenas abrió los ojos. Iván, ya de vuelta del baño, lo vio todavía adormilado y, con un gesto travieso, le salpicó unas gotas de agua en la cara:
—Vamos, despierta de una vez.
El frescor lo hizo saltar de la cama al instante:
—¡Ya voy!
Se vistió con la cazadora vaquera que Iván le había prestado y unos pantalones largos, mientras este terminaba de preparar dos sacos de dormir y un par de mochilas.
—No volvemos esta noche —anunció Iván, con voz firme—. Podríamos estar fuera varios días. Lleva lo que necesites.
—Entendido —respondió Alejandro, con un destello de决心—. No pienso echarme atrás.
Iván esbozó una media sonrisa:
—Eso espero. Una vez que subas, no hay vuelta atrás.
Sin mirar atrás, Alejandro siguió a Iván hasta un viejo furgón que crujía bajo el peso de los años. El conductor, Juan, los saludó con un gruñido cansado, mientras el vehículo se llenaba de corrientes de aire frío.
Iván, con un guiño, se volvió hacia Juan:
—¿Cuánto vale este chico, Juan?
Juan, sin apartar la vista del camino, respondió con sorna:
—Si está sano y fuerte, unos veinte mil euros, fácil.
Alejandro levantó las manos, fingiendo pánico:
—¡Oye, suéltame ya!
Iván soltó una risa contenida:
—Te dije que no hay trato.
—¡Por favor, ten piedad! —insistió Alejandro, entrando en el juego.
Iván dejó escapar un suspiro teatral, pero su rostro recuperó la seriedad habitual, con un atisbo de diversión en los ojos.
Tras una hora de traqueteo por carreteras llenas de baches, el furgón se detuvo en un polígono industrial oscuro. De las sombras emergió Pablo, un hombre de sonrisa cálida y franca:
—¡Iván, qué sorpresa! —saludó, con un apretón de manos—. ¿Y este quién es?
—Alejandro —presentó Iván, con un gesto sencillo.
—Bienvenido —dijo Pablo, con un ademán amable que invitaba a seguirlo.
Caminaron por un pasillo polvoriento hasta un enorme almacén cubierto por lonas. Iván apartó una de ellas con un movimiento decidido, revelando un espectáculo que cortó el aliento: más de cien motocicletas con sidecar, pulidas hasta brillar bajo la luz tenue de una bombilla.
—Esto es “pisar el viento” —dijo Iván, con un brillo de orgullo en la voz.
Alejandro, sin palabras, solo pudo asentir.
—¿Subimos? —preguntó Iván, ya con la mano en el manillar.
—Claro —respondió Alejandro, con el corazón acelerado.
Ocho motos arrancaron al unísono, y el rugido de los motores resonó como un trueno en la noche. Alejandro se aferró al sidecar, sintiendo cómo el viento le golpeaba el rostro, una corriente viva que parecía liberar su alma.
—¿Rápido? —gritó Alejandro, apenas audible entre el estruendo.
—¡Más que rápido! —respondió Iván, con una sonrisa que el casco no podía ocultar.
Surcaron carreteras secundarias, y al llegar a la autopista, aceleraron entre un borrón de olivos y encinas que desfilaban como sombras fugaces.
Al mediodía, el grupo se detuvo en un área de servicio. Alejandro, con la adrenalina aún palpitando, salió del baño con una energía desbordante:
—¡Esto es alucinante!
Iván, apoyado en su moto, asintió con satisfacción:
—Sabía que te engancharía.
Alejandro alzó el pulgar, con una sonrisa que lo decía todo:
—Gracias, Iván.
En aquel verano interminable, entre el rugido de los motores y el viento en el rostro, descubrieron juntos la verdadera fuerza de “pisar el viento”.