Fuego Bajo Tierra

> El primer tributo no se cobra con sangre, sino con lo que más temes perder.

—Inscripción en piedra rota, mina de Keldros

El calor en la mina no venía solo de la piedra. Había algo más profundo, más antiguo que el fuego que chispeaba en las antorchas clavadas en las paredes.

Kael se agachó, con el pico temblando entre sus manos. Llevaba horas cavando entre capas negras, como lo hacía desde que tenía uso de razón. Cada respiración era un grano de polvo que le raspaba la garganta. Cada golpe, un eco en sus huesos cansados.

—¡Thorne! —gritó un capataz—. No te quedes ahí como estatua. El estrato inferior está cediendo.

Kael asintió, pero no se movió. Había sentido algo. Un susurro, no en sus oídos, sino más dentro. Como si la piedra lo estuviera mirando desde el otro lado.

Entonces el temblor llegó. Breve, pero seco. Como una tos del mundo.

Las paredes crujieron. Un brillo naranja se filtró por una grieta recién abierta. No era lava. Era otra cosa. Algo que respiraba luz y olía a ceniza vieja.

Kael se acercó. El calor no lo quemaba; al contrario, lo calmaba. Metió la mano, sin entender por qué.

Y entonces lo vio.

Un símbolo ardía bajo la roca: un ojo con llamas en lugar de pupila. Un instante después, la luz lo envolvió.

Gritó, pero no fue dolor lo que sintió. Fue memoria. Vidas que no eran suyas. Guerras antiguas. Una promesa hecha antes de que él naciera.

Cuando cayó al suelo, la mina ya no estaba en silencio.

Y él... ya no era el mismo.