El dolor no siempre es físico, pero siempre se siente real.
Kael despertó en un cuarto oscuro, apenas iluminado por una vela temblorosa que alguien había dejado en una mesa de madera. Su cuerpo ardía como si la llama que había tocado la mina todavía viviera dentro de él, pero la peor sensación era esa inquietud profunda que lo rasgaba desde adentro, como si algo en su alma hubiera sido arrancado y puesto a arder.
Intentó mover la mano, pero un peso invisible lo detenía. Una voz suave, casi un susurro, rompió el silencio.
—Estás vivo, eso es lo importante.
Kael volteó y vio a una mujer de rostro sereno, con ojos que parecían conocer secretos olvidados. Era Elyra Venn, la hija de la archivista, una joven que él apenas conocía, pero que de alguna forma parecía estar siempre presente cuando las cosas se complicaban.
—¿Qué me pasó? —preguntó Kael con la voz ronca—. Sentí... sentí fuego, pero no me quemó.
Elyra asintió, con una mezcla de tristeza y determinación.
—No te quemó porque el fuego que viste no es común. Es el Fuego Primordial, el antiguo poder sellado por los guardianes. Has pagado el primer tributo, Kael. Tu cuerpo y tu alma están marcados ahora.
—¿Tributo? —repitió él, desconcertado—. ¿Qué significa eso?
—Cada vez que alguien toca ese poder, algo debe sacrificarse. Puede ser un recuerdo, un dolor, una parte de ti mismo. Sin ese precio, el poder consume y destruye.
Kael sintió un nudo en el pecho, una mezcla de miedo y responsabilidad. No solo había cambiado su vida, sino la del mundo entero.
—No estoy listo para esto —murmuró—. No quiero ser parte de esta guerra.
Elyra le tomó la mano, con firmeza.
—Nadie está listo, pero el mundo ya decidió por ti. Ahora debes aprender a controlar lo que llevas dentro antes de que te controle a ti.
En ese momento, un golpe seco resonó en la puerta. Kael tensó los músculos. La sombra del inquisidor negro se acercaba, y con él, el inicio de una persecución que pondría en jaque todo lo que Kael creía posible.