El Pueblo Perdido del Rosario
Me sentí aterrado al ver eso en mi brazo derecho. Era como un brote carnoso, apenas perceptible, pero con la textura exacta de las flores que habían crecido en el cuerpo del hijo de Antok. Mi mente intentaba aferrarse a la lógica, pero todo a mi alrededor empezaba a desdibujarse. ¿Era alucinación? ¿Sugerencia? ¿O el inicio de una transformación?
Al despertar al día siguiente, lo primero que hice fue examinarme. La cosa ya no estaba. Nada en mi brazo, ni en mi torso, ni siquiera bajo las uñas. Estaba… perfectamente bien. Demasiado bien.
Pensé: Tal vez esta investigación está empezando a cruzar la línea entre realidad y ficción. Pero algo en mí —una voz persistente y creciente— no podía dejarlo ahí. Tenía que entender qué era eso. Qué era Rosario.
Llamé a dos viejos amigos míos: Elena, experta en botánica y exinvestigadora de una universidad en Quito, y Dr. Marcus Valente, un científico con conocimientos en biogenética y mutaciones celulares. Les envié fotos de la flor conservada por Antok, junto con una advertencia: “Esto no es de este mundo.”
Ambos llegaron el mismo día. Traían equipos: microscopios portátiles, sensores, incluso un pequeño kit de secuenciación genética. Sabían que lo que iban a ver no tenía explicación… pero también sabían que los límites de la ciencia se expanden precisamente donde el miedo comienza.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Marcus apenas bajó del jeep.
Le respondí con la única opción que quedaba:
—Vamos a acercarnos al Rosario. Hasta donde podamos sin cruzar su límite.
Volví al asentamiento indígena. Antok me recibió con una mirada pesada, como quien ya sabe que el destino no puede cambiarse.
Le pedí un guía. Alguno de sus jóvenes que nos llevara hasta las orillas del pueblo, o al menos tan cerca como fuese posible sin ser tocados por la niebla.
El anciano asintió lentamente.
—Solo si prometen algo. —dijo con voz grave— Al llegar… mis muchachos se devuelven. El Rosario solo llama a los que elige. Y no los ha elegido a ellos.
Aceptamos sin dudar.
Nos asignó a dos jóvenes silenciosos, armados con machetes y collares de hueso que, según ellos, servían para engañar a los espíritus de la niebla. Caminamos durante horas a través de un sendero espeso, donde los árboles parecían torcerse en direcciones imposibles y las aves guardaban un silencio sobrenatural.
Entonces la vimos.
La niebla.
No era blanca. Era gris con destellos iridiscentes, como si flotara dentro de otra dimensión que rozaba la nuestra. Se movía como si respirara, y el aire allí… sabía a cobre, tierra mojada y algo más: sangre antigua.
—Hasta aquí —dijo uno de los guías, dejando una pequeña figura tallada en la tierra—. Más allá, solo ustedes.
Y se fueron.
Nos quedamos los tres frente a esa pared de niebla. Elena observaba fascinada; Marcus, nervioso, preparaba su instrumental. Y yo…
Yo sentía que algo dentro de mí palpitaba al ritmo de aquella niebla.
Entonces lo vimos.
Una silueta… caminando desde dentro de la niebla hacia nosotros.
Y aunque era imposible verlo claramente, yo sabía quién era.
Era el hijo de Antok.
O al menos… algo que alguna vez había sido él.