Mientras Elena y Marcus estaban absortos, fascinados por las muestras recolectadas en los bordes del Rosario, yo no podía apartar la vista de la niebla. Había algo en ella que me hablaba. Una vibración, una presencia. Sentía como si cada molécula del aire me empujara a mirar… a mirar más profundo.
Y entonces lo vi.
Una silueta. Humanoide. Lenta. Avanzando desde la niebla con un movimiento que no era natural, como si el tiempo no le afectara igual. Cuando por fin la figura se reveló parcialmente, casi dejé caer la cámara.
Era él.
El hijo de Antok.
O… lo que quedaba de él.
Su cuerpo había perdido toda humanidad reconocible. Su cabeza estaba coronada —no, reemplazada— por un cúmulo de flores abiertas, girando como si captaran una luz invisible. En lugar de manos, sus extremidades se habían convertido en troncos nudosos y secos, con ramas que vibraban al compás del viento. Y en su espalda… una serie de tentáculos delgados, oscuros, y húmedos se arrastraban como raíces buscando tierra fértil.
No sabía si llorar, gritar o caer de rodillas. Pero fue entonces cuando Elena me habló, interrumpiendo aquel instante.
—¡John! ¡John, no lo vas a creer! ¡Mira esto!
Desvié la mirada apenas unos segundos… y cuando volví a mirar al borde de la niebla, la figura ya no estaba. Se había desvanecido como humo.
—¿Qué quieres que vea? —le pregunté, algo agitado.
—¡Estás loco si no lo ves! ¡Mira por el microscopio!
Me acerqué. El lente me reveló algo que… no puedo describir sin sentir que algo se rompe en mí.
El ADN de la planta que habíamos tomado de la flor de Antok no era natural. No era puro. Las cadenas genéticas estaban entrelazadas con un patrón desconocido, algo que parecía moverse aún dentro del vidrio, como si la célula supiera que estaba siendo observada.
Era una fusión.
Una mezcla enfermiza entre el ADN de plantas tropicales comunes y una secuencia que no correspondía a ningún organismo terrestre conocido. Ni vegetal, ni animal. Un patógeno… o una forma de vida simbiótica que necesitaba un huésped para crecer.
—Nunca en mi vida… ni en toda la historia de la humanidad… se ha visto este tipo de ADN, —murmuró Marcus, temblando—. Esto… esto piensa. Esto reacciona.
Y fue entonces que sucedió.
Una extraña abeja se posó en el hombro de Marcus.
No me dio buena espina. Era demasiado grande, con un zumbido agudo y molesto. Sin pensar, agarré el libro de campo que llevaba y lo levanté para espantarla.
Pero cuando vi bien…
No era una abeja normal.
Tenía un rostro humano.
Pálido. Ojos cerrados. Como si estuviera dormida… o llorando.
Su aguijón era largo, negro y traslúcido como una aguja de cristal. Su tamaño era tres veces el de una abeja común. Se giró lentamente hacia mí. Y me miró.
Marcus no se había percatado de nada. Yo no pude moverme. La criatura simplemente alzó vuelo, dejando una estela con olor a flores podridas.
—¿La viste? —le pregunté, con la voz quebrada.
—¿Ver qué?
No me creyó.
Ninguno de los dos me creyó. Pero Elena, que había recogido una espora del suelo para analizarla después, murmuró algo al revisar su microscopio de nuevo:
—John… esta espora tiene… nervios.....