Capitulo:7 la media noche del origen.

Después del incidente con el conejo mutado y la desaparición del aguijón, decidimos que era mejor mantenernos en el campamento indígena. Nos habíamos acercado demasiado a algo que claramente no entendíamos.

La noche cayó sin estrellas. La niebla rodeó el asentamiento, como si lo vigilara, rozando las chozas y árboles con una suavidad que parecía intencional. No se oían grillos. No se oían aves. Solo el murmullo del viento entre las hojas.

Estábamos sentados frente a la fogata central cuando Antok, con su bastón tallado con formas serpenteantes, se sentó junto a nosotros. Su rostro estaba más serio que nunca.

—Ustedes preguntaron… qué significa “zozobra” —dijo con voz baja, pero firme.

—Sí —respondí—. Quiero saber qué significa realmente esa palabra, y qué relación tiene con el pueblo.

Antok cerró los ojos por un momento, como si se sumergiera en memorias lejanas.

—Mis ancestros no inventaron esa palabra. La escucharon por primera vez desde la niebla… mucho antes que existiera el idioma español en estas tierras. Era la única palabra que decían los “regresados”. Los que volvían del Rosario.

—¿Regresados? ¿Hubo más? —preguntó Marcus.

—Muy pocos. Y no por mucho tiempo. Los que volvían no eran los mismos. Caminaban, sí. Hablaban, sí… pero no eran humanos ya. Algo dentro de ellos los había sustituido. Las flores… los tentáculos… eran solo la parte visible.

—¿Qué hay dentro? —preguntó Elena.

Antok tragó saliva...

—La zozobra.

Es un nombre antiguo para lo que los chamanes llamaban Nha-Qu’ul, “el que habita en la simiente”. Una entidad que duerme en el corazón del pueblo del Rosario, bajo sus casas, bajo sus raíces, bajo el tiempo mismo.

La fogata chisporroteó como si respondiera a sus palabras.

—Dicen que el pueblo no fue construido por humanos. Ya estaba ahí cuando los primeros cazadores llegaron. Rodeado por niebla eterna. Nadie lo recordaba, pero todos sabían su nombre, como si lo hubiesen soñado.

Y quienes soñaban… tarde o temprano eran llamados.

El silencio cayó como un manto pesado. Todos lo sentimos: esa sensación detrás del pecho, como si algo invisible nos escuchara desde el bosque.

—Entonces… ¿no es solo un lugar? —dije.

Antok me miró.

—Es un ser. O peor. Es una semilla que creció entre los mundos. Y el Rosario… es su flor.

Un escalofrío recorrió mi espalda.

—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Marcus.

Antok levantó lentamente su bastón y lo giró. En su base había un símbolo tallado, una espiral dentro de un ojo rodeado de pétalos.

—Porque yo también fui llamado. Pero fui el único que logró volver antes de cruzar la niebla. Porque vi a mi hijo regresar… y entendí que lo que estaba allá dentro, no era mi hijo.

En ese momento, las llamas parpadearon violentamente y una ráfaga fría nos golpeó el rostro. La niebla se había acercado sin que lo notáramos. Estaba justo al borde del campamento.

Y, como si nos hubiera estado escuchando, desde el bosque se oyó otra vez esa palabra,

ronca, temblorosa, con voces múltiples:

—Zooooo… zoobraaaaaa…

Marcus se levantó de golpe. Elena retrocedió. Yo solo miré al anciano.

—¿Qué quiere la zozobra, Antok?

El anciano alzó la mirada, y sus ojos parecieron más oscuros que nunca.

—Florecer...