Capitulo:8 el mural del olvido

A la mañana siguiente, Antok nos reunió junto al fuego. El rostro del anciano estaba más serio de lo habitual. Sus ojos, ennegrecidos por la experiencia, parecían mirar más allá del tiempo.

—Mañana —dijo sin rodeos—, entraremos al pueblo. Si tanto quieren saber, entonces lo verán con sus propios ojos.

Esa noche dormimos como si estuviéramos en casa. No hubo pesadillas. No hubo voces en la niebla. Era como si el Rosario supiera que nos estábamos acercando... y nos calmara, como un depredador que deja de rugir cuando ya tiene a su presa donde quiere.

Al amanecer, Antok nos entregó unos amuletos de piedra tallada. Dijo que nos protegerían del rechazo del pueblo. Que si entrábamos sin ellos, nos convertiríamos en parte de “la simiente”. No explicó qué significaba eso, pero asentimos, sin preguntar más.

Antes de entrar, Antok fue claro:

—No toquen nada. Ni muros, ni telas, ni agua. Ni siquiera el aire si pueden evitarlo.

Cruzamos la frontera de niebla con el corazón latiendo como tambores de guerra. Al pisar el suelo del Rosario, nos invadió una sensación antinatural. El pueblo estaba... intacto, como si hubiese sido construido apenas hace unos días. No había signos de abandono ni deterioro. Pero el olor… el olor era insoportable: una mezcla de carne podrida, flores marchitas y sangre vieja.

Vi criaturas vagando. Algunas parecían humanos deformes, otras animales con rostros humanos… y otras, indescriptibles, como salidas de los abismos de Lovecraft. Nos observaban sin moverse, como estatuas vivientes.

—¿Esto es real? —susurró Marcus—. Nadie... nadie ha escrito jamás sobre esto.

—Porque los que vienen aquí no regresan —murmuró Elena.

Antok nos llevó hasta una estructura central hecha de piedra negra, cubierta de musgo y líquenes que parecían palpitar. En su interior, tallados en los muros, estaban los murales del Rosario.

Y entonces lo vimos.

1. En el primero, un pueblo próspero. Gente feliz. Campos fértiles.

2. En el segundo, un objeto redondo, parecido a un huevo o una semilla negra, cayendo del cielo hacia un pozo en el centro del pueblo.

3. En el tercero, los aldeanos observando el agua, ahora oscura, mientras los primeros brotes crecían de sus bocas.

4. El cuarto mostraba cuerpos retorcidos. Gente en flor. Tentáculos emergiendo de la tierra.

5. Y el quinto… una criatura colosal, enraizada, con cientos de ojos abiertos… alimentándose del pueblo como si este fuera su jardín personal.

—Esto no es historia… —dijo Marcus con voz apagada—. Es... un ritual cíclico.

—O una advertencia —agregó Elena—. O las dos cosas.

Antes de que pudiéramos ver más, una de las criaturas nos olió. No sé cómo lo supimos, pero lo sentimos. Nos reconoció. No éramos del pueblo.

Y gritó.

Un chillido que no salía por la boca, sino desde dentro de nuestras mentes. Antok gritó:

—¡Corran! ¡Ya es tarde!

Corrimos.

La niebla nos engullía, pero seguimos adelante. Al salir del pueblo, nos volteamos para asegurarnos de que todos estuvieran… y entonces lo vimos.

Antok había sido picado. Una de las abejas mutadas —las mismas que vimos antes— lo había alcanzado.

—¡Por favor, Jhon! ¡Mátenme! ¡No quiero florecer! —gritaba mientras su piel ya comenzaba a hincharse y palidecer.

Yo no fui capaz.

Ni Marcus.

Ni Elena.

El cazador que había permanecido silencioso durante toda la expedición se acercó, desenfundó su hoja ceremonial y, con un golpe limpio, le cortó la cabeza.

—Que el Gran Espíritu de la Naturaleza lo reciba en la reencarnación —dijo, arrodillándose.

Pero aún muerto, el cuerpo de Antok se movió. Se retorció como si algo bajo su piel buscara nacer. Flores negras brotaron de su cuello cortado. Y entonces, desde la niebla del Rosario, un tentáculo emergió, se enroscó alrededor de su pierna… y lo arrastró de vuelta.

El Rosario no había terminado con él.

Esa noche, el campamento fue un sepulcro de silencio. Nadie durmió. Nadie habló. Solo escuchábamos el susurro del viento...

Y algo más.

Un canto o quiza era algo más....