Decidí hacer lo que había evitado hasta ahora: acudir al gobierno. La situación ya no era un secreto de campo, ni una extraña coincidencia. Era una amenaza… una que respiraba bajo nuestros pies.
Viajé a Tegucigalpa, capital de Honduras. Fui recibido por un funcionario de mediana edad con el ceño fruncido, y tras insistir varias veces, finalmente logré una cita con el Gobernador Nacional de Seguridad Interna, don Emiliano Argueta. Al entrar, me examinó con indiferencia, como si esperara que yo hablara de algún desliz agrícola o de una nueva plaga forestal.
Pero cuando le mostré las fotos, las muestras biológicas de animales deformes con rostros parcialmente humanos, y sobre todo, las cartas de Marcus y Elena, su expresión cambió. Tomó cada documento con manos temblorosas y, tras unos segundos, se quitó los lentes lentamente.
—¿Dónde obtuvo todo esto? —preguntó con un hilo de voz.
Le conté lo sucedido en el Rosario. La historia de Antok, las criaturas del bosque, los murales, las gemas negras, y la carta reciente de Marcus sobre Crail, en Escocia. Me miró fijamente durante largo rato, luego se levantó y cerró con llave la puerta de su oficina.
—Se lo diré porque ya ha visto demasiado. No porque deba, sino porque ya está dentro.
Pulsó un botón bajo su escritorio, y la pared tras él se abrió silenciosamente, revelando una pantalla empotrada. Aparecieron símbolos gubernamentales que no reconocí, luego mapas satelitales de zonas restringidas: Crail, Dakota del Sur, Hamhŭng, y otros más sin nombre.
—Desde hace cinco años, los altos mandos de varios gobiernos han tenido reportes aislados sobre "zonas de regeneración anómala". Primero lo atribuimos al cambio climático, luego a posibles vertidos biológicos. Pero los informes de mutaciones, vegetación no identificable, ADN inestable, y fauna deformada comenzaron a repetirse… siempre cerca de pueblos antiguos. O de pozos, como en tu relato.
Me quedé en silencio, asimilando cada palabra.
—¿Qué hacen con esa información?
—Se esconde, señor Jhon. Porque admitir esto sería desatar un pánico mundial. Pero algunos líderes… no lo ignoramos. Por eso existe el Consejo Silente, una red informal de gobernantes, científicos y agentes de campo que compartimos esta clase de anomalías.
Me ofreció una taza de un té amargo mientras continuaba.
—Crail fue sellado tres veces desde los años 50. Cada intento falló. En Dakota del Sur, los nativos Lakota también hablan de “la flor que negrusca con un tipo de hojo humano en el centro”. En Hamhŭng, Corea del Norte, se cerraron aldeas completas y no se volvió a hablar de ellas. Y ahora, Honduras…
Se levantó y me miró directo a los ojos.
—Hay una reunión en tres días. Un enclave del Consejo. Se celebrará en la Base Condor, un lugar que nunca ha aparecido en mapas. Quiero que vengas. No como testigo… sino como representante. Nadie ha estado más cerca de esa cosa como tú.
Tragué saliva.
—¿Y qué creen que es, exactamente?
Su respuesta me persiguió hasta el sueño esa noche:
—Algunos creen que es un hongo que infecta todo. otros dicen que es una forma de conciencia vegetal que despierta cuando el planeta es dañado… pero yo creo que es algo más antiguo que la humanidad. Algo que no pertenece a este mundo… y que se ha estado reescribiendo en silencio dentro de nuestros ecosistemas. Además con lo que me contaste sobre ese indígena llamado antok ahora estoy más seguro que no se trata de ninguan infección normal.
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Volví al campamento esa noche. Dormí mal. Las hojas crujían más de lo habitual. El bosque ya no me parecía simplemente peligroso… me parecía consciente. Como si ya supiera que estaba tratando de detenerlo.
Y en el centro de todo, el Rosario, esa criatura. quieto, vivo, y esperando...