Cuando escuchamos que Joseph había empezado a recordar, Marcus, Elena y yo decidimos ir en persona. No queríamos correr el riesgo de que información tan importante se perdiera entre reportes fragmentados.
El pueblo estaba tranquilo, demasiado tranquilo. Las personas reinsertadas parecían confundidas pero estables. Hablaban poco, como si algo dentro de ellos no terminara de encajar. Joseph nos esperaba sentado en una banca frente a lo que parecía ser una iglesia antigua, reconstruida, o más bien… resucitada.
—¿Usted es Joseph? —pregunté al acercarme.
El hombre levantó la mirada. Sus ojos tenían una profundidad extraña, como si cargaran siglos de historia. Su rostro estaba curtido por el tiempo, aunque no aparentaba más de cincuenta años. Llevaba una túnica simple y una soga atada como cinturón.
—Así me llaman ahora… aunque no estoy seguro de si ese fue mi verdadero nombre —respondió con voz grave y pausada.
Elena sacó su grabadora. Marcus observaba atento cada gesto del hombre.
—Joseph, ¿puede decirnos qué es lo último que recuerda antes de este… renacer?
Joseph miró al cielo por un momento, como buscando en él una respuesta.
—Recuerdo estar aquí. Este pueblo… sí, yo vivía aquí. Era un hombre común. No sé con exactitud en qué año. Aquí no llevábamos los días como ustedes. Solo sé que fue… hace muchísimo tiempo.
—¿Y qué ocurrió? —preguntó Marcus.
—Solo flashes. Recuerdo gritos… gente llorando… después, una luz. Una luz tan brillante que parecía el sol descendiendo del cielo. Una explosión sin fuego, sin sonido… como si la misma realidad se quebrara.
Hizo una pausa. Se apretó las sienes con ambas manos.
—Y luego… nada. Solo oscuridad. Un vacío sin tiempo. Como si el mundo se hubiese detenido para nosotros.
—¿Y ahora? —dije— ¿Cómo se siente al estar de vuelta?
Joseph nos miró con un miedo que no intentó ocultar.
—No pertenezco a este tiempo. Lo sé. Lo siento en la piel… en los huesos. Hace unos días traté de salir del pueblo. Creí que podía irme. Pero cuando crucé el límite… empecé a desvanecerme. Mis manos, mis brazos… se hicieron polvo. Como si mi cuerpo recordara que debí haber muerto hace siglos.
Elena bajó la grabadora. Nadie dijo nada durante un rato.
Joseph rompió el silencio con una pregunta inesperada:
—Díganme la verdad… ¿estamos vivos?
Le respondí con toda la franqueza que pude reunir:
—No lo sabemos aún. Pero estamos tratando de entenderlo. Y usted, Joseph… usted podría ser la clave.
Y en ese momento, mientras el viento soplaba con un frío inexplicable, supimos que estábamos hablando con un hombre que no pertenecía a esta época… ni a este mundo tal como lo conocemos. Un hombre que existo hace miles de años...