—Eso es muy aterrador —murmuró Joseph con un suspiro que parecía pesar siglos.
El silencio que siguió fue espeso, como si las palabras anteriores hubieran roto algo en la realidad. Un umbral. Una frágil membrana entre lo que creíamos entender… y lo que jamás debimos sospechar.
—Pero… ¿quién es ese escritor del que hablas? —preguntó Joseph con los ojos entrecerrados, casi temiendo la respuesta.
—Bueno —comencé—. Es alguien cuya identidad se ha perdido con el tiempo. Algunos lo llamaban el sabio de Providence. No se sabe si fue un hombre o algo más. Su mentalidad rozaba la locura, pero era una locura meticulosamente ordenada… como si supiera que cada palabra era un eco de algo mayor. Escribió hasta que su vida se apagó… o, como muchos creen, hasta que fue a gobernar a seres superiores. Otros decían que no era humano, sino un mensajero del vacío cósmico que solo fingía humanidad. Que cada relato suyo no era una invención, sino un testimonio disfrazado de ficción.
Ayaka frunció el ceño, confundida.
—Es extraño… en Corea jamás he oído hablar de ese escritor ni de sus relatos. Tal vez sus libros nunca se publicaron allá, o quizá… nunca debieron hacerlo.
Hubo un momento de silencio. Marcus y Elena intercambiaron miradas. Luego, casi al unísono, me preguntaron:
—Ahora que descubrimos el origen de la infección… ¿no crees que es momento de averiguar el origen de las piedras de reversión?
Los miré en silencio. Pensé en el pequeño cofre que me dio el chamán, en las reversiones imposibles que había presenciado, y en ese brillo inexplicable que parecía no pertenecer a nuestro universo.
—Si estás tan seguro —dijo Elena— de que este ente cósmico está relacionado con esos relatos… dime, ¿hay algún ser que esté del lado del bien?
No respondí de inmediato. Las palabras se negaban a salir.
—No… no existen seres del bien. Tampoco del mal. —Tomé aire—. Solo existen ellos… entes que no distinguen entre nuestras emociones. No entienden lo que somos. Solo actúan según sus propios juicios, leyes ajenas a nuestro entendimiento. Son… el caos en su forma más primitiva.
El rostro de Ayaka se volvió pálido.
—¿Y Nyarlathotep…? ¿Qué es entonces?
—Un amante del sufrimiento. El caos hecho carne. Pero hay uno más… uno que no juega ni se burla. Uno que simplemente es. Le llaman la llave y la puerta. Se manifiesta como un conjunto de esferas… sin forma definida, sin propósito aparente. Y quizás… —hice una pausa— quizás de él provienen las piedras de reversión.
Marcus se inclinó hacia mí, interesado.
—¿Estás diciendo que ese ser es… benevolente?
—No. Ni bueno, ni malo. Es solo un conducto. Un filtro entre realidades. Quizá ni sabe que lo adoramos. Quizá su existencia solo roza la nuestra por accidente… o por lástima.
Todos guardamos silencio. Nadie se atrevía a romperlo. El susurro del viento pareció volverse más denso.
—Cabe recalcar —añadí, casi en un susurro— que no afirmo que sean los mismos seres de los relatos. Al final… solo son cuentos, ¿no? Pero… son demasiadas coincidencias. Demasiadas visiones compartidas por culturas que jamás se cruzaron.
Suspiré, sintiendo una grieta invisible abrirse en el centro de mi pecho.
—Ya no sé qué pensar. Somos… insignificantes. Solo polvo atrapado en un vacío cósmico… un vacío habitado por inteligencias antiguas, por voluntades no humanas. Quizá… estamos dentro de un relato más grande. Uno que se escribe sin nuestra conciencia. Uno donde los dioses son los narradores, y nosotros apenas palabras que tiemblan antes de desvanecerse.
Joseph desvió la mirada hacia el horizonte, como si escuchara algo en el viento.
Ayaka no dijo nada. Solo escribió. Pero sus manos temblaban.
Y allí, bajo un cielo extenso y un sol rojizo. sentimos que la verdad no solo era extraña… era irreparable.. quizá fuimos elegidos quizá somos los únicos que an cruzado el umbral más allá del velo, quizá pronto la muerte deje de ser un miedo pues cada vez se transforma en esperanza...