Sacó un pez meruc entero y lo rebanó con energía; mientras brotaban sus restos y líquidos, el aroma se fue instalando en su mente. Limpió sus entrañas, no con la rapidez ni destreza de su madre, pero lo suficiente para cumplir. Vertió el contenido en el caldero: primero las patatas, luego el pescado. Cuando comenzó a hervir, añadió las cebollas, el ajo, un puñado de lentejas y el orégano. Con un toque de sal, el estofado quedó completo. Lo dejó hervir una vez más.
Mientras la puerta chirriaba, apareció la figura de su madre. Su rostro cansado se iluminó al ver a su hijo, acompañado por el aroma del pan y el estofado de meruc.
—No esperaba este banquete, hijo —dijo con una amplia sonrisa que marcaba sus líneas de expresión—. Qué bueno, no tenía ganas de cocinar. Aunque recién comienza la semana, siento que no he descansado bien estos últimos días —añadió, dejando su abrigo junto a un saco pequeño con restos de productos del mar.
—Tomé una decisión, madre —dijo Theo con una resolución que rara vez había mostrado—. Hemos estado solos todo este tiempo. Nos apoyamos el uno al otro, pero siento una deuda enorme contigo, por cómo me cuidas y das todo por mí, día tras día.
Su madre se conmovió al escucharlo. No esperaba que la cena viniera acompañada de un discurso tan sincero y elaborado por parte de su hijo.
—Voy a mejorar nuestra situación. Trabajaré duro. Comeremos buena comida, beberemos siempre agua limpia, tendremos ropa de calidad y dormiremos en camas de verdad —afirmó Theo, con la convicción ardiendo en su interior, mientras en su mente trazaba planes e ideas, guiado por su agudo olfato.
—Esta cena es solo el comienzo. A partir de mañana, te demostraré que tu hijo ya no es ese niño que lloraba después de caerse en el barro —continuó. Su madre lo escuchaba atenta, atónita ante cada palabra—. Desde mañana, todo será distinto. Te daré la vida que mereces —sentenció Theo, tomando las manos de su madre y culminando con un tierno beso en la mejilla y un abrazo inmarcesible.
Tras largos segundos cargados de emoción, su madre habló:
—No esperaba estas palabras, hijo. Soy tu madre y siempre velaré porque estés bien —dijo, peinándole tiernamente el cabello tras la oreja—. Todo lo que decidas hacer, si llena tu corazón, también llenará el mío —entonó, como una suave caricia al alma de Theo.
—Gracias por apoyarme, madre —sonrió Theo, invitándola a sentarse con un gesto suave de manos y ojos vidriosos. El estofado se disfrutaba mejor caliente, al igual que el pan recién horneado, que ahora estaba tibio y listo para acompañar.
Mientras su madre colocaba una tetera abollada al fuego para preparar un té de hierbas, Theo le contaba sus planes futuros y cómo pretendía mejorar sus vidas. Ella lo escuchaba con atención y encanto, lanzando comentarios alentadores cuando era necesario.
Después de reposar y beber lentamente la infusión, ambos se despidieron como de costumbre y se desplomaron en sus respectivas camas. Había sido un día largo, y pronto el sueño los envolvió. Theo debía cumplir las expectativas que se había impuesto; después de todo, uno mismo es su mayor crítico.
Con fuertes chirridos, Theo despertó. Su madre ya estaba en pie. La tetera volvía a hervir, aunque el chisporroteo no lo había despertado. Estaba cansado, pero había tenido un sueño reparador.
—¿Ya vas saliendo, madre? —preguntó somnoliento, frotándose los ojos.
—Así es. Te calenté el pan y dejé un tazón con té de hierbas —respondió ella, señalándolo con las manos mientras se ponía el abrigo y tomaba el saco—. Cociné caracoles y trozos de pulpo que traje ayer —comentó, mientras Theo imaginaba el pan con especias, junto a los caracoles de mar y el pulpo.
—Gracias. Que tengas un buen día —dijo Theo, mientras le daba un beso en la mejilla.
Ya más despierto, se dirigió al río, donde lavó su ropa y su cuerpo. Su mente comenzaba a despejarse, limitando su percepción olfativa a unos pocos metros para no sobrecargar su cerebro.
Tomó sus lanzas, firmemente atadas con cuerda, su abrigo, una bolsa pequeña y, bajo un cielo costero y nublado, se adentró en el bosque con el arpón y la carretilla del viejo Rod, que ni siquiera se había molestado en pedir.
Solo pensaba en su estrategia, puliendo los últimos detalles, con la esperanza de tener suerte y aprender de su primera cacería: el puntapié inicial para los ambiciosos proyectos que tenía por delante.
Ya cerca de Atris, comenzó a organizar su equipo: seis lanzas de buen tamaño y peso, con puntas medianamente afiladas, que había recubierto con veneno paralizante extraído de la pequeña bolsa que contenía los restos del pulpo azul. Allí dejó también la carretilla.
Con mirada expectante, se dispuso a colocar la cuerda en un punto táctico. Preparó un nudo corredizo, cubierto con hojas secas y anclado a un robusto roble ópalo. Con ayuda de su olfato, impregnó la cuerda con tierra y vegetación, camuflándola por completo.
Con la trampa ya armada, solo quedaban los últimos ajustes. Colocó dos lanzas junto al mecanismo y se llevó las otras cuatro mientras salía en busca de rastros que revelaran la ubicación de su presa.
Respiró hondo por la boca, cerró los ojos, exhaló lentamente, y luego inhaló por la nariz, llenando su mente de estelas, vapores y notas dispersas.
Percibió los brotes tiernos de arbustos, flores silvestres, la humedad de la neblina matinal que se disipaba lentamente, un aura leñosa a su alrededor, tierra ligeramente mojada... y un par de olores que no lograba identificar, posiblemente animales.
Se inclinó por el rastro más marcado: un olor intenso a cuerpo almizclado, barro y musgo. No tardó en deducir a qué criatura pertenecía.
Avanzó lentamente, concentrado en esa única pista, cuidando cada paso, atento al entorno para no cometer un error por exceso de confianza. Sus ojos analizaban cada rincón del bosque, nervioso ante el posible encuentro, pero sin apurarse. Tenía todo el día para encontrar a su objetivo.