Bajando lentamente por las callejuelas, Theo compró unos retazos de tela, gastando cinco krakens de cobre por una buena cantidad. Luego llegó a casa y entregó la carreta al viejo Rod, quien lo miró con ojos de regaño, pero no dijo nada.
Ya en su hogar, con el cuero empaquetado y guardado en un rincón de sus pertenencias, cubierto con un mantel harapiento, sacó los dos perniles y comenzó a condimentarlos con las especias que había comprado.
Introdujo un leño en el horno y lo encendió con yesca y pedernal, como de costumbre, ayudándose con viruta sobrante de la fabricación de lanzas. Mientras esperaba que el fuego se avivara, preparó cuidadosamente las especias.
Volteando los trozos de carne, se le hacía agua la boca. Esperó a que el fuego tuviera llamas suaves para colocar los perniles, girándolos cada pocos minutos para lograr un sellado uniforme.
Los aromas que desprendían los jugos, la grasa y la carne hicieron rugir su estómago. Cortó hogazas de pan y las tostó ligeramente.
Colocó la tetera junto al fuego y, mientras esperaba la llegada de su madre, aplicó el ungüento en sus heridas, soltando gemidos apagados y gestos de dolor algo exagerados.
Vendó firmemente las lesiones y bebió el elixir de vitalidad. Primero percibió un aroma amargo a alcohol que luego se tornó dulce y herbal.
El cuerpo se fue entibiando conforme comenzaba a digerir la preparación. Mientras revisaba que la carne siguiera cocinándose bien, pensaba en su logro de ese día, lo cerca que estuvo de la muerte y los riesgos de exponerse así.
Sin duda, cazar animales o bestias era un desafío que exigía habilidad y destreza; aún le quedaba un largo camino por recorrer.
Entonces sonó el rechinar de la puerta, y apareció su madre, con el rostro cansado pero alegre de ver a su hijo.
Theo le contó con detalle, mientras ambos comían carne asada con pan, cómo cazó al jabalí: la preparación de la trampa, los ataques con la lanza y cómo culminó la contienda.
Su madre lo miraba con preocupación, lanzando agudos reproches sobre lo peligroso que había sido todo aquello y cómo arriesgó su vida por una ganancia que, para ella, no valía más que su propio hijo.
Confiado, Theo le habló de sus planes para conseguir más dinero y cómo pensaba llevarlos a cabo.
Afuera, el viento soplaba helado, pero dentro del corazón de Theo, la llama estaba más viva que nunca.
Ya recostado en su cama dura, Theo palideció. Sin embargo, su mente comenzó a divagar. Tenía tantos planes, tantos deseos. Cazar al jabalí había sido una prueba autoimpuesta, una forma de demostrar —al menos para sí mismo— que era digno de su pequeña fortuna.
Pensaba en cómo gastaría su dinero, en qué haría con los collares, las monedas y aquella brújula que, sin duda, sería útil en alta mar. ¿Qué implementos podría adquirir? ¿Qué obsequio ofrecerle a su madre, uno que ella aceptara sin cuestionar cuánto había costado?
La idea de mudarse a un mejor barrio también rondaba sus pensamientos. Claro estaba que los precios cerca del centro o en la zona este eran exorbitantes. Necesitaría, al menos, cientos —si no miles— de monedas de oro para adquirir una propiedad en los sectores acomodados. Aun así, la seguridad y el acceso a nuevas esferas sociales valdrían el esfuerzo.
Pero primero lo primero: necesitaba descansar. Las heridas no sanarían sin reposo ni tiempo suficiente. Con el estómago aún lleno y, luego de beber su infusión habitual de hierbas, Theo fue cayendo poco a poco en un profundo sueño...
Al cerrar los ojos, se sumió plácidamente en un descanso reparador, mientras comenzaba a visualizar un escenario onírico: se encontraba en una carabela imponente, bajo el mástil mayor. A sus costados, lombardas impregnadas con el olor acre de la pólvora; sobre la cubierta, llamas fatuas danzaban de forma dispersa.
Encima, una tormenta incesante rugía, con truenos que parecían desgarrar el cielo. Los relámpagos iluminaban con brutal claridad el caos que se desataba ante sus ojos.
Arpías menores, de alas amplias, plumaje alborotado y rostros semi humanos, sobrevolaban su cabeza, emitiendo chillidos agudos mientras sus colas zigzagueaban sin ritmo alguno.
A lo lejos, sobre el mar agitado —de un azul oscuro profundo, casi negro— y mirando desde la proa, Theo vio a una Arpía Mayor. Sus alas, extendidas, medían al menos cuatro metros de ancho. Tenía un plumaje denso, de tono gris claro, y un cuerpo femenino con un rostro retorcido del que brotaba sangre espesa y negra por la boca.
Theo intentaba despertar, pero su cuerpo no respondía. Preso del miedo y la impotencia, su corazón martillaba en el pecho. La respiración se le tornaba pesada, rápida y superficial, como si luchara por aire dentro de un sueño opresivo.
Los vellos de sus brazos estaban erizados, aunque ya no sentía dolor alguno. Por más que se agitaba con fuerza, apenas lograba producir un gesto pequeño e inútil.
Poco a poco, la Arpía se fue acercando con un vuelo implacable, como un buitre acechando a su presa. Descendió suavemente sobre la proa y se posó en la cubierta con sus garras, cada paso raspando la madera mientras se acercaba a Theo.
Se miraron fijamente a los ojos. Theo no podía hacer nada. Todo esfuerzo resultaba en vano: era apenas un espectador atrapado en una pesadilla inevitable.
La Arpía se detuvo frente a él. Sus ojos eran completamente negros, y aunque tenía rasgos femeninos, estos estaban distorsionados por manchas, deformidades y un hedor a muerte.
Toda la visión de Theo fue ocupada por la inmensa bestia. Entonces, sus ojos cafés se tornaron de un blanco lechoso, hasta convertirse por completo en escleróticas.
Un torrente de información lo sacudió, inundando su mente. Vio el origen de su poder, fragmentado en escenas dispersas: un ritual arcano, un círculo de símbolos, la formación de un concocto de poder.
El plano en el que se encontraba se desvaneció como niebla al mediodía. Al instante siguiente, se halló en la orilla del mar, en la familiar zona sur. A sus pies, un cofre abierto y un frasco que ya conocía.
En un nuevo destello de visión, Theo bebía el contenido del frasco. Su cuerpo se retorcía, sus ojos se volvían negros... para luego regresar lentamente a su tono castaño habitual.
Todo era claro ahora. Su memoria lo había recuperado: comprendía el origen de su habilidad, extraída de una bestia excepcional durante una ceremonia que, hasta entonces, le era completamente ajena.
Despertó bañado en sudor... pero sus ojos aún no volvían a ser completamente suyos.