Sueños y promesas: Nulo regateo

Aún era de noche. Theo escuchaba el suave crujir de las brasas y sentía la calidez de su hogar; finalmente respiró aliviado.

Solo había sido una pesadilla, demasiado vívida para ser una simple coincidencia. No, no lo era. Ahora lo entendía mejor, y su nariz, que registraba cada olor a su alrededor, lo confirmaba.

De pronto, una corazonada atravesó su pecho. La bolsa de tela que le entregó el anciano tenía un olor inconfundible, que le recordó al frasco con el concocto de poder. Su mente integraba conocimientos mientras enlazaba datos.

Debía existir un vínculo entre el anciano, su poder y algo misterioso que permanecía oculto ante sus ojos. Ya tenía la certeza de que la vida era muy distinta, ahora que era prueba fehaciente de la existencia de fuerzas superiores a la naturaleza humana.

Sin embargo, no cambiaría el mundo, se dijo en voz baja. Era tarde, y por ahora solo necesitaba dormir. Poco a poco su emoción se fue disipando y, tras varios minutos, logró conciliar el sueño, más por obligación que por deseo.

Lentamente, el cielo oscuro comenzó a aclararse. No había nubes, solo una fina neblina matutina. Los sonidos de aves y gente saliendo de sus casas despertaron a Theo, quien vio a su madre ya levantada, vestida con su ropa de trabajo y aseada.

—Ya es hora, hijo —dijo con tono cálido su madre mientras le besaba la frente—. Desayuné carne con pan y un buen tazón de té para ayudar a digerir las grasas. Nos vemos en la tarde, procura descansar. Tenemos comida suficiente para una semana —dijo, cerrando la puerta y dejando a Theo solo, junto a una hoguera medio encendida.

Replicando la comida de su madre, Theo devoró la carne que quedaba, la acompañó con un gran trozo de pan, evitando atorarse con ayuda del té. Sentía cómo su apetito despertaba con la idea de hacerse más fuerte y sanar rápido sus heridas.

Retiró los vendajes; el ungüento ya había sido absorbido, así que lavó las vendas en el río cercano, llenó un balde con agua y regresó a casa tras su aseo matutino.

Con menos cuidado que el día anterior, Theo volvió a aplicarse el ungüento, se puso la camisa, el pantalón, las botas ajadas y el abrigo. Hoy era día de compras, una tarea sencilla que le permitiría mantener ese reposo ambiguo que tanto necesitaba.

Ledia no era solo una gran ciudad portuaria, sino la más grande del continente conocido. Estaba bien delimitada por sectores según las clases sociales. Al norte se ubicaba la clase media: profesionales, dueños de comercios, prestamistas, herreros, sastres y otros artesanos.

Hacia el noroeste, una serie de cúmulos rocosos formaba un cordón montañoso que daba paso a la cordillera costera, una defensa natural contra invasores y bestias que rara vez se atrevían a merodear por allí.

En el centro, la ciudad brillaba con su fina arquitectura y grandes edificios: la plaza mayor, la iglesia que Theo había visitado y el imponente ayuntamiento, siempre lleno de actividad burocrática.

Al este, las familias ricas dominaban el paisaje. Dueñas de flotas mercantiles, poseían vastos terrenos y casas lujosas con los muebles más finos y numerosos criados. Sin duda, se codeaban con la corona, según lo que Theo había escuchado.

Al sureste se encontraba el bosque Atris, conocido por su abundante flora y fauna silvestre.

Al oeste, los muelles, astilleros y mercados aledaños conformaban el corazón del comercio de Ledia. Pescadores y marineros se movían sin cesar en el puerto, que gozaba de una seguridad excepcional. La guardia marina, compuesta por veteranos marinos, patrullaba día y noche para proteger la mercancía que llegaba y partía.

Finalmente, hacia el sur estaba la olvidada zona más pobre, que se extendía desde el faro hasta el yermo interminable. Sus casas, construidas con materiales baratos, resistían mal el viento y la sal.

Ahí vivía Theo, aunque albergaba la esperanza de cambiar su destino. Pero primero debía visitar la zona norte. La clase media baja estaba llena de buenos artesanos que necesitaban sus servicios.

Tomando cinco de las diez monedas de oro que guardaba, junto con las monedas de cobre de ayer, el cuero amarrado y la brújula, emprendió su camino hacia el norte…

Pasó por el taller de un sastre recomendado por el zapatero. Al entrar, pidió medias de lana de la mejor calidad. El sastre abrió una caja de madera finamente pirograbada y mostró ejemplares de lana virgen, irresistibles para Theo, quien compró seis pares, divididos entre él y su madre.

Con todos los artículos en su nuevo morral —que, junto con las botas, ya estaba casi a tope—, pidió al sastre un abrigo para él y otro para dama, especificando que fueran especialmente abrigadores por dentro, pero sobrios por fuera; quería mantener un perfil bajo.

El sastre le mostró dos abrigos de cuero encerado, con detalles distintivos para hombre y mujer, ambos de color mate, y le añadió un jubón de lana extra para su madre. Al calcular el precio, el sastre finalmente dijo:

—Son un kraken de oro y diez de plata —mientras estiraba y sacudía las prendas antes de doblarlas para entregarlas.

Con una mueca, Theo sacó el cambio y entregó el dinero sin objeciones. Colgó las prendas en el morral, asegurándolas firmemente con las correas, y salió un poco angustiado por el gasto del día.

Todavía le quedaba un último objetivo: el relojero.

Caminó hacia el norte, donde carruajes y personas bien vestidas eran cada vez más comunes. Se detuvo frente a una vitrina con aparejos, sextantes, brújulas y elegantes relojes.

Mostrando su brújula, le pidió al relojero que la reparara. Este abrió el artefacto frente a Theo para mostrar su trabajo, mientras el joven almacenaba los olores que desprendía: el casi imperceptible aroma a oro, barro y aceites en sus engranajes.

—Es de muy buena calidad, pero le falta calibración y un par de piezas —dijo el relojero, mirando con un lente de aumento—. Un kraken de oro por adelantado, y otro al retirar la brújula —añadió, sin apartar la vista de la pieza en sus manos.

A regañadientes, Theo entregó la moneda y dejó la brújula en manos del experto. Afuera, el aire fresco corría suavemente y el sol empezaba a ocultarse, evocando una atmósfera de tranquilidad, mientras nubes teñidas de arrebol decoraban el paisaje, vistoso y a la vez lejano del habitual sector sur.

Theo aseguró sus pertenencias, contó su dinero y regresó a casa con una sensación agridulce: disfrutaba de sus cosas nuevas, pero sus bolsillos estaban más vacíos.